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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 45
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mínimo indicio aparente de cambio. Lo único perceptible eran las toscas puertas dispuestas por pares a intervalos regulares, una a cada lado de la pared, con la madera astillada y reseca a pesar de la humedad que impregnaba el aire. Las sombras retrocedían ante él, pero la penumbra persistía idéntica, y el ruido del agua no sonaba más cercano. Pasado un largo rato, resolvió probar en una de aquellas puertas. Esta cedió con facilidad, franqueándole el paso a una oscura estancia de muros de piedra.

Una de las paredes se abría a través de una serie de arcadas a una balaustrada de piedra gris, más allá de la cual había un cielo como jamás había visto uno igual. Nubes estriadas en tonos negros, grises, rojos y anaranjados, agitadas como al impulso de un viento de tormenta, que se deshilachaban y entrelazaban sin cesar. Nadie podía haber contemplado nunca una bóveda celeste semejante, porque ésta no podía formar parte de la realidad.

Apartó los ojos del balcón, pero el resto de la habitación era asimismo desapacible, compuesto de insólitas curvaturas y peculiares ángulos, como si el recinto hubiese sido construido casi de forma fortuita con la piedra que lo albergaba. Las columnas parecían crecer sin margen de separación del suelo gris. En el hogar crepitaban las llamas como la hoguera de una herrería avivada por un fuelle, y, sin embargo, no despedían calor. La chimenea, cuando la miraba de frente, estaba construida por unas extrañas piedras ovaladas, alisadas por la humedad a pesar del fuego, pero cuando las observaba con el rabillo del ojo se le antojaban, por el contrario, rostros, caras de hombres y mujeres desfiguradas por la angustia, que gritaban en silencio. Las sillas de alto respaldo y la refinada mesa que ocupaban el centro de la estancia eran del todo ordinarias, lo cual no hacía más que enfatizar el resto. De la pared pendía un espejo, que nada tenía que ver con la normalidad, puesto que, al mirarlo, sólo advirtió una mancha borrosa en lugar de su propia imagen. Los otros objetos de la habitación se reflejaban fielmente en su superficie, pero no él.

Delante del fuego había un hombre, al cual no había advertido al entrar. Si ello no hubiera sido del todo imposible, habría jurado que no había nadie allí hasta que fijó realmente la mirada en aquel individuo. Ataviado con ropajes de fino corte, aparentaba hallarse en la temprana madurez, y Rand aventuró que las mujeres debían de encontrarlo atractivo.

—Volveremos a vernos las caras una vez más —dijo el hombre, cuya boca y ojos se convirtieron por un instante en aperturas de infinitas cavidades llameantes.

Rand exhaló un alarido y salió precipitadamente de espaldas de la habitación, con tanta fuerza que tropezó en la entrada y se abalanzó contra la puerta de enfrente, abriéndola de golpe. Se volvió, la cogió de la manecilla para no caer al suelo… y se encontró observando con ojos desorbitados una habitación de piedra y un cielo increíble a través de unas arcadas que daban paso a un balcón, y una chimenea…

—No puedes escaparte tan fácilmente de mí —le hizo constatar el hombre.

Rand se giró, y volvió a precipitarse fuera de la estancia, tratando de recobrar la firmeza en sus pasos sin disminuir la velocidad. En aquella ocasión no salió al corredor. Permaneció paralizado, encorvado, a corta distancia de la lujosa mesa, mirando al hombre acodado en la chimenea. Era preferible a mirar las piedras del hogar o el cielo.

—Esto es un sueño —afirmó al incorporarse. Oyó tras de sí el chasquido de la puerta al cerrarse—. Es una especie de pesadilla.

Bajó los párpados, tratando de despertar. Cuando era niño, la Zahorí había dicho que si uno hacía eso en medio de una pesadilla, ésta se disiparía. «¿La… Zahorí?» Si al menos dejaran de escurrírsele los pensamientos, podría pensar correctamente.

Abrió de nuevo los ojos. La habitación permanecía intacta, con la balaustrada y el mismo cielo. Y el hombre junto a la chimenea.

—¿Es un sueño? —preguntó el desconocido—. ¿Acaso importa?

Nuevamente, por un momento, su boca y sus ojos se transformaron en mirillas de un horno que parecía no tener fin. Su voz no se inmutó, como si no advirtiera en absoluto aquel hecho insólito.

Rand se sobresaltó un poco en aquella ocasión, aunque logró, sin embargo, contener un nuevo alarido. «Es un sueño. Tiene que serlo.» Con todo, retrocedió hacia la puerta, sin apartar los ojos del individuo apostado al lado del fuego, y accionó la manilla. Esta permaneció inmóvil; habían cerrado la puerta con llave.

—Pareces sediento —dijo el hombre—. Bebe.

Sobre la mesa había una copa de oro resplandeciente adornado con rubíes y amatistas. Ya estaba allí antes. Deseaba poder contener sus sobresaltos. Aquello no era más que un sueño. Tenía la boca reseca. —Sí, un poco —repuso, y cogió la copa.

El hombre se inclinó hacia adelante, con una mano en el respaldo de la silla, y lo observó con atención. El aroma del vino recordó a Rand cuán sediento se hallaba, como si no hubiera bebido nada durante días. «¿Es eso cieno?»

Cuando se llevaba el vino a la boca, detuvo la mano a medio trecho. De entre los dedos del hombre, brotaban de la silla hilillos de humo, y aquellos ojos lo miraban con tanta agudeza, llameando intermitentemente en el transcurso de los segundos…

Rand se lamió los labios y depositó el vino en la mesa, intacto.

—No tengo tanta sed como creía.

El desconocido se puso repentinamente tenso, con semblante inescrutable. Su decepción no habría sido más evidente si hubiera exhalado una maldición. Rand se preguntó qué tendría aquel vino. Pero aquello era una cuestión estúpida, por supuesto. Aquello no era más que un sueño. «¿Por qué no termina, entonces?»

—¿Qué queréis? —inquirió—. ¿Quién sois?

Los ojos y la boca del individuo despidieron bocanadas de llamas, cuyo rugido creyó advertir Rand.

—Algunos me llaman Ba’alzemon.

Rand se encontró de pronto ante la puerta, presionando frenéticamente la manilla. Toda pretensión de sueño se había desvanecido en su mente. El Oscuro. Continuaba forcejeando, a pesar de la inutilidad de su esfuerzo.

—¿Eres tú quien me interesa? —dijo de improviso Ba’alzemon—. No podrás ocultármelo indefinidamente. Ni siquiera eres capaz de zafarte de mí, ni en la más alta montaña ni en la cueva más profunda. Conozco hasta lo más recóndito de ti.

Rand se volvió para encararse a Ba’alzemon. Tragó saliva. Una pesadilla. Volvió a tirar de la manilla una vez más y luego se enderezó.

—¿Abrigas expectativas de gloria? —preguntó Ba’alzemon—. ¿De poder? ¿Te han dicho que el Ojo del Mundo serviría a tus designios? ¿Qué gloria y poder puede alcanzar una marioneta?

Las cuerdas que te mueven a ti vienen creando sus hebras desde hace siglos. Tu padre fue elegido por la Torre Blanca, como un semental atado con un ronzal que es sometido a trabajar. Tu madre no fue más que una yegua de vientre que encajó en sus planes. Y sus planes tenían como cometido tu muerte.

Rand cerró los puños.

—Mi padre es un buen hombre y mi madre era una honrada mujer. ¡No habléis de ellos!

Las llamas crepitaban; parecían reír.

—De modo que no careces de coraje. Tal vez eres tú el elegido. Poco beneficio obtendrás de ello. La Sede Amyrlin te utilizará hasta consumirte, igual que lo hicieron con Davian, Yurian Arco Pétreo, Guaire Amalasan y Raolin Perdición del Oscuro. De la misma manera que están sirviéndose de Logain. Te utilizarán hasta reducirte a la nada.

—No lo sé… —Rand agitó la cabeza a derecha y a izquierda.

Aquel instante de claro discernimiento, forjado por la ira, se había extinguido. Cuando intentaba inspirarlo de nuevo, ya no sabía siquiera cómo lo había logrado. Sus pensamientos giraban incansablemente. Se aferró a uno como a una tabla de salvación y se obligó a expresarlo en voz alta, cobrando aliento a medida que hablaba.

—Vos… estáis confinado… en Shayol Ghul. Vos y todos los Renegados…. confinados por el Creador hasta el fin de los tiempos.

—¿El fin de los tiempos? —se mofó Ba’alzemon—. Vives como un escarabajo al amparo de una piedra, en la creencia de que el lodazal que ocupas es el universo. La muerte del tiempo me otorgará poderes tales como no alcanzas a imaginar tú, gusano.

—Vos estáis prisionero…

—¡Insensato, nunca he estado prisionero! —Las llamas emitidas por su rostro rugieron de tal modo que Rand retrocedió unos pasos y se protegió la cara con las manos. El sudor de sus palmas se secó en el calor—. Yo estuve al lado de Lews Therin Verdugo de la Humanidad cuando realizó la hazaña que le confirió ese nombre. Fui yo quien le ordené dar muerte a su mujer, a sus hijos, a toda su estirpe y a toda persona que lo amaba o a quien él profesaba afecto. Fui yo quien le concedí el momento de cordura para que viera lo que había hecho. ¿Has escuchado alguna vez a un hombre gritar hasta arrancarse el alma, gusano? Habría podido atacarme entonces. No habría ganado, pero hubiera podido descargarme un golpe… En lugar de ello, invocó a su estimado Poder Único sobre sí, de manera que la tierra se resquebrajó y de sus entrañas brotó el Monte del Dragón para marcar su sepultura.

»Un milenio más tarde envié a los trollocs a saquear las tierras del sur y durante tres siglos arrasaron el mundo. Esos ofuscados estúpidos de Tar Valon dijeron que al final yo fui derrotado, pero el Segundo Pacto, el Pacto de las diez naciones, se hizo añicos de un modo incontestable, ¿y quién quedó para oponerse a mí? Yo susurré a oídos de Artur Hawkwing y perecieron las Aes Sedai a lo largo y ancho de la tierra. Volví a susurrar y el Rey Supremo mandó sus ejércitos a través del Océano Aricio y a través del Mar del Mundo, y selló sendas perdiciones. El final de su sueño de un único territorio y un solo pueblo y la condenación que aún está por llegar. Yo estaba allí, en su lecho de muerte, cuando sus consejeros le dijeron que únicamente las Aes Sedai podían salvarle la vida. Después de tomar yo la palabra, envió a sus consejeros al patíbulo. Volví a hablar, y las últimas palabras del Rey Supremo fueron un grito que aseveraba que Tar Valon debía ser destruido.

»Cuando hombres de tamaña envergadura no lograron combatir mis embates, ¿qué posibilidad tienes de hacerlo tú, un sapo agazapado junto a la charca de un bosque? Vas a servirme a mí o, de lo contrario, danzarás tironeado por las cuerdas de las Aes Sedai hasta el fin de tus días. Y entonces serás mío. ¡La muerte me pertenece a mí!

—No —murmuró Rand—, estoy soñando. ¡Es un sueño!

—¿Crees que el sueño te resguarda de mí? ¡Mira!

Ba’alzemon señaló autoritariamente y la cabeza de Rand se giró para seguir la dirección indicada, aun cuando él no quisiera volverla, a pesar de que él no quisiera girarse.

La copa había desaparecido de la mesa y en su lugar había una gran rata agazapada que parpadeaba ante la luz y husmeaba tensamente el aire. Ba’alzemon dobló el dedo y, con un chillido, el animal encorvó la espalda, con las patas delanteras arañando el aire mientras se balanceaba con torpeza sobre las inferiores. El dedo se curvó todavía más y la rata torció la columna hacia atrás; el animal escarbaba frenéticamente, arañaba el vacío, chillaba con estridencia, al tiempo que se arqueaba más y más. Con un crujido seco, como una ramita quebrada, el roedor tembló violentamente y luego permaneció inmóvil, con el cuerpo casi plegado en dos.

—Todo

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