un día más antes de que adoptaran alguna decisión y de algún modo…, de algún modo tenía la certeza de que no podíamos permitirnos perder tanto tiempo. De modo que reuní al Círculo de mujeres y les dije lo que había que hacer. No puedo decir que estuvieran encantadas con la idea, pero aceptaron su eficacia. Y por ese motivo estoy aquí; porque los hombres del Campo de Emond son un atajo de obstinados cretinos. Es probable que todavía estén discutiendo acerca de a quién enviar, pese a que les dejé dicho que yo me ocuparía de ello.
Lo referido por Nynaeve explicaba su presencia, pero no sirvió para tranquilizarlo. Todavía estaba decidida a hacerlos retornar con ella.
—¿Qué te ha dicho allá adentro? —preguntó.
Moraine debía de haber recurrido sin duda a todos los argumentos posibles, pero, si había omitido alguno, él se ocuparía de explicárselo.
—Lo mismo de antes —repuso Nynaeve—. Y quería información acerca de vosotros, los chicos. Para ver si existía algún motivo para que… hayáis atraído el tipo de atención que… pretende ella. —Calló un instante, observándolo con el rabillo del ojo—. Ha intentado disimularlo, pero lo que quería saber realmente era si alguno de vosotros había nacido fuera de Dos Ríos.
Su rostro se tornó de pronto tan tenso como el cuero de un tambor. Logró reír entre dientes.
—Se le ocurren algunas ideas extrañas. Supongo que le has asegurado que todos habíamos nacido en Dos Ríos.
—Desde luego —replicó la joven.
Sólo había habido una leve pausa antes de la respuesta, tan breve que él no habría reparado en ella si no hubiera estado acechándola. Trató de atraer a la mente algo que decir, pero sentía la lengua pastosa. Ella lo sabe. Después de todo era la Zahorí y se suponía que las Zahoríes sabían todo lo concerniente a sus lugareños. «Si ella lo sabe, no fue producto de la fiebre. ¡Oh, Luz, ayúdame, padre!»
—¿Te encuentras bien? —preguntó Nynaeve.
—El dijo…, dijo que yo… no era su hijo. Cuando estaba delirando… con fiebre. Dijo que me había encontrado. Pensé que sólo era… —La garganta comenzó a arderle y hubo de detenerse.
—Oh, Rand. —Nynaeve dejó de andar y le tomó la cara entre las dos manos, para lo cual debió levantar los brazos—. La gente dice cosas extrañas con la fiebre. Cosas tergiversadas, que no son ciertas ni reales. Escúchame. Tam al’Thor fue a correr mundo en busca de aventuras cuando tenía tu misma edad. Todavía recuerdo el día en que regresó al Campo de Emond, hecho todo un hombre, con una esposa forastera de pelo rojizo y un bebé en pañales. Recuerdo cómo Kari al’Thor mecía a aquel niño en sus brazos con tanto amor y ternura como nunca los he visto comparables en una mujer con su hijo. Era su hijo, Rand. Eras tú. Ahora, levanta la cabeza y deja de pensar en despropósitos.
—Por supuesto —dijo—. Nací fuera de Dos Ríos. Por supuesto. Tal vez Tam sólo estaba delirando, tal vez había encontrado a un recién nacido después de la batalla. ¿Por qué no se lo has dicho?
—No es un asunto de la incumbencia de extraños.
—¿Nació alguno de los demás fuera de Dos Ríos? —Tan pronto como, había expresado la pregunta, sacudió la cabeza—. No, no contestes. Tampoco es asunto de mi incumbencia.
Sin embargo, sería agradable averiguar si Moraine tenía un interés especial en él, por encima del que demostraba por todos ellos. «¿De veras lo sería?»
—No, no lo es —convino Nynaeve—. Quizá no significaría nada. Es posible que esté investigando a ciegas, buscando una razón cualquiera por la que esos seres os persiguen. A todos vosotros.
Rand esbozó una sonrisa.
—¿Crees que van tras nosotros?
Nynaeve agitó la cabeza.
—Ciertamente has aprendido a tergiversar las palabras desde que estás con ella.
—¿Qué vas a hacer? —inquirió él.
La joven lo examinó y él sostuvo su mirada con firmeza.
—Por hoy, voy a tomar un baño. Mañana ya veremos, ¿no te parece?
CAPÍTULO 17: Vigilantes y perseguidores
Una vez que se retiró la Zahorí, Rand se dirigió a la sala principal. Necesitaba oír las risas de la gente, olvidar lo que había dicho Nynaeve y los problemas que ella podía provocar. La habitación estaba atestada, pero nadie reía, a pesar de que todos los bancos estaban repletos e incluso había gente apiñada contra las paredes. Thom daba una nueva representación. De pie sobre una mesa, realizaba gestos tan grandilocuentes que rellenaban todo el recinto. Recitaba una vez más La Gran Cacería del Cuerno, pero, por lo que se veía, nadie protestaba. Había tantas historias que contar sobre cada uno de los cazadores, y tantos cazadores de quienes hablar, que ningún relato era nunca igual. En su totalidad, habría llevado una semana entera de declamación. El único sonido que competía con la voz y el arpa del juglar era el crepitar del fuego en las chimeneas.
—…hacia los ocho confines del mundo cabalgan los cazadores; hacia los ocho Pilares del Cielo, donde soplan los vientos del tiempo y el destino atrapa por los cabellos a los fuertes y a los débiles por igual. Y el más aguerrido de los cazadores es Rogosh de Talmour, Rogosh Ojo de Águila, de gran renombre en la corte del Rey Soberano, temido en las laderas de Shayol Ghul… Los cazadores eran sin duda héroes sin par.
Rand distinguió a sus dos amigos y se apretó en el sitio que le dejó Perrin en la punta de un banco. Los olores de la cocina que se filtraban en la sala le recordaron que tenía hambre, pero incluso las personas que tenían comida ante ellos apenas le dedicaban atención. Las camareras, en lugar de servir, permanecían en trance, apretando los dedos en sus delantales mientras miraban al juglar, y a nadie parecía importarle su actitud. Por más sabrosa que fuera la comida, era preferible escuchar aquella historia.
—…desde el día de su nacimiento, el Oscuro ha marcado a Blaes como a una de sus propiedades, pero ella no es de tal parecer… ¡no es una Amiga Siniestra, Blaes de Matuchin! Con la firmeza del fresno resiste, flexible como la rama de un sauce, hermosa como una rosa, Blaes la de cabellos dorados. Dispuesta a morir antes que ceder. ¡Pero prestad oído! Resonando desde las torres de la ciudad, llega el intrépido sonar de las trompetas. Sus heraldos proclaman la llegada de un héroe a su corte. ¡Los tambores truenan y los címbalos cantan! Rogosh Ojo de Águila viene a rendir homenaje…
El trato de Rogosh Ojo de Águila tocó pronto a su fin, pero Thom sólo se detuvo para humedecerse la garganta con cerveza antes de emprender la recitación de La situación de Lian, que precedió a su vez a La caída de Aleth—Loriel a La espada de Gaidal y a La última cabalgata de Buad de Alvhain. Las pausas fueron incrementándose a medida que avanzaba la velada y, cuando Thom sustituyó el arpa por la flauta, todos sabían que daba por finalizada la declamación de relatos aquella noche. Dos hombres se unieron a Thom, con un tambor y una dulzaina, si bien éstos se sentaron junto a la mesa mientras él permanecía encima.
Los tres jóvenes del Campo de Emond comenzaron a batir palmas a los primeros compases de El viento que agita el sauce y no fueron los únicos. Ésta era una de las canciones favoritas en Dos Ríos y, al parecer, también en Baerlon. De tanto en tanto las voces retomaban la letra, sin desafinar hasta el punto de recibir abucheos.
Mi amor se ha ido, arrastrado
por el viento que agita el sauce
y toda la tierra se sacude duramente
con el viento que agita el sauce.
Pero yo la retendré a mi lado
en mi corazón y en el recuerdo,
y, reconfortada mi alma con su fuerza
y las fibras de mi corazón con su ternura,
me mantendré erguido donde un día cantamos,
aunque el frío viento agite el sauce.
La segunda canción no fue tan triste. De hecho, Un solo cubo de agua pareció más alegre de lo habitual, lo cual bien podía deberse a un acto intencionado del juglar. La gente se apresuró a apartar las mesas para formar una improvisada pista de baile y comenzó a levantar los tobillos hasta que las paredes se estremecieron con los saltos y el bullicio. La primera danza finalizó con los bailarines retirándose con las manos a los costados, a quienes fueron a sustituir otras personas con vigor intacto.
Thom interpretó las primeras notas de El ganso en el ala y luego paró para dar tiempo a preparar la formación del baile.
—Creo que probaré a danzar un poco —dijo Rand, poniéndose en pie.
Perrin saltó tras él de inmediato. Al ser el último en reaccionar, Mat hubo de quedarse a guardar las capas y la espada de Rand y el hacha de Perrin.
—Recordad que quiero una ronda también —les gritó.
Los danzarines formaron dos largas hileras, dispuestos de cara, con las mujeres a un lado y los hombres en el otro. Primero al son del tambor y luego de la dulzaina, los participantes empezaron a doblar acompasadamente las rodillas. La muchacha que se hallaba frente a Rand, con unas trenzas oscuras que le recordaban el hogar, le dirigió una tímida sonrisa y después un guiño que nada tenía que ver con la timidez. La flauta de Thom atacó la melodía y Rand avanzó hacia la joven de pelo negro, la cual echó atrás la cabeza, riendo, al tiempo que él giraba en torno a ella y la cedía al próximo hombre de la fila.
Todo eran risas en la habitación, pensó mientras danzaba alrededor de su siguiente pareja, una de las camareras, cuyo delantal ondeaba violentamente. El único semblante circunspecto que vio fue el de un individuo acurrucado junto a una de las chimeneas, el cual tenía una cicatriz que le atravesaba la cara de la sien a la mandíbula opuesta, sesgándole la nariz y recurvando hacia abajo la comisura de los labios. El hombre advirtió su mirada y esbozó una mueca, por lo que Rand apartó la vista, embarazado. Tal vez aquella cicatriz le impedía sonreír.
Tomó a su siguiente compañera de baile mientras ésta giraba y trazó un círculo en torno a ella antes de cambiar. Tres mujeres más danzaron con él a medida que la música aceleraba el ritmo; después volvió a tocarle en suerte la misma muchacha de cabello oscuro para correr unos pasos ligeros que deshicieron por completo las alineaciones. Todavía riendo, le guiñó de nuevo el ojo.
Al percibir que el individuo de la cicatriz lo observaba con semblante hosco, perdió el paso y se le acaloraron las mejillas. No había sido su intención molestarlo; realmente no había querido mirarlo con descaro. Entonces se volvió hacia su nueva pareja y olvidó del todo a aquel hombre. La mujer que bailaba entre sus brazos era Nynaeve.
Tropezó varias veces, casi entrecruzando los pies, a punto de pisarla. Ella bailaba con la suficiente soltura para compensar su torpeza y sonreía todo el tiempo.
—Pensaba que bailabas mejor —dijo al cambiar de pareja.
Sólo dispuso de un momento para rehacerse, antes de encontrarse bailando con la propia Moraine. A pesar de haberse considerado desmañado con la Zahorí, aquello no había sido nada en comparación con lo que sentía con la Aes Sedai. Ella se deslizaba suavemente por el piso, con las faldas revoloteando a su alrededor; él perdió el equilibrio dos veces. Moraine le sonrió, comprensiva, pero aquello le produjo un efecto aún más desestabilizante. Fue un alivio cambiar de pareja, aun cuando ésta fuera ahora Egwene.
Recobró parte de su aplomo. Después de todo, había