quiero estar ni aunque sea a varios kilómetros de distancia de una Aes Sedai. —Pronunció esta última palabra como si escupiera—. Ni a innumerables kilómetros, pero no puedo evitarlo, ¿verdad? La sola idea de que ponga sus ojos sobre mí, o de que sepa dónde estoy… —Alargó la mano hacia Rand como si quisiera agarrarle la chaqueta, pero se contuvo, agitándola, y en su lugar dio un paso atrás—. Prométeme que no se lo dirás. Me da miedo. No hay necesidad de que se lo cuentes, ningún motivo para que una Aes Sedai sepa ni siquiera que estoy vivo. Debes prometérmelo. ¡Debes hacerlo!
—Lo prometo —dijo Rand con tono tranquilizador—. Pero no tenéis por qué tenerle miedo. Venid conmigo. Como mínimo, podréis tomar una comida caliente.
—Tal vez. Tal vez. —Fain se acarició la barbilla, pensativo—. ¿Mañana, dices? Mientras tanto… ¿no olvidarás tu promesa? ¿Ni irás a decirle…?
—No permitiré que os haga ningún daño —aseguró Rand, preguntándose cómo podría interponerse a los designios de una Aes Sedai, fuese cual fuese su cariz.
—No me causará ningún daño —objetó Fain—. Oh, no. No se lo consentiré.
Después, salió disparado como una liebre y se perdió entre la multitud.
—¡Maese Fain! —gritó Rand—¡Esperad!
Salió precipitadamente del callejón, justo a tiempo de percibir una andrajosa capa que desaparecía en la siguiente esquina. Corrió tras él, llamándolo todavía. Sólo alcanzó a ver la espalda de un hombre antes de chocar contra ella y caer en el fango en compañía del desconocido.
—¿Es que no miras por dónde andas? —murmuró alguien bajo él.
Rand se levantó sorprendido.
—¡Mat!
Mat se sentó y lo taladró con la mirada al tiempo que limpiaba el barro de la capa con las manos.
—Realmente debes de estar convirtiéndote en un hombre de ciudad. Duermes la mañana entera y luego corres y avasallas a la gente. —Se puso en pie, se miró las manos enlodadas; luego murmuró entre dientes y las frotó en la tela de la capa—. Oye, nunca adivinarías a quién acabo de ver.
—A Padan Fain —repuso Rand.
—Padan Fa… ¿Cómo lo sabes?
—Estaba con él, pero se ha marchado corriendo.
—Así que los tro… —Mat calló y echó una mirada cautelosa en derredor, pero la muchedumbre que pasaba junto a ellos caminaba inmutable—. De modo que no lo cogieron. Me pregunto por qué se fue de aquel modo del Campo de Emond, sin decir nada a nadie. Probablemente echó a correr entonces y no paró hasta llegar aquí. ¿Pero por qué correría ahora?
Rand sacudió la cabeza y enseguida deseó no haberlo hecho; sentía como si fuera a caérsele al suelo.
—No lo sé, aparte del detalle de que M…, la señora Alys le inspira temor. —No era tan fácil comportarse con prudencia en todo momento—. No quiere que ella sepa que está aquí. Me hizo prometerle que no se lo diría.
—Por lo que a mí respecta, su secreto está a salvo —afirmó Mat—. A mí también me gustaría que ella no supiera dónde me encuentro.
—Mat.. —La gente todavía fluía a su alrededor sin prestarles atención; Rand bajó la voz, de todos modos, acercándose a su amigo—. Mat, ¿has tenido una pesadilla esta noche? ¿Sobre un hombre que mataba una rata?
Mat lo miró sin pestañear.
—¿Tú también? —dijo—. Y Perrin, supongo. He estado a punto de preguntárselo esta mañana, pero… Seguro que también ha soñado lo mismo. ¡Rayos y truenos! Ahora alguien nos está provocando los mismos sueños. Rand, de veras me gustaría que nadie conociera mi paradero.
—Había ratas muertas por toda la posada esta mañana. —No se sentía tan atemorizado al contarlo como unas horas antes—. Con las espaldas quebradas.
Su voz resonaba en sus propios oídos. Si estaba por caer enfermo, debería pedir ayuda a Moraine. Le asombró comprobar cómo la perspectiva de ser receptor del Poder único no le incomodaba en lo más mínimo.
Mat inspiró profundamente, se arrebujó en la capa y miró en torno a sí buscando un sitio adonde ir.
—¿Qué nos pasa, Rand? ¿Qué?
—No lo sé. Voy a pedirle consejo a Thom, para ver qué opina acerca de contárselo a… otra persona.
—¡No! A ella no. A él puede que sí, pero a ella no.
La firmeza de su protesta tomó por sorpresa a Rand.
—¿Entonces creíste lo que él dijo? —No era preciso especificar quién era «él», puesto que la mueca esbozada por Mat indicaba claramente que lo había comprendido.
—No —respondió lentamente Mat—. Sólo tengo en cuenta todas las posibilidades. Si se lo explicamos a ella y él estaba mintiendo, quizá no ocurra nada en ese caso. Quizá. Pero a lo mejor el mero hecho de que él se persone en nuestros sueños bastaría para… No lo sé. —Se detuvo para tragar saliva—. Si no se lo contamos, tal vez tengamos algunas pesadillas más. Con ratas o sin ellas, los sueños son preferibles a… ¿Recuerdas lo del trasbordador? Yo opino que es mejor mantener la boca cerrada.
—De acuerdo.
Rand no había olvidado lo sucedido en el Taren, ni tampoco la amenaza expresada por Moraine, pero de algún modo le parecía algo muy lejano.
—Perrin no dirá nada, ¿verdad? —continuó Mat, balanceándose sobre la punta de los pies—. Tenemos que volver para decírselo. Si él se lo cuenta, ella se imaginará lo nuestro. Puedes apostarlo. Vamos. —Comenzó a andar deprisa entre el gentío.
Rand permaneció inmóvil, mirándolo, hasta que Mat regresó para agarrarlo del brazo. Tuvo un sobresalto al sentir su contacto y luego caminó tras él.
—¿Qué te pasa? —preguntó Mat—. ¿Es que vas a quedarte dormido otra vez?
—Me parece que estoy resfriado —respondió Rand; sentía la cabeza tensa como un tambor y casi igual de vacía.
—Podrás tomarte un poco de caldo de gallina cuando lleguemos a la posada —propuso Mat.
Este mantuvo un parloteo constante mientras atravesaban las calles atestadas. Rand se esforzaba en escucharlo e incluso en decir algo de vez en cuando, pero ello le representaba un esfuerzo. Se encontraba demasiado cansado; no experimentaba deseos de dormir. Simplemente sentía como si estuviera sumido en una corriente, a la deriva. Pasado un rato, refirió a Mat su conversación con Min.
—¿Una daga con un rubí, eh? —dijo Mat—. Me gusta eso. Sin embargo, no sé qué será eso del ojo. ¿Estás seguro de que no estaba inventándolo? A mí me parece que tendría que saber lo que significa si de verdad es una adivina.
—Ella no ha dicho que fuera una adivina —arguyó Rand—. Yo creo que ve cosas. Recuerda que Moraine estaba hablando con ella cuando salimos del baño. Y además sabe quién es en realidad Moraine.
—Pensaba que no debíamos utilizar ese nombre —le advirtió Mat, ceñudo.
—No —murmuró Rand, frotándose la frente con ambas manos. Le era tan difícil concentrarse en algo…
—Creo que quizás estés enfermo —agregó Mat, con el entrecejo todavía fruncido. De improviso, tiró de la chaqueta de Rand para detenerlo—. Míralos.
Tres hombres con petos y yelmos de acero cónicos, bruñidos hasta el punto de relucir como la plata, se abrían paso por la calle en dirección a Rand y Mat. Incluso la malla que cubría sus brazos despedía fulgor. Sus largas capas, de un blanco prístino, con un bordado en el pecho que representaba un sol naciente, barrían el fango y los charcos del suelo. Tenían las manos apoyadas en las empuñaduras de las espadas y miraban a su alrededor como si observasen las criaturas que habían salido arrastrándose de debajo de un tronco podrido. Pero nadie les devolvía la mirada. Nadie parecía hacerse eco de su presencia. No obstante, los tres personajes no tenían necesidad de franquear el paso entre la muchedumbre, puesto que ésta se hacía a un lado ante ellos, como por azar, dejándoles un amplio espacio que se reproducía a medida que avanzaban.
—¿Crees que son los Hijos de la Luz? —inquirió Mat en voz alta, provocando una dura mirada por parte de un viandante, que se dispuso de inmediato a apresurar el paso.
Rand asintió mudamente. Los Hijos de la Luz, los Capas Blancas, hombres que odiaban a las Aes Sedai. Hombres que aleccionaban a la gente acerca del modo en que habían de vivir, infiriendo contratiempos a aquellos que se negaban a obedecer. «Debería sentir temor», pensó, «o curiosidad.» Algo, en todo caso. Sin embargo, los observaba impávido.
—No me parecen gran cosa —comentó Mat—. Unos fanfarrones, eso sí, ¿no crees?
—No tenemos por qué ocuparnos de ellos —repuso Rand—. Vayamos a la posada. Tenemos que hablar con Perrin.
—Iguales que Eward Congar, que siempre tiene la nariz apuntando al aire. —Mat sonrió de pronto, con un destello en los ojos—. ¿Te acuerdas de cuando se cayó por el Puente de los Carros y tuvo que volver todo mojado a casa? Eso le bajó los humos durante un mes seguido.
—¿Y qué tiene que ver eso con Perrin?
—¿Ves eso? —Mat apuntó a un carro que reposaba sobre sus varales en un callejón, justo delante de los Hijos. Una sola estaca sostenía a una docena de barricas apiladas sobre él—. Mira. —Riendo, se precipitó hacia una cuchillería que había a su izquierda.
Rand lo miró correr, consciente de que debía reaccionar de algún modo. Aquel brillo en los ojos de Mat siempre auguraba una de sus travesuras. Pero, curiosamente, permaneció pasivo, expectante ante lo que iba a hacer Mat. Algo le decía que la actitud de su amigo era imprudente, peligrosa, pero aun así sonreía previendo lo que iba a acontecer.
Un minuto después, Mat apareció encima de él, saltando de la ventana de un ático al tejado de una tienda. Llevaba la honda en las manos y comenzaba a hacerla girar. Rand volvió a posar la mirada en el carro. Casi de inmediato, se oyó un restallido seco y la estaca que sostenía los barriles cayó justo en el momento en que los Capas Blancas pasaban delante del callejón. La gente se apartó velozmente de las barricas que bajaron rodando por los varales de la carreta con un sordo estruendo e irrumpieron en la calle, levantando salpicaduras de barro y agua fangosa en todas direcciones. Los tres Hijos saltaron con igual rapidez que los demás, cambiando su altanería por la sorpresa. Algunos transeúntes cayeron, produciendo más salpicaduras, pero los tres se movieron con agilidad y esquivaron los barriles sin dificultades. Aun así, no pudieron evitar que sus capas quedaran rociadas de barro.
Un hombre barbudo salió corriendo de la calleja; agitaba las manos y gritaba con furia, pero, tras una mirada fugaz a los tres individuos que en vano intentaban cepillarse el fango de la ropa, retrocedió con más premura incluso de la que había hecho gala antes. Rand miró de reojo el tejado; Mat se había esfumado. Había sido un blanco sencillo para un muchacho de Dos Ríos, pero las consecuencias producidas estaban más allá de sus cálculos. No podía contener la risa; su humor parecía amortiguado, pero no podía evitar encontrar divertida aquella escena. Al volverse hacia la calle, los Capas Blancas lo estaban mirando feamente.
—¿Hay algo que te hace gracia, eh?
El que había hablado se hallaba a unos pasos más adelante que los otros. Tenía un aire arrogante e impasible, con un fulgor en los ojos como si abrigara un conocimiento exclusivo, inasequible al resto de la humanidad.
Rand interrumpió la risa de golpe. Se encontraba él solo con los Hijos, en medio de las barricas y el fango. El gentío que fluía allí unos instantes antes se había apresurado a acudir a atender asuntos urgentes.
—¿Acaso el temor de la Luz te ha atado la lengua? —El enojo afilaba aún más el enjuto rostro del Capa Blanca, el cual echó una desdeñosa ojeada al puño de la espada que despuntaba en la capa de