bailado con ella durante años. Todavía llevaba el pelo sin trenzar, pero se lo había recogido hacia atrás con una cinta roja. «Seguramente no ha podido decidirse entre complacer a Moraine o a Nynaeve», pensó con amargura. Ella tenía los labios abiertos, como si fuera a decirle algo, pero no se decidió, y él no iba a ser el primero en hablar. No después del modo como había atajado su anterior intento de reconciliación en el comedor. Se miraron gravemente hasta separarse sin pronunciar ni una palabra.
Fue casi una satisfacción poder regresar al banco cuando finalizó la danza. La siguiente, una giga, dio comienzo mientras se encontraba sentado. Mat se apresuró a tomar parte y Perrin se dejó caer en el banco junto a él.
—¿La has visto? —preguntó Perrin antes incluso de sentarse—. ¿La has visto?
—¿A cuál? —inquirió Rand—. ¿La Zahorí o la señora Alys? He bailado con las dos.
—¿Con la Ae…, la señora Alys también? —se asombró Perrin—. Yo he danzado con Nynaeve. Ni siquiera sabía que supiera bailar. Nunca lo ha hecho en el pueblo.
—Me pregunto —dijo, pensativo, Rand—qué opinarían las mujeres del Círculo de una Zahorí que baile. Quizá sea por eso que nunca intervenía en las danzas.
La música, las palmas y las canciones se volvieron demasiado atronadoras para poder hablar. Rand y Perrin marcaron el compás con las palmas al tiempo que los danzarines giraban por la estancia. En más de una ocasión sintió clavada en él la mirada del hombre de la cicatriz. El tipo tenía motivos para ser susceptible con aquella cicatriz, pero Rand no acertaba a pensar en alguna acción que pudiera servirle de desagravio, por lo cual se concentró en la música y trató de no mirar hacia él.
Las danzas y los cantos prosiguieron a medida que avanzaba la noche. Las doncellas atendieron finalmente sus obligaciones; Rand apaciguó con júbilo su hambre con un poco de estofado y pan. Todo el mundo comía en el mismo lugar donde estaba sentado o de pie. Rand bailó tres piezas más y logró controlar mejor sus pasos cuando le tocó bailar una vez más con Moraine y también con Nynaeve. En aquella ocasión ambas alabaron su habilidad como bailarín, lo cual le provocó tartamudez. Danzó con Egwene, también; ella lo miraba fijo con sus ojos oscuros; parecía dispuesta a hablar, pero no decía una palabra. Él permanecía tan silencioso como ella, pero estaba seguro de que no la había mirado con mala cara, por más que Mat lo afirmara cuando volvió al banco.
Moraine se retiró hacia medianoche. Egwene, después de mirar de forma alternativa a la Aes Sedai y a Nynaeve, salió tras ella. La Zahorí las observó con una expresión indescifrable y luego se incorporó decidida a otra danza antes de abandonar la sala a su vez, con aires de haberle ganado un punto en la partida a la Aes Sedai.
Thom colocaba ya la flauta en su estuche, mientras disuadía con amabilidad a aquellos que deseaban que se quedara hasta más tarde. Lan acudió a buscar a Rand y a sus compañeros.
—Debemos partir por la mañana —dijo el Guardián, inclinándose para hacer llegar su voz entre el ruido reinante—y necesitaremos estar bien reposados.
—Hay un tipo que ha estado mirándome —explicó Mat—. Un hombre con una cicatriz en la cara. ¿Creéis que podría ser un…. uno de los amigos de cuya existencia nos avisasteis?
—¿Así? —inquirió Rand, dibujando con el dedo una línea que atravesó su nariz hasta la comisura de sus labios—. A mí también me observaba. —Miró el recinto a su alrededor. La gente se iba y la mayoría de los que quedaban estaban apiñados en torno a Thom—. Ahora no está aquí.
—Ya lo he visto —repuso Lan—. Según maese Fitch, es un espía que trabaja para los Capas Blancas. No tenemos por qué preocuparnos de él.
Tal vez Lan decía la verdad, pero Rand advirtió inquietud en su rostro.
Rand miró de soslayo a Mat, quien presentaba una rígida expresión en el rostro que indicaba que ocultaba algo. «Un espía de los Capas Blancas. ¿Era posible que Bornhald estuviera tan ansioso por contraatacar?»
—¿Nos iremos pronto? —preguntó—. ¿Muy pronto? —Quizá ya habría abandonado la ciudad antes de que ocurriera algo.
—Al amanecer —repuso el Guardián.
Mientras abandonaban la sala, Mat tarareaba retazos de canciones y Perrin se detenía de vez en cuando para ensayar un nuevo paso que había aprendido;
Thom se unió a ellos con grandes dosis de entusiasmo. La cara de Lan era inescrutable cuando se dirigían a las escaleras.
—¿Dónde duerme Nynaeve? —preguntó Mat—. Maese Fitch dijo que nos había cedido las últimas habitaciones.
—Le han puesto una cama —respondió secamente Thom—en el dormitorio de la señora Alys y la chica.
Perrin silbó entre dientes y Mat murmuró:
—¡Rayos y truenos! ¡No me pondría en el lugar de Egwene ni por todo el oro que hay en Caemlyn!
Por enésima vez, Rand deseó que Mat fuera capaz de pensar seriamente en algo por espacio de más de dos minutos. Su propia posición no era precisamente halagüeña en aquellos momentos.
—Voy a tomar un poco de leche —dijo.
Posiblemente lo ayudaría a conciliar el sueño. «Tal vez esta noche no tendré ninguna pesadilla.»
Lan lo miró con severidad.
—Esta noche tiene un halo maligno. No te alejes. Y recuerda: partiremos tanto si estás lo bastante despierto para sostenerte sobre el caballo como si hemos de atarte a él.
El Guardián comenzó a subir las escaleras y los demás lo siguieron, desaparecido en ellos todo rastro de regocijo. Rand permaneció solo en el corredor, que por cierto se hallaba solitario después de haber estado ocupado por tanta gente.
Se apresuró a caminar hacia la cocina, donde una fregona se afanaba aún. Ésta le sirvió una jarra de leche de un gran cántaro de piedra.
Cuando salía de la cocina, bebiendo, una sombra de color negro apagado comenzó a andar hacia él por el pasadizo, levantando unas pálidas manos para bajar la capucha que le encubría la faz. Su capa pendía inmóvil al tiempo que avanzaba la figura y el rostro… Era la cara de un hombre, pero de una palidez cadavérica, como la de una babosa bajo una piedra, y no tenía ojos. Desde los grasientos cabellos negros a las hinchadas mejillas era tan lisa como la cáscara de un huevo. Rand se atragantó y roció el suelo de leche.
—Tú eres uno de ellos, muchacho —dijo el Fado en un ronco susurro, como el de una lima que rozase suavemente un hueso.
Rand retrocedió, dejando caer la jarra. Quería correr, pero sólo alcanzaba a obligar a sus pies a dar torpes pasos. No podía desprenderse de aquel semblante desprovisto de ojos que le retenía la mirada y le helaba las entrañas. Trató de gritar pidiendo socorro, pero tenía la garganta petrificada. Le dolía el aire que inspiraba. Jadeaba.
El Fado se aproximó a él, sin apresurarse. Sus zancadas poseían un maléfico y sinuoso donaire, como el de una serpiente, cuyo semejanza se veía incrementada por las escamas negras que componían el peto de su armadura. Sus finos labios exangües dibujaban una cruel sonrisa, que resultaba más insultante al advertir la lisa y pálida piel que ocupaba el espacio donde debieran encontrarse las cuencas oculares. Su voz tornaba la de Bornhald en algo amable y dulce.
—¿Dónde están los otros? Sé que están aquí. Habla, muchacho, y te dejaré vivir.
La espalda de Rand chocó contra algo de madera, una puerta o un_ pared… No podía volverse para averiguarlo. Ahora que sus pies se habían detenido, no lograba imprimirles movimiento. Se estremeció, observando al Myrddraal que se deslizaba hacia él. Su agitación crecía con cada uno de sus pasos. —Habla, te digo, o…
En el piso de arriba se oyó un rápido claqueteo de botas y el Myrddraal se detuvo y giró sobre sí. La capa colgaba inmóvil. Por un instante, el Fado ladeó la cabeza, como si su mirada ciega fuera capaz de penetrar la pared de madera. Una mano de palidez mortal desenfundó una espada de hoja tan negra como la capa. La luz del corredor pareció difuminarse en presencia de aquella arma. El martilleo de las botas arreciaba y el Fado se volvió hacia Rand con un movimiento parecido al de un cuerpo sin osamenta. La negra hoja se alzó en el aire; sus estrechos labios se retrayeron en un rictus al tiempo que emitía un gruñido.
Rand temblaba, sabiendo que iba a morir. El tenebroso acero se abalanzó sobre su cabeza… y se detuvo.
—Perteneces al Gran Señor de la Oscuridad. —El jadeante carraspeo de aquella voz sonaba como uñas que raspasen una pizarra—. Eres suyo. —Girando cual una mancha negra, el Fado se alejó de Rand. Las sombras del final del corredor se adelantaron y lo abrazaron para hacerlo desaparecer. Lan bajó de un salto el último escalón, con la espada en mano. Rand se esforzó por recobrar el habla.
—Fado —musitó—. Era…
De improviso recordó su espada. Cuando tenía al Myrddraal delante, no había pensado en ella. Desenfundó la hoja con la marca de la garza, sin importarle la inutilidad de aquel gesto en aquellos momentos.
—¡Se ha ido corriendo por allí!
Lan asintió distraídamente. Parecía que prestaba oídos a otra cosa.
—Sí, se ha ido; está esfumándose. Ahora ya no hay tiempo para perseguirlo. Nos marchamos, pastor.
De las escaleras llegaban más repiqueteos de botas; Mat, Perrin y Thom bajaban cargados con mantas y albardas. Mat todavía doblaba la manta, con el arco bajo un brazo.
—¿Nos marchamos? —preguntó Rand. Después de envainar la espada, tomó sus pertenencias de manos de Thom—. ¿Ahora? ¿A medianoche?
—¿Quieres esperar a que vuelva el Semihombre, pastor? —espetó impacientemente el Guardián—. ¿A que vengan media docena? Ahora sabe dónde estáis.
—Cabalgaré con vosotros de nuevo —informó Thom al Guardián—, si no tenéis nada que objetar. Demasiada gente recordará que llegué aquí en vuestra compañía. Me temo que, antes de despuntar el alba, éste será un lugar inhóspito para alguien considerado amigo vuestro.
—Podéis cabalgar con nosotros o cabalgar hasta Shayol Ghul, juglar. —La funda de Lan resonó a causa de la fuerza con que éste envainó la espada.
Un mozo de cuadra pasó precipitadamente ante ellos procedente de la puerta trasera, por la que entraron entonces Moraine y maese Fitch, seguidos de Egwene, que llevaba su hatillo bajo el brazo. Y Nynaeve. Egwene parecía a punto de estallar en sollozos a causa del miedo, pero el rostro de la Zahorí era una máscara de fría furia.
—Debéis tomar en serio lo que os digo —advertía Moraine al posadero—. Mañana, sin duda, tendréis que enfrentaros a algo desagradable. Amigos Siniestros, tal vez, o algo peor. Cuando aparezcan, apresuraos a decirles que nos hemos ido. No ofrezcáis ninguna resistencia. Limitaos a hacerles saber que hemos partido de noche y así no os molestarán más. Es a nosotros a quienes buscan.
—No os inquietéis por eso —respondió con jovialidad maese Fitch—. En absoluto. Si viene alguien a la posada con intención de causar algún daño a mis huéspedes… bien, mis criados y yo los despacharemos deprisa. En un abrir y cerrar de ojos. Y no pienso decirles si os habéis ido, ni cuándo, ni si estuvisteis siquiera aquí. No soporto a ese tipo de gente. Aquí no se dirá ni una palabra referente a vosotros. ¡Ni una palabra!
—Pero…
—Señora Alys, debo ocuparme de los caballos si debéis partir como la Luz manda. —Se zafó de la mano de Moraine, que lo retenía por la manga, y corrió en dirección al establo.
Moraine exhaló un suspiro de impaciencia.
—Qué hombre más obstinado. No hay modo de que escuche.
—¿Creéis que podrían venir los trollocs a buscarnos