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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 40
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la comida y el desayuno, pan, queso y carne seca, excepto aquellas noches en que tomaban té caliente para acompañarlo, en lugar de agua. Thom los entretenía al atardecer. Lan no le consentía tocar el arpa o la flauta —no había necesidad de alborotos, decía el Guardián—, pero Thom hacía malabarismos y contaba historias. Mara y los tres reyes traviesos o una de los cientos de relatos sobre Anla el sabio consejero o alguna narración cargada de gloria y hazañas, como La Gran Cacería del Cuerno, que contenía siempre un final feliz y un alborozado regreso al hogar.

Aun cuando la tierra estuviera apacible a su alrededor, los trollocs no hicieran aparición entre los árboles ni el Draghkar entre las nubes, Rand tenía la impresión de que ellos solos avivaban la tensión, en toda ocasión en que ésta parecía a punto de ceder.

Fue una mañana especial aquella en que Egwene se levantó y comenzó a destrenzarse el pelo. Rand la miraba por el rabillo del ojo mientras liaba la manta. Cada noche, cuando apagaban el fuego, todo el mundo se acostaba salvo Egwene y la Aes Sedai. Las dos mujeres siempre se alejaban del grupo y charlaban durante una o dos horas, para volver cuando el resto dormía. Egwene se peinaba los cabellos, en cien pasadas, según calculó Rand, mientras él ensillaba a Nube, atando las albardas y la manta detrás de la silla. Después dejó el peine, se ahuecó el pelo sobre los hombros y se subió la capucha de la capa.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó atónito. Ella lo miró de soslayo, sin responder. Aquélla era la primera vez, cayó en la cuenta, que le dirigía la palabra desde hacía dos días, desde la noche en que se cobijaron en la cueva de troncos a orillas del Taren, pero ello no le impidió proseguir—: Toda la vida has estado esperando poder llevar trenza ¿y ahora la dejas a un lado? ¿Por qué? ¿Porque ella no se trenza el pelo?

—Las Aes Sedai llevan el cabello suelto —repuso simplemente la muchacha—. Al menos, si así les place.

—Tú no eres una Aes Sedai. Tú eres Egwene al’Vere del Campo de Emond y a las mujeres del Círculo les daría un ataque si te vieran así.

—Los asuntos del Círculo de mujeres no te conciernen a ti, Rand al’Thor. Y yo seré una Aes Sedai en cuanto llegue a Tar Valon.

—¿En cuanto llegues a Tar Valon? —respondió con un bufido—¿Por qué? En nombre de la Luz, contesta. Tú no eres un Amigo Siniestro.

—¿Crees que Moraine Sedai es un Amigo Siniestro? ¿De veras lo crees? —Se puso en guardia delante de Rand con los puños apretados y él casi pensó que iba a propinarle un puñetazo—. ¿Después de que fue ella quien salvó al pueblo? ¿Después de haberle salvado la vida a tu padre?

—Yo no sé lo que es, pero, sea lo que sea, eso no demuestra cómo son los demás. Las historias…

—¡Deja de ser un niño de una vez, Rand! Olvida los cuentos y abre tus ojos.

—¡Con estos ojos he visto cómo hundía la barcaza! ¡A ver si eres capaz de negarlo! Cuando se te mete algo en la cabeza, no darías ni un paso aunque alguien te dijera que pretendes estar de pie encima del agua. Si no fueras tan estúpidamente obcecada, verías…

—¿Que yo soy una estúpida? ¡Pues deja que te diga un par de cosas, Rand al’Thor! ¡Eres el más cabezota, el más cabeza de chorlito…!

—¿Acaso os habéis propuesto despertar a toda la gente en diez kilómetros a la redonda, vosotros dos? —inquirió el Guardián.

Plantado allí con la boca abierta, tratando de meter baza, Rand cayó de pronto en la cuenta de que había gritado. Ambos habían hablado a voz en grito. Ruborizada hasta las cejas, Egwene se volvió murmurando un «Hombres», que parecía dirigido tanto a él como Lan.

Rand recorrió el campamento con la mirada. Todos tenían la vista centrada en él; Mat y Perrin, con semblantes pálidos; Thom, tenso como si estuviera a punto de echar a correr o iniciar una pelea, y Moraine… El rostro de la Aes Sedai era inexpresivo como una máscara, pero sus ojos parecían penetrar su cerebro. Desesperadamente, trató de rememorar lo que había dicho sobre la Aes Sedai y los Amigos Siniestros.

—Es hora de partir —indicó Moraine, volviéndose hacia Aldieb.

Rand se estremeció aliviado, como si lo hubieran dejado salir de una jaula.

Un instante después se preguntaba si realmente lo habían dejado salir.

Dos noches más tarde, junto al rescoldo del fuego, Mat lamió los últimos pedazos de queso prendidos a sus dedos y dijo:

—¿Sabes? Me parece que de veras les hemos dado el esquinazo.

Lan se hallaba ausente, realizando una última ronda de inspección por los alrededores; Moraine y Egwene se habían alejado para mantener su conversación diaria y Thom dormitaba sobre su pipa. De modo que los muchachos se encontraban a sus anchas.

—Si nos hemos librado de ellos —respondió Perrin, mientras revolvía ociosamente las brasas con un palo—, ¿por qué Lan continúa su vigilancia?

Casi dormido, Rand rodó sobre el suelo y quedó de espaldas al fuego.

—Perdieron nuestro rastro en el embarcadero de Taren. —Mat estaba tumbado con los dedos entrelazados bajo la cabeza, contemplando el cielo estrellado—. Suponiendo que de verdad nos persiguieran.

—¿Crees que ese Draghkar iba detrás de nosotros simplemente porque le caímos en gracia? —preguntó con sorna Perrin.

—Lo que yo digo es que dejemos de preocuparnos por los trollocs y cosas así —prosiguió Mat, como si Perrin no hubiera hablado—y comencemos a pensar en ver mundo. Estamos viajando hacia los mismos sitios de donde provienen las historias. ¿Cómo te imaginas que será una ciudad de verdad?

—Iremos a Baerlon —dijo, adormilado, Rand.

—Baerlon no está mal —replicó con un resoplido Mat—, pero yo he visto ese viejo mapa que tiene maese al’Vere. Si giramos hacia el sur una vez llegados a Caemlyn, el camino lleva directamente a Illian, y más lejos aún.

—¿Y qué tiene de especial Illian? —inquirió Perrin, con un bostezo.

—Pues en primer lugar —repuso Mat—, Illian no está lleno de Aes Se…

Ante aquella brusca pausa, Rand se desperezó de inmediato. Moraine había regresado de modo imprevisto. Aunque Egwene estaba a su lado, de pie en el borde del círculo iluminado, era sobre la Aes Sedai donde concentraban su atención. Los ojos de Moraine reflejaban la luz como oscuras piedras pulidas. Rand se preguntó de improviso cuánto rato hacía que se hallaba ahí.

—Los chavales sólo estaban… —comenzó a decir Thom, pero Moraine lo interrumpió.

—Unos pocos días de respiro, y estáis dispuestos a claudicar. —Su voz tranquila y acompasada contrastaba fuertemente con el fulgor de sus ojos—. Un día o dos de calma, y ya habéis olvidado la Noche de Invierno.

—No lo hemos olvidado —protestó Perrin—. Sólo que…

La Aes Sedai lo interrumpió y continuó hablando con el mismo tono pausado.

—¿Es ésa una actitud que todos compartís? ¿Estáis todos ansiosos por marcharos a Illian y borrar de vuestra memoria a los trollocs, los Semihombres y Draghkar? —Los escrutó con un pétreo destello en la mirada que, combinado con el tono relajado de su voz, inquietaba sobremanera a Rand; pero no les dejó ocasión de responder—. El Oscuro va en pos de vosotros tres, o de uno de vosotros, y, si permito que os vayáis donde os plazca, caeréis en sus manos. Me opongo a que se cumpla cualquier designio del Oscuro y por ello os digo que, antes de que el Oscuro os atrape, os destruiré yo misma.

Fue el tono inalterable de su voz lo que convenció a Rand: la Aes Sedai haría exactamente lo que decía, si lo consideraba necesario. No fue él el único a quien costó conciliar el sueño aquella noche; incluso el juglar no comenzó a roncar hasta mucho después de haberse apagado las últimas brasas. Por una vez, Moraine no se ofreció a prestar ayuda.

Aquellas charlas nocturnas entre Egwene y la Aes Sedai tenían sobre ascuas a Rand. Cada vez que desaparecían en la penumbra, apartándose de los demás en busca de intimidad, comenzaba a cavilar acerca de la naturaleza y el contenido de aquellas entrevistas. ¿Qué estaba haciéndole la Aes Sedai a Egwene?

Una noche, aguardó a que los otros se hubieran acostado y, cuando Thom roncaba como una sierra que cortara una nudosa encina, se escabulló, envuelto en una manta. Utilizando todas las dosis de sigilo que había aprendido cazando conejos, avanzó bajo las sombras hasta agazaparse junto a la base de un alto pino de espeso follaje, lo bastante próximo al tronco caído en el que estaban sentadas Moraine y Egwene, a la luz de una pequeña linterna.

—Pregunta —decía Moraine— y te responderé si puedo hacerlo. Debes comprender que hay muchas cosas para las que no estás preparada todavía, conceptos que no puedes captar hasta que no hayas aprehendido otros, los cuales requieren a su vez un aprendizaje previo. De cualquier modo, puedes preguntar lo que quieras.

—Los Cinco Poderes —apuntó Egwene lentamente—: tierra, viento, fuego, agua y energía. No me parece correcto que los hombres controlen los más fuertes al poder manejar la tierra y el fuego. ¿Por qué han de poseer ellos los poderes más contundentes?

—¿De veras lo crees así, pequeña? —repuso Moraine con una carcajada—. ¿Existe alguna roca cuya dureza no puedan vencer el viento y el agua, un fuego tan vigoroso que el agua y el viento no sean capaces de apagar?

Egwene guardó silencio durante unos instantes, hurgando con la punta del pie el mantillo del bosque.

—¿Ellos…, ellos fueron quienes…, quienes intentaron liberar al Oscuro y a los Renegados, no es cierto? ¿Fueron los hombres Aes Sedai? —Respiró profundamente y siguió hablando atropelladamente—. Las mujeres no tuvieron nada que ver con eso; fueron los hombres quienes enloquecieron y desmembraron el mundo, ¿no es así?

—Tienes miedo —comentó sin miramientos la Aes Sedai—. Si te hubieras quedado en el Campo de Emond, te habrías convertido en Zahorí, llegado el momento. Ésos eran los planes de Nynaeve, si no me equivoco. O habrías ocupado un puesto en el Círculo de mujeres y resuelto los asuntos del pueblo mientras el Consejo del Pueblo creía que eran ellos los que los hacían. Sin embargo, hiciste lo inimaginable: abandonaste el Campo de Emond, abandonaste Dos Ríos, en busca de aventuras. Querías hacerlo y al tiempo te sientes atemorizada por ello.

Y estás rehusando con obstinación dejar que el miedo te doblegue. De lo contrario, no me habrías preguntado cómo se deviene Aes Sedai, ni tampoco habrías arrojado por la borda tus hábitos y prejuicios.

—No —protestó Egwene—. No tengo miedo. Quiero ser una Aes Sedai.

—Sería mejor para ti que hubieras abrigado temores, pero confío en que mantengas esa convicción. Pocas mujeres poseen hoy en día la capacidad de convertirse en iniciadas y menos aún que deseen hacerlo. —Parecía que Moraine había comenzado a musitar para sí—. En verdad, no dos en un mismo pueblo. La antigua sangre corre efectivamente con fuerza en Dos Ríos.

Rand se revolvió en las sombras, y una ramita crujió bajo sus pies. Permaneció completamente inmóvil, sudando y conteniendo el aliento, pero ninguna de las dos mujeres volvió la vista.

—¿Dos? —se asombró Egwene—. ¿Quién es la otra? ¿Es Kari? ¿Kari Thane? ¿Lara Ayellan?

Moraine chasqueó con exasperación la lengua y luego dijo con severidad:

—Debes olvidar lo que acabo de decir. Me temo que ella seguirá otro camino. Ocúpate de tus propias circunstancias. No es una vía fácil la que has elegido.

—No me echaré atrás —afirmó Egwene.

—Que sea lo que la Luz quiera. Aun así, todavía esperas recibir pruebas tranquilizadoras y yo no puedo ofrecértelas,

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