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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 43
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maese Fitch, cruzándose con un constante reguero de hombres y mujeres con largos delantales, que llevaban en alto platos de comida y bandejas con bebidas. Los camareros murmuraban rápidas excusas, pero no aminoraban su marcha. Maese Fitch impartió rápidas órdenes a uno de ellos, que tras escucharlo desapareció a la carrera.

—La posada está a punto de rebosar, me temo —explicó el posadero a Moraine—. Casi hasta el ático. Todos los establecimientos de la ciudad están igual. Con el invierno que acabamos de pasar, tan pronto como hubo despejado lo suficiente, nos vimos inundados…, sí, ésta es la palabra exacta, por los trabajadores de las minas y los fundidores; y todos llegaron contando las más horribles experiencias. Lobos y aún cosas peores, el tipo de cuentos que suelen relatar los hombres que han permanecido confinados todo el invierno. No creo que haya quedado ni uno solo allá arriba, de tantos que han venido aquí. Pero no os preocupéis. Quizás estaréis un poco apretados, pero haré cuanto sea posible por vos y maese Andra; y por vuestros amigos, claro está…

Examinó con curiosidad a Rand y a los otros, cuyo atuendo, a excepción del de Thom, indicaba a las claras su condición de campesinos. La capa de juglar de Thom, no obstante, tampoco lo marcaba como a un idóneo compañero de viaje para «la señora Alys» y «maese Andra».

—Haré cuanto esté a mi alcance para proporcionaros un confortable reposo.

Rand miraba en torno a sí para evitar que la servidumbre topara con él, aunque no parecía que esta circunstancia fuera a suceder. Comparaba aquel ir y venir con la Posada del Manantial, que regentaban maese al’Vere y su mujer, ayudados sólo a veces por sus hijas.

Mat y Perrin estiraban intrigados el cuello en dirección a la sala principal, la cual despedía oleadas de risas, cantos y gritos joviales cada vez que se abría la puerta del rellano. El Guardián, tras murmurar algo acerca de enterarse de noticias, desapareció por aquella puerta, engullido por la algarabía.

Rand habría deseado ir tras él, pero aún deseaba con más fuerza tomar un baño. Le habría complacido estar con gente y compartir las risas en aquel momento, mas pensó que los huéspedes lo acogerían mejor cuando se hubiera lavado. Mat y Perrin se hallaban, al parecer, en idéntica disyuntiva; Mat se rascaba de forma subrepticia.

—Maese Fitch —dijo Moraine—, tengo entendido que hay Hijos de la Luz en Baerlon. ¿Existe la posibilidad de que haya disturbios?

—Oh, no os inquietéis por ellos, señora Alys. Continúan utilizando sus mismas estratagemas. Pretenden que hay una Aes Sedai en la ciudad. —Moraine arqueó una ceja y el posadero extendió sus regordetas manos—. No os preocupéis. Ya lo han intentado otras veces. No hay ninguna Aes Sedai en Baerlon, y el gobernador lo sabe. Los Capas Blancas creen que si les mostrasen a una Aes Sedai, a alguna mujer que ellos digan que es una Aes Sedai, la gente los dejaría entrar en las murallas. Bueno, supongo que algunos así lo harían. Unos cuantos lo harían, pero casi todo el mundo es consciente de lo que buscan los Capas Blancas y está de acuerdo con el gobernador. Nadie desea que se infiera daño a alguna anciana indefensa sólo para que los Hijos tengan una excusa para provocar alborotos.

—Me alegra oíros decir eso —repuso con sequedad Moraine. Luego puso una mano sobre el brazo del posadero—. ¿Se encuentra Min aquí, todavía? Me gustaría hablar con ella, si está.

Rand no pudo escuchar la respuesta de maese Fitch debido a la llegada de los sirvientes que los condujeron a los baños. Moraine y Egwene desaparecieron detrás de una mujer entrada en carnes, de sonrisa pronta, que iba cargada de toallas. El juglar, Rand y sus amigos siguieron a un delgado individuo de pelo oscuro, llamado Ara.

Rand trató de preguntarle cómo era Baerlon, pero el hombre apenas pronunció dos palabras seguidas excepto para comentar que Rand tenía un raro acento, y luego, a la vista de la cámara de baño, Rand abandonó todo pensamiento ajeno a ella. Dispuestas en un círculo, había una docena de altas bañeras de cobre sobre el suelo de baldosas, el cual se inclinaba ligeramente hacia un desagüe situado en el centro de la gran habitación de paredes de piedra. Junto a cada uno de los recipientes, había un taburete con una tupida toalla, cuidadosamente doblada, y una gran pastilla de jabón amarillo, y al lado de uno de los muros pendían varios calderos humeantes sobre crepitantes fuegos. En la pared de enfrente, los troncos que ardían en una profunda chimenea contribuían a caldear la estancia.

—Casi tan perfecto como en la Posada del Manantial —concedió lealmente Perrin, aunque sin hacer gran honor a la verdad.

Thom soltó una carcajada y Mat unas risitas.

—Parece como si nos hubiéramos traído a uno de los Coplin y no nos hubiéramos ni enterado.

Rand se deshizo de la capa y se quitó el resto de la ropa, mientras Ara llenaba cuatro bañeras. Los demás no tardaron en elegir la suya. Una vez apilada su indumentaria sobre los taburetes, Ara les llevó un gran cubo de agua caliente y un cazo, hecho lo cual se sentó junto a la puerta. Apoyó la espalda en la pared con los brazos cruzados, y se sumió, al parecer, en sus propias cavilaciones.

La conversación fue casi inexistente mientras se frotaban y regaban con cazos de humeante agua la suciedad acumulada durante una semana. Después se introdujeron en las bañeras; Ara había calentado lo bastante el agua como para convertir la operación en un proceso lleno de voluptuosos suspiros. La atmósfera de la habitación se volvió húmeda y caliente. Durante un rato, no se oyó más sonido que alguna exhalación relajada al distender los músculos y desprenderse del frío en los huesos que habían estado a punto de creer permanente.

—¿Necesitáis algo? —preguntó de pronto Ara. No estaba en condiciones de hablar mucho del acento de la gente, pues él mismo y maese Fitch masticaban las palabras como si tuvieran la boca llena de gachas—. ¿Más toallas o más agua caliente?

—Nada —respondió Thom con su voz resonante. Con los párpados bajados hizo ondear con indolencia la mano—. Id y disfrutad de la noche. Más tarde, me ocuparé de que recibáis una recompensa más que adecuada por vuestros servicios. —Se hundió más en la bañera, hasta que el agua lo cubrió por entero, salvo los ojos y la nariz.

Ara posó la mirada en los taburetes situados detrás de las bañeras, donde se hallaban su ropa y equipaje. Percibió el arco, pero su vista se fijó con más detalle en la espada de Rand y el hacha de Perrin.

—¿Hay problemas por allá abajo, también? —inquirió de improviso—. ¿En los Ríos o como se llame?

—Dos Ríos —aclaró Mat, pronunciando distintamente las palabras—. Es Dos Ríos, y, por lo que respecta a los problemas…

—¿Qué significa eso de también? —preguntó Rand—. ¿Tenéis problemas aquí?

Perrin, satisfecho con el baño, murmuraba:

—¡Estupendo! ¡Estupendo!

Thom se enderezó levemente y abrió los ojos.

—¿Aquí? —bufó Ara—. ¿Problemas? El hecho de que los mineros se peleen a puñetazos en la calle al atardecer no tiene gran importancia, ni… —Guardó silencio durante un momento, mientras los observaba—. Yo me refería a algo como lo de Ghealdan —dijo por fin—. No, supongo que no. Sólo hay corderos allá en el campo, ¿no? Sin ánimo de ofensa. Sólo quería decir que es una zona apacible. De todas maneras, éste ha sido un invierno muy raro. Han pasado cosas muy extrañas en las montañas. El otro día oí decir que habían visto trollocs allá en Saldaea. Pero eso está en las tierras fronterizas, claro —añadió con la boca todavía abierta, que cerró de golpe, como si estuviera sorprendido de haber dicho tantas cosas.

Rand, que se había puesto en guardia a la mención de los trollocs, trató de disimularlo llevándose una toallita a la cabeza. Al continuar hablando el hombre, recobró el aplomo, pero no todos mantuvieron la misma discreción.

—¿Trollocs? —dijo, riéndose, Mat. Rand lo salpicó, pero Mat se limitó a enjugarse sonriente el agua de la cara—. Pues permitidme que os cuenta algo acerca de los trollocs.

Thom se apresuró a tomar la palabra.

—Mejor sería que no. Estoy un poco cansado de que repitas mis propios cuentos por ahí.

—Él es juglar —explicó Perrin.

—Ya he visto la capa —apuntó Ara con gesto desdeñoso—. ¿Vais a dar una función?

—Un momento —protestó Mat—. ¿Qué es eso de que yo repito las historias de Thom? ¿Estáis todos…?

—Lo que ocurre es que no las cuentas tan bien como él —lo atajó Rand precipitadamente.

—No paras de inventar cosas y, en lugar de mejorarlas, las dejas peor aún—agregó Perrin.

—Y lo lías todo —concluyó Rand—. Es mejor que dejes ese asunto a cargo de Thom.

Hablaban todos tan deprisa que Ara los miraba estupefacto. Mat miraba también de un lado a otro, como si los demás se hubieran vuelto locos de repente. Rand consideraba la posibilidad de abalanzarse sobre él para taparle la boca.

La puerta se abrió de un bandazo, dando paso a Lan, con su capa marrón colgada del hombro, y a una racha de aire frío que disipó momentáneamente el vapor.

—Bien —dijo el Guardián, frotándose las manos—, estaba anhelando tomar un baño. —Ara cogió un cubo, pero Lan le indicó que se alejara—. No, ya me ocuparé yo de ello.

Después de dejar la capa en uno de los taburetes, despachó al sirviente de la sala, a pesar de las protestas del hombre, y cerró con firmeza la puerta tras él. Aguardó un momento allí con la cabeza erguida para escuchar y, cuando se volvió hacia ellos, clavó una fiera mirada en Mat y habló con voz dura.

—Ha sido una suerte que haya llegado en el momento en que lo he hecho, granjero. ¿Es que no escuchas lo que te dicen?

—Yo no he hecho nada —arguyó Mat—. Sólo le iba explicar lo de los trollocs, no lo de… —Se detuvo, retrayéndose ante los ojos del Guardián, reclinado contra la bañera.

—No hables de trollocs —le prohibió con severidad Lan—. Ni siquiera pienses en trollocs. Con un airado bufido, comenzó a llenar la bañera—. Rayos y truenos, harías mejor en recordarlo: el Oscuro dispone de ojos y oídos en los lugares donde menos lo esperas. Y si los Hijos oyeran que los trollocs van tras de ti, estarían ansiosos por ponerte las manos encima. Para ellos, sería lo mismo que acusarte de ser un Amigo Siniestro. Puede que no estés acostumbrado a ello, pero, hasta que lleguemos a nuestro destino, mantente en raya a menos que la señora Alys o yo te indiquemos lo contrario.

Mat parpadeó al advertir el énfasis con que pronunciaba el falso nombre de Moraine.

—Hay algo que ese hombre no ha querido decirnos —comentó Rand—.Algo preocupante, pero no ha dicho qué era.

—Probablemente los Hijos —apuntó Lan, echando más agua caliente en el recipiente—. A la mayoría de la gente le inquieta su presencia. Sin embargo, algunos no reaccionan de igual modo, y no os conocía lo suficiente como para arriesgarse a expresar su parecer. Por lo que él sabe acerca de vosotros, hasta habríais podido salir corriendo a delatarlo a los Capas Blancas.

Rand sacudió la cabeza; aquel lugar auguraba ser aún mucho peor que el Embarcadero de Taren.

—Ha dicho que había trollocs en…, en Saldaea, ¿no es así? —informó Perrin.

Lan arrojó de golpe el cubo vacío en el suelo.

—No vais a parar de hablar de eso, ¿eh? Siempre ha habido trollocs en las tierras fronterizas, herrero. Que se te quede bien en la

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