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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 47
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vítores se suceden en oleadas entre las expectantes multitudes, brotan de los tejados y torres de Illian, dedicados al millar de oídos de los jinetes, cuyos ojos y corazones relucen con el carácter sagrado de su misión. La Gran Cacería del Cuerno cabalga, cabalga en busca del Cuerno de Valere que hará despertar de la tumba a los héroes de las eras fenecidas para guerrear en nombre de la Luz…

Era lo que el juglar había descrito como cántico sencillo, en aquellas noches en que viajaban rumbo norte. Las historias, decía, se exponían en tres tipos de voz: cántico alto, cántico sencillo y cántico común, el último de los cuales significaba contarla con igual simpleza como si se comentasen con un vecino los avatares de las cosechas. Thom explicaba relatos en voz común, pero no ocultaba por ello su desdén por esa tonalidad.

Rand entornó la puerta sin entrar y se dejó caer pesadamente contra la pared. Thom no podía aconsejarlo ahora. Moraine…, ¿qué harta ella si la pusiera al corriente?

Al reparar en las miradas de la gente que pasaba a su lado, cayó en la cuenta de que murmuraba en voz baja. Se enderezó y estiró su chaqueta. Tenía que hablar con alguien. La cocinera había dicho que uno de los otros no había salido. Hubo de contenerse para no echar a correr.

Cuando Rand llamó a la puerta de la habitación donde habían dormido sus amigos y asomó la cabeza, vio a Perrin, acostado en la cama sin vestir. Éste movió la cabeza sobre la almohada para mirar a Rand y luego volvió a cerrar los ojos. El arco y el carcaj de Mat estaban reclinados en un rincón.

—Me han dicho que no te encontrabas bien —explicó Rand, al tiempo que se sentó en el lecho contiguo—. Sólo quería hablar. Yo… —Advirtió que no sabía cómo iniciar el tema—. Si estás enfermo —añadió, incorporándose—, quizá necesites dormir. Me iré.

—No sé si conseguiré volver a dormir en toda mi vida —suspiró Perrin—.Tuve una pesadilla, ya que de todos modos vas a enterarte de ello, y no pude volver a conciliar el sueño. Mat no tardará mucho en contártelo. Esta mañana se ha echado a reír cuando le he explicado por qué no saldría con él, pero él también ha tenido un sueño. Escuché durante casi toda la noche cómo se revolvía y balbucía, y no ha pasado precisamente una noche agradable. —Se tapó los ojos con uno de sus robustos brazos—. Luz bendita, qué cansado estoy. Tal vez si me quedo aquí una hora o dos más, me sentiré con fuerzas para levantarme. Mat no dejará de recordarme hasta el resto de mis días que me perdí la visita a Baerlon a causa de un sueño.

Rand volvió a sentarse lentamente en la cama.

—¿Mató una rata? —preguntó deprisa, después de morderse los labios.

Perrin bajó el brazo y clavó la mirada en él.

—¿Tú también? —dijo, y al asentir Rand, prosiguió—: Desearía estar de nuevo en casa. Me dijo…, dijo… ¿Qué vamos a hacer? ¿Se lo has contado a Moraine?

—No, todavía no. No sé si voy a hacerlo. No lo sé. ¿Y tú?

—Él dijo… Rayos y truenos, Rand, no lo sé. —Perrin se enderezó de pronto, apoyándose en los codos—. ¿Crees que Mat ha tenido el mismo sueño? Se ha reído, pero con una risa que parecía forzada, y ha puesto una cara rara cuando le he contado que no había podido dormir a consecuencia de una pesadilla.

—Tal vez sí —respondió Rand, que se sentía culpable ante la sensación de alivio experimentada al descubrir que no era él solo quien había padecido aquel mal sueño—. Iba a pedirle consejo a Thom. Él ha visto mucho mundo. Tú…, tú no piensas que deba informar de ello a Moraine, ¿verdad?

Perrin dejó caer de nuevo la cabeza sobre la almohada.

—Ya has oído las historias sobre las Aes Sedai. ¿Crees que podemos confiar en Thom? Si es que podemos confiar en alguien. Rand, si salimos de ésta con vida, si regresamos a casa algún día, y me oyes considerar la posibilidad de abandonar el Campo de Emond, aunque sólo sea para ir a la Colina del Vigía, me propinas un puntapié, ¿de acuerdo?

—Esas no son maneras de hablar —objetó Rand, con la sonrisa más animada que le fue posible esbozar—. Por supuesto que regresaremos a casa. Vamos, levántate. Estamos en una ciudad y tenemos todo un día para verla. ¿Dónde tienes la ropa?

—Vete tú. Quiero quedarme tumbado un rato. —Perrin volvió a cubrirse los ojos con el brazo—. Ve tú delante. Me reuniré contigo dentro de un par de horas.

—Tú te lo pierdes —dijo Rand, incorporándose—. Piensa en lo que no vas a ver. —Se detuvo junto a la puerta—. Baerlon. ¿Cuántas veces habíamos soñado visitar Baerlon algún día?

Perrin yacía con los ojos tapados, sin pronunciar ni una palabra. Pasado un minuto, Rand abandonó el dormitorio y cerró la puerta.

Una vez en el rellano, se apoyó en la pared, al tiempo que se disipaba su sonrisa. Todavía le dolía la cabeza; el dolor había arreciado en lugar de disminuir. No acertaba a sentir entusiasmo por nada.

Una doncella se aproximó, con los brazos cargados de sábanas, y lo miró con aire preocupado. Antes de que ella pudiera decir nada, se alejó, estremeciéndose bajo la capa. Thom no pondría fin a su espectáculo hasta al cabo de unas horas. Mejor era que aprovechase aquella ocasión de ver algo. Tal vez encontraría a Mat y averiguaría así si Ba’alzemon había invadido su sueño. Bajó los peldaños, más lentamente esta vez, frotándose las sienes.

Las escaleras terminaban cerca de la cocina, por lo que tomó aquel camino de salida. Saludó con la cabeza a Sara, pero apremiando el paso cuando la mujer parecía dispuesta a retomar la charla en el mismo punto en que la había dejado. El patio se hallaba solitario a excepción de Mutch, que se encontraba de pie junto a la puerta del establo. También a él saludó Rand con un gesto; sin embargo Mutch le devolvió una hosca mirada antes de desaparecer en el interior de las caballerizas. Dispuesto a comprobar cómo era una ciudad, hizo votos por que el resto de la ciudadanía se asemejara más a Sara que a Mutch y aligeró la marcha.

Se detuvo a observar ante las puertas abiertas del patio. La gente abarrotaba la calle como las ovejas en un aprisco, gente embozada hasta los ojos en capas y chaquetas, con los sombreros calados para resguardarse del frío, se entrecruzaba con paso rápido como si el viento que silbaba por encima de los tejados los empujara a caminar, rozando con los codos a sus congéneres sin dedicarles apenas una palabra o una mirada. «Todos extraños», caviló. «No se conocen entre ellos.»

Los olores también eran insólitos, compuestos de una rara mezcolanza agridulce que le hacía rascarse la nariz. Aun en los momentos más activos de los festejos del pueblo no había visto a las personas arracimadas con tanta apretura, ni en tal número. Y aquello sólo era una calle. Maese Fitch y la cocinera decían que la ciudad estaba llena. ¿Toda la urbe… de aquella manera?

Se apartó despacio de la salida y se alejó por la rúa repleta de gente. En verdad, no era correcto irse y dejar a Perrin enfermo en la cama. ¿Y qué sucedería si Thom acababa de contar sus relatos mientras Rand paseaba por la población? El juglar quizá saldría también por su cuenta y él necesitaba hablar con alguien.

Era preferible aguardar un poco. Exhaló un suspiro de alivio al volver la espalda al hervidero que era aquella calle.

No obstante, con aquel dolor de cabeza, tampoco le apetecía volver a entrar en la posada. Se sentó en una barrica, apoyado en la pared trasera del edificio, con la esperanza de que el fresco aire aliviase su cefalea.

Mutch se asomaba de tanto en tanto a la puerta del establo. Incluso a varios metros de distancia, Rand percibía su hosca expresión de rechazo. ¿Se debía aquélla tal vez al desagrado que le inspiraban los campesinos? ¿O era consecuencia de la cálida acogida de maese Fitch después de su tentativa de echarlos afuera por haber entrado por detrás? «Quizá sea un Amigo Siniestro», pensó, esperando reír para sus adentros de aquella ocurrencia, lo cual, sin embargo, no sucedió. Rozó con la mano la empuñadura de la espada de Tam, comprobando que su estado de ánimo no propiciaba para nada la hilaridad.

—Un pastor con una espada con la marca de la garza —dijo quedamente una voz de mujer—. Francamente increíble. ¿Qué problemas tienes, forastero de las tierras del sur?

Rand se puso en pie, sobresaltado. Era la joven de pelo corto que se encontraba junto a Moraine cuando salieron del cuarto de baño, todavía ataviada con chaqueta y pantalones de hombre. Era algo mayor que él, le pareció; sus ojos oscuros, aún más grandes que los de Egwene, poseían una mirada extrañamente inquisitiva.

—Tú eres Rand, ¿verdad? —continuó—. Me llamo Min.

—No tengo ningún problema —respondió. Ignoraba lo que Moraine le había dicho, pero recordó la admonición de Lan respecto a no llamar la atención—. ¿Qué te hace pensar que los tengo? Dos Ríos es una región tranquila y todos somos gente pacífica. No es un lugar donde quepan las preocupaciones, a menos que tengan relación con las cosechas o con los corderos.

—¿Tranquila? —dijo Min con una leve sonrisa—. He oído hablar de los habitantes de Dos Ríos. He escuchado los chistes sobre pastores empecinados y, además, hay hombres que han viajado a las regiones sureñas.

—¿Empecinados? —repitió Rand, con el rostro ceñudo—. ¿De qué cuentos hablas?

—Los que yo conozco —prosiguió como si Rand no la hubiera interrumpido—dicen que sois todo sonrisas y amabilidad, dóciles y maleables como la mantequilla, al menos en apariencia. Bajo esa superficie, según ellos, tenéis la misma dureza que las raíces de un viejo roble. Pinchadlos un poco, dicen, y toparéis con una roca. Pero la roca es más superficial en ti y en tus amigos, como si una tempestad os hubiera arrebatado la casi totalidad de la envoltura. Moraine no me lo explicó todo, pero yo veo lo que veo.

¿Raíces de un viejo roble? ¿Roca? Aquello no se parecía al tipo de cosas que dirían los mercaderes o sus guardas. Su última frase, no obstante, le provocó un respingo. Echó una mirada rápida alrededor; las caballerizas estaban vacías y las ventanas más cercanas, cerradas.

—No conozco a nadie llamado… ¿cómo era ese nombre?

—En ese caso, la señora Alys, si así lo prefieres —repuso Min con gesto divertido que coloreó sus mejillas—. Lo cierto es que ella no tenía otra alternativa, supongo. Vi de inmediato que era… diferente, cuando se alojó aquí de camino a vuestra comarca. Ella sabía de mi existencia. Yo ya había hablado antes con… otras como ella.

—¿Que lo viste? —inquirió Rand.

—Bueno, no creo que vayas corriendo a explicárselo a los Hijos, habida cuenta de quiénes son tus compañeros de viaje. Los Capas Blancas desaprobarían de igual modo mis actividades que las de ella.

—No comprendo.

—Ella dice que veo retazos del Entramado. —Min emitió una ligera carcajada, agitando la cabeza—. A mí me suena demasiado grandilocuente. Únicamente veo cosas al mirar a la gente y a veces sé lo que éstas significan. Observo, por ejemplo, a un hombre y a una mujer que no se han dirigido nunca la palabra y adquiero conciencia de que se casarán. Y así ocurre. Ella quería que os mirase. A todos, juntos.

—¿Y qué has visto? —preguntó Rand con

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