no del modo que tú deseas. —No comprendo.
—Quieres saber que las Aes Sedai son buenas y puras, que fueron aquellos perversos hombres de las leyendas quienes provocaron el Desmembramiento del Mundo, no las mujeres. Bien, fueron los hombres, pero no eran más depravados que cualquier otro hombre. Habían enloquecido, pero no envilecido. Las Aes Sedai que encontrarás en Tar Valon son seres humanos que no se diferencian de cualquier mujer a no ser por ciertas habilidades especiales. Son decididas y cobardes, fuertes y débiles, bondadosas y crueles, afectuosas y ariscas. El hecho de devenir una Aes Sedai no modifica las inclinaciones naturales.
Egwene hizo acopio de aire antes de hablar.
—Supongo que era eso lo me asustaba, que el Poder me transformara. Eso, y los trollocs. Y el Fado, y… Moraine Sedai, decidme, por la Luz, ¿por qué fueron los trollocs al Campo de Emond?
La Aes Sedai giró la cabeza y miró directamente al lugar donde se ocultaba Rand. A éste se le paralizó la respiración; los ojos de Moraine expresaban igual dureza que en el momento en que los había amenazado, y tenía la sensación de que podían penetrar el espeso ramaje del árbol. «Oh, Luz, ¿qué va a hacer si me atrapa escuchando a escondidas?»
Trató de retroceder, de confundirse con las sombras. Al tener la mirada fija en las mujeres, tropezó con una raíz y a punto estuvo de caer sobre un arbusto seco, el crujido de cuyas hojas lo habría delatado tan claramente como una detonación. Jadeante, se alejó a gatas, en un silencio que más debía a la suerte que a su propia cautela. El corazón le latía con tal fuerza que creyó que ello bastaría para llamar la atención. «¡Insensato! ¡Escuchar a hurtadillas a una Aes Sedai!»
Una vez en el campamento, logró tenderse sin hacer ruido. Al acostarse, Lan se movió, levantando la manta, pero volvió a aquietarse con un suspiro. Sólo había cambiado de postura. Rand dejó escapar una bocanada de aire en silencio.
Moraine apareció al poco rato entre la oscuridad y se detuvo en un punto desde el que era factible examinar las formas yacientes. La luz de la luna formaba una aureola en torno a su cabeza. Rand cerró los ojos y adoptó una respiración regular, pero al mismo tiempo aguzó el oído para percibir la proximidad de pasos. Nadie se acercó. En el momento en que volvió a abrir los párpados, la Aes Sedai se había ido.
Cuando por fin concilió el sueño, éste fue espasmódico, poblado de sudorosas pesadillas en las que todos los hombres del Campo de Emond decían ser el Dragón Renacido y todas las mujeres llevaban piedras azules en el pelo iguales a la de Moraine. Nunca más intentó escuchar las conversaciones privadas entre Egwene y Moraine.
El sexto día proseguían camino al mismo paso lento. El mortecino sol se deslizaba poco a poco hacia las copas de los árboles, mientras un grupo de finas nubes avanzaba a la deriva en dirección norte. El viento soplaba alto por el momento, y Rand se apartó la capa sobre los hombros, murmurando para sí. Se preguntaba si llegarían algún día a Baerlon. La distancia que habían cubierto desde el río era ya comparable a la que separaba el Embarcadero de Taren del Puente Blanco, pero Lan siempre respondía que se trataba de un viaje cono cuando le preguntaban, apenas digno de recibir el nombre de un viaje. Aquello lo hacía sentir del todo desorientado.
Lan apareció delante de ellos en la espesura, de regreso de una de sus incursiones, y después refrenó la marcha para cabalgar junto a Moraine, con la cabeza ladeada, próxima a la de ella.
Rand esbozó una mueca, pero no formuló ninguna pregunta, dado que Lan se negaba por completo a escuchar aquel tipo de cuestiones.
Únicamente Egwene pareció acusar el retorno de Lan, lo cual era muestra de hasta qué punto se habían habituado al laconismo de éste. La muchacha no hizo, sin embargo, ningún ademán de aproximarse. Por más que la Aes Sedai hubiera comenzado a actuar como si Egwene fuera la responsable de los jóvenes del Campo de Emond, aquello no le daba pie a escuchar los informes del Guardián. Perrin transportaba el arco de Mat, sumido en el taciturno silencio que parecía enseñorearse más de ellos a medida que se alejaban de Dos Ríos. El lento caminar de los caballos permitía a Mat practicar malabarismos con tres pequeñas piedras bajo la mirada atenta de Thom Merrilin. El juglar les había impartido lecciones cada noche, al igual que Lan.
Cuando Lan terminó de dar explicaciones a Moraine, ésta se volvió para observar al resto. Rand intentó no adoptar un aire tenso al sentir sus ojos posados en él. ¿Se habían detenido en él un instante más que sobre los otros? Tenía la inquietante sensación de que ella sabía quién era el que había estado escuchando en la oscuridad aquella noche.
—Eh, Rand —lo llamó Mat—. ¡Puedo manejar cuatro a la vez! —Rand gesticuló a modo de respuesta, sin volverse para mirar—. Ya te dije que conseguiría hacerlo con cuatro antes que tú. ¡Mira!
Habían coronado un altozano y a sus pies, a un escaso kilómetro de distancia entre los desnudos árboles y las crecientes sombras del atardecer, se extendía Baerlon. Rand permaneció boquiabierto, tratando de sonreír a un tiempo.
La ciudad estaba circundada por una larga muralla, de cinco metros de altura, con torres de vigilancia de madera dispuestas a lo largo del trazado. En su interior, los tejados de pizarra y teja brillaban con el sol poniente, y las chimeneas despedían penachos de humo que se erguían en el aire. No se veía ni un solo tejado de paja. Un ancho camino partía del lado este de la población y otro similar lo hacía por el oeste, cada uno de ellos transitado, como mínimo, por una docena de carromatos y una doble cantidad de carretas de bueyes que se dirigían hacia la empalizada. Había granjas esparcidas alrededor, más numerosas en el norte, mientras que al mediodía apenas interrumpían la espesura del bosque; pero, por lo que a Rand concernía, su existencia era algo insignificante. «¡Es mayor que el Campo de Emond, la Colina del Vigía y Deven Ride juntos! Y quizá también sumándoles el Embarcadero de Taren.»
—De modo que esto es una ciudad —musitó Mat, que estiraba la cabeza hacia adelante por encima del cuello de su caballo.
Perrin sólo acertaba a sacudir la cabeza.
—¿Cómo puede vivir tanta gente en un mismo sitio?
Egwene se limitaba a mirar.
Thom Merrilin miró de soslayo a Mat; después giró los ojos en las órbitas y se tiró del bigote.
—¡Una ciudad! —bufó con sorna.
—¿Y tú, Rand? —preguntó Moraine—. ¿Qué impresión te produce Baerlon a primera vista?
—Que está muy lejos de casa —repuso lentamente, lo que provocó una sonora carcajada de Mat.
—Todavía habrás de ir más lejos —le advirtió Moraine—. Mucho más lejos. Pero no existe otra alternativa, excepto huir y esconderos y huir y esconderos de nuevo durante el resto de vuestras vidas. Debes recordar esto, cuando sientas la dureza del viaje. No tienes otra alternativa.
Rand intercambió unas miradas furtivas con Mat y Perrin. Sus semblantes reflejaban los mismos pensamientos que lo asaltaban a él. ¿Cómo podía hablar como si no dispusieran de alternativas después de lo que había dicho? «La Aes Sedai elige por nosotros.»
Moraine hizo caso omiso de la evidente reacción provocada por sus palabras y prosiguió:
—Aquí comienza de nuevo el peligro. Vigilad lo que digáis entre estas murallas y, sobre todo, no hagáis mención de trollocs, Semihombres ni entes semejantes. Ni siquiera debéis dedicar un pensamiento al Oscuro. Algunos de los habitantes de Baerlon detestan más a las Aes Sedai que la propia gente del Campo de Emond, y existe la posibilidad de topar con Amigos Siniestros. —Egwene se quedó boquiabierta, Mat palideció y Perrin murmuró entre dientes, pero la Aes Sedai continuó impasible—. Hemos de llamar lo menos posible la atención.
Lan sustituyó su capa de cambiantes tonos verdes y grises por otra marrón, más común, aunque de elegante corte y tejido.
—Aquí no utilizaremos nuestros auténticos nombres —prosiguió Moraine—.En esta ciudad me conocen con el nombre de Alys y a Lan con el de Andra. Recordadlo. Bien, entremos antes de que caiga la noche. Los muros de Baerlon permanecen cerrados del crepúsculo al alba.
Lan tomó la delantera; descendieron la colina y atravesaron las florestas que los separaban de la muralla. El camino cruzaba media docena de granjas, aun cuando ninguna de ellas se hallaba pegada a él y ninguno de los labriegos que se afanaban en sus tareas rodeados de macizas cercas de madera, con puertas ya atrancadas pese a que aún lucía el sol.—pareció advertir a los viajeros.
El Guardián se acercó a la muralla y tiró de una cuerda que pendía de la entrada. Entonces sonó una campana del otro lado del muro. De pronto, asomó un rostro arrugado tocado con un gastado sombrero de tela, y observó con suspicacia desde los extremos superiores de las vigas, que se erguían hasta más de tres palmos por encima de sus cabezas.
—¿Qué representa esto, eh? El día está demasiado avanzado para abrir esta puerta. Es demasiado tarde, digo. Dad la vuelta por la puerta del Puente Blanco si queréis…
Al dar la yegua de Moraine unos pasos al frente y situarse en un lugar visible, las arrugas del hombre se hicieron aún más profundas y dibujaron una sonrisa. El anciano pareció vacilar entre tomar la palabra o correr a cumplir con su cometido.
—No sabía que fuerais vos, señora —dijo—. Aguardad. Ahora bajo. Esperad un momento. Ahora voy, ahora mismo.
La cabeza desapareció de su vista, pero Rand todavía podía escuchar los gritos amortiguados que les indicaban que permaneciesen ahí, que ya acudía. Con discordantes chirridos que denunciaban la falta de uso, la puerta derecha osciló lentamente hacia afuera y se detuvo cuando el espacio abierto era suficiente para dejar pasar un caballo. Entonces el portero asomó la cabeza en el entresijo, les dedicó una nueva sonrisa desdentada y les cedió entrada. Moraine avanzó detrás de Lan, seguida de Egwene.
Rand trotó en pos de Bela y se encontró en una estrecha calle flanqueada de altas vallas de madera y enormes almacenes sin ventanas, con sus imponentes puertas cerradas a cal y canto. Como Moraine y Lan ya habían desmontado y hablaban con el portero de rostro arrugado, Rand descendió también del caballo.
El hombrecillo, vestido con una capa y chaqueta llenas de remiendos, sostenía su maltrecho sombrero en una mano e inclinaba la cabeza en toda ocasión en que tomaba la palabra. Al observar a los acompañantes de Moraine, la sacudió con gesto reprobador.
—Campesinos del sur —aseveró con una mueca—. ¿Cómo es posible, señora Alys, que se os haya metido en la cabeza recoger a gente del campo, con el pelo cubierto de paja? —Entones escrutó con la mirada a Thom Merrilin—. Vos no sois un pastor de ovejas. Recuerdo haberos dejado salir días atrás. ¿No les han complacido vuestros trucos por ahí abajo, eh, juglar?
—Espero que hayáis olvidado que nos franqueasteis el paso también a nosotros, maese Avin —dijo Lan, al tiempo que ponía una moneda en la mano del hombre—. Y que suceda lo mismo en nuestro regreso.
—No es preciso, maese Andra. No es preciso. Ya me disteis dinero de sobra al salir. De sobra. —Aun así, Avin hizo desaparecer la pieza con tanta habilidad como si de un juglar se tratara—. No se lo he dicho a nadie, ni se lo voy a decir tampoco. Y en