aquí? —preguntó Mat.
—¡Trollocs! —exclamó Moraine—. ¡Por supuesto que no! Debemos guardarnos de cosas peores, no siendo la más desdeñable la manera como nos han encontrado. —Haciendo caso omiso del respingo de Mat, prosiguió—: El Fado no creerá que nos quedamos aquí, ahora que sabemos que nos ha descubierto, pero maese Fitch toma demasiado a la ligera a los Amigos Siniestros. Tiene la imagen de que son unos desgraciados agazapados tras las sombras, pero pueden hallarse Amigos Siniestros en las tiendas y en las calles de cualquier ciudad, y también en los más altos Consejos. Tal vez el Myrddraal los envíe para ver si pueden averiguar cuáles son nuestros planes.
Entonces giró sobre sus talones y salió, seguida de Lan.
De camino a las caballerizas, Rand se halló junto a Nynaeve, quien llevaba asimismo sus mantas y albardas.
—De manera que vienes, después de todo —comentó, pensando que Min estaba en lo cierto.
—¿Había algo aquí abajo? —preguntó en voz baja—. Ella ha dicho que era… —Calló de súbito y lo miró.
—Un Fado —respondió, sorprendido de que pudiera decirlo con tanta calma—. Estaba en el pasillo conmigo, hasta que ha llegado Lan.
Nynaeve se arrebujó en la capa para protegerse del viento al salir de la posada.
—Quizás haya algo que os persigue. Pero yo he venido para encargarme de que regresarais sanos y salvos al Campo de Emond y no me iré hasta que llegue ese momento. No os dejaré solos con una mujer de su clase.
En el establo, donde los mozos de cuadra ensillaban los caballos, se movían luces.
—¡Mutch! —gritó el posadero desde la puerta, junto a la que se encontraba acompañado de Moraine—. ¡Afánate más!
Se volvió hacia ella e intentó tranquilizarla, al parecer, en lugar de escuchar realmente lo que ella le decía, si bien lo hacía con deferencia e intercalaba reverencias en las órdenes que dirigía a los criados.
Éstos sacaron los caballos, protestando en voz baja por las prisas y la hora intempestiva. Rand aguantó el hatillo de Egwene y se lo alargó cuando ella estuvo a lomos de Bela. La muchacha lo miró con ojos desorbitados, anegados de lágrimas.
«Por fin ha dejado de considerar esto como una mera aventura.»
Se avergonzó tan pronto como lo hubo pensado. Ella se hallaba en peligro a causa de él y sus amigos. Incluso seria menos arriesgado volver sola a caballo al Campo de Emond. «¿Y entonces qué sentido tiene lo que vio Min? Ella forma parte de ello. Oh, Luz, ¿parte de qué?»
—Egwene —dijo—, lo siento. Me parece que ya no controlo bien mis pensamientos.
La muchacha se inclinó para estrecharle con fuerza la mano. A la luz procedente de las caballerizas, pudo distinguir perfectamente su rostro. Ya no parecía tan asustada como antes.
Una vez que hubieron montado, maese Fitch insistió en acompañarlos hasta las puertas, con los mozos alumbrándoles el camino con linternas. El rollizo posadero realizó profusas reverencias, asegurándoles que guardaría su secreto e invitándolos a visitarlo nuevamente. Mutch los vio partir con el mismo semblante adusto con que presenció su llegada.
Había alguien, caviló Rand, que no despacharía de inmediato a nadie, sino todo lo contrario. Mutch contaría a la primera persona que se lo preguntase cuándo se habían ido y daría cualquier información concerniente a ellos que le viniera a la mente. A poca distancia, avanzando en la calle, miró hacia atrás. Había una silueta con la linterna en alto, observándolos. No le fue preciso distinguir su cara para saber que se trataba de Mutch.
Las calles de Baerlon se hallaban solitarias a esa hora de la noche; sólo algunos escasos destellos se filtraban entre los postigos cerrados, y la luz de la luna en cuarto menguante crecía y menguaba al compás del viento que azotaba las nubes. De vez en cuando un perro ladraba al cruzar ellos un callejón, pero ningún otro sonido enturbiaba la noche fuera del martilleo de las herraduras y el silbido del viento que sesgaba los tejados. Los viajeros guardaban un silencio aún mayor, inmersos en sus capas y en sus propios pensamientos.
El Guardián iba delante, como de costumbre, seguido de cerca por Moraine y Egwene. Nynaeve se mantenía cerca de la muchacha y los demás iban arracimados a la zaga. Lan confería un paso ligero a los caballos.
Rand miraba con recelo las calles que los circundaban y, según advirtió, sus amigos hacían lo mismo. Las sombras danzantes de la luna le recordaban las sombras del fondo del corredor y la manera como parecían haberse extendido en torno al Fado. Algún fortuito ruido en la lejanía, como el de una barrica derribada, o el ladrido de un perro, les hacia volver a todos la cabeza, sobresaltados. Lentamente, con cada uno de los pasos con que atravesaban la ciudad, todos apiñaron sus monturas a mayor proximidad del negro semental’ de Lan y la blanca yegua de Moraine.
En la puerta de Caemlyn, Lan desmontó y golpeó con el puño el portal de un pequeño edificio construido al amparo de la muralla. Entonces apareció un fatigado vigilante que se frotaba soñoliento los ojos. Al escuchar a Lan, abandonó toda traza de sopor y miró fijamente a la totalidad del grupo.
—¿Queréis salir? —inquirió—. ¿Ahora? ¿De noche? ¡Debéis de estar locos!
—A menos que exista alguna orden del gobernador que lo prohíba —apuntó Moraine, que había bajado del caballo a su vez, permaneciendo apartada de la puerta, fuera del círculo de luz que ésta proyectaba.
—No exactamente, señora. —El vigilante miró hacia ella, tratando de distinguir su cara—. Pero las puertas permanecen cerradas desde el ocaso hasta el amanecer. Nadie entra si no es con la luz del día. Ésa es la orden. Además, hay lobos allá afuera y han matado una docena de vacas a lo largo de la última semana. Podrían matar a un hombre de igual modo.
—A nadie le está permitido entrar, pero la orden no dice nada respecto a salir —observó Moraine como si aquello resolviera definitivamente la cuestión—. ¿Veis? No os estamos pidiendo que desobedezcáis al gobernador.
Lan puso algo en la mano del hombre.
—Por las molestias —murmuró.
—Supongo… —comenzó a decir lentamente el vigilante. Miró furtivamente su mano, en la que destelló el oro, que introdujo deprisa en uno de sus bolsillos—. Supongo que no se hace mención a las salidas, mirándolo bien. —Asomó la cabeza hacia el interior—. ¡Arin! ¡Dar! Venid a ayudarme a abrir la puerta. Hay gente que quiere salir. No me discutáis y poneos manos a la obra.
Dos encargados más hicieron su aparición, deteniéndose para observar sorprendidos y amodorrados a las ocho personas que deseaban trasponer las murallas. Apremiados por el primer vigilante, se encaminaron arrastrando los pies a la gran rueda que levantaba la gruesa barra que atrancaba la madera y después centraron sus esfuerzos en mover las puertas. La manivela produjo un leve sonido metálico, pero los engrasados goznes cedieron silenciosamente. Pero, antes de que hubieran girado una cuarta parte de su trayectoria, se oyó una fría voz proveniente de la oscuridad.
—¿Qué es esto? ¿No está ordenado que permanezcan cerradas estas puertas hasta el alba?
Cuatro hombres tapados con capas blancas avanzaron hacia la mancha de luz contigua a la casa de los guardas. Llevaban los cuellos alzados para ocultar el rostro, pero todos tenían una mano aferrada al puño de la espada y los soles que adornaban su pecho anunciaban claramente quiénes eran. Los vigilantes se inmovilizaron e intercambiaron miradas de inquietud.
—Esto no es algo que os concierna —espetó con beligerancia el primer vigilante. Al encararse hacia él cinco capuchas blancas, finalizó con tono más suave—: Los Hijos no ostentan ningún poder aquí. El gobernador…
—Los Hijos de la Luz —replicó el hombre de capa blanca que había hablado antes— ostentan poder en todo lugar donde los hombres sigan la senda de la Luz. Únicamente se les niegan estas prerrogativas en donde reina la Sombra del Oscuro. —Desvió los ojos hacia Lan y entonces clavó súbitamente una segunda mirada, más recelosa, en el Guardián.
El Guardián no se había movido; de hecho parecía completamente tranquilo. Sin embargo, pocas personas eran capaces de mirar con tanta naturalidad a los Hijos. El pétreo semblante de Lan habría sido el mismo si hubiera observado a un limpiabotas. Cuando el Capa Blanca habló de nuevo, su voz contenía un tono suspicaz.
—¿Qué tipo de gente quiere abandonar el abrigo de las murallas de noche en una época como ésta, con los lobos merodeando en la oscuridad y tras haberse contemplado una criatura del Oscuro que sobrevolaba la ciudad? —Observó la banda de cuero trenzado que cruzaba la frente de Lan, sujetando sus largos cabellos hacia atrás—. ¿Sois un norteño, eh?
Rand hundió la cabeza entre los hombros. Un Draghkar. Había de ser eso, a menos que aquel hombre considerase todo cuanto no alcanzaba a comprender como una criatura del Oscuro. Habiendo entrado un Fado en la posada, debiera haber sospechado la presencia de un Draghkar, pero en aquel momento su pensamiento se centraba en otra cuestión. Creyó reconocer la voz del Capa Blanca.
—Viajeros —repuso con calma Lan—, que no presentan ningún tipo de interés para vosotros.
—Todo el mundo excita el interés de los Hijos de la Luz. —Lan sacudió ligeramente la cabeza.
—¿Realmente os excita la perspectiva de crearos conflictos con el gobernador? Este ha limitado vuestro número en la ciudad e incluso os ha hecho seguir. ¿Qué hará cuando descubra que os dedicáis a provocar a honestos ciudadanos en sus puertas? —Se volvió hacia los vigilantes—. ¿Por qué habéis parado?
Los guardas vacilaron, volviendo a poner las manos en la manivela y titubearon nuevamente cuando el Capa Blanca tomó la palabra.
—El gobernador desconoce lo que ocurre delante de sus propias barbas. Hay una malevolencia que él no ve ni percibe. Pero los Hijos de la Luz mantienen los ojos bien abiertos. —Los vigilantes se miraron unos a otros, abriendo las manos como si echaran de menos las lanzas que habían dejado dentro de la casa—. Los Hijos de la Luz detectan el mal. —El Capa Blanca se giró hacia los que aguardaban montados—. Lo detectamos y lo arrancamos de cuajo, en todo lugar donde lo encontramos.
Rand trató de encogerse aún más, pero aquel movimiento llamó la atención del hombre.
—¿A quién tenemos aquí? ¿A alguien que no desea ser visto? ¿Qué…? ¡Ah! —El individuo se bajó la capucha de su blanca capa, mostrando una cara que Rand estaba ya seguro de haber identificado. Bornhald asintió con la cabeza con evidente satisfacción—. Sin duda, portero, os hemos evitado un gran desastre. Éstos son Amigos Siniestros a quienes ibais a ayudar a escapar de la Luz. Hubiéramos informado al gobernador para que os disciplinase o tal vez os hubiéramos puesto en manos de los interrogadores para descubrir las verdaderas intenciones de vuestro acto. —Abrió una pausa, para comprobar el temor en la expresión del hombre, lo cual no lo apiadó en lo más mínimo—. ¿No os gustaría eso, verdad? A cambio, me llevaré a estos rufianes a nuestro campamento para que puedan ser interrogados… en lugar de vos, ¿qué os parece?
—¿Vais a llevarme a vuestro campamento, Capa Blanca? —La voz de Moraine se alzó súbitamente procedente de todas direcciones. Al aproximarse los Hijos, se había retirado hacia la oscuridad, al abrigo de la sombra—. ¿Vais a interrogarme? —Las tinieblas la envolvieron al avanzar un paso, dándole la apariencia de una mayor estatura—. ¿Vais a cerrarme el paso?
Otro paso, y Rand abrió desencajadamente la boca. Era más alta, su cabeza estaba al mismo nivel que la de Rand, que estaba sentado sobre el lomo del rucio. Las sombras se prendían