y a Rand como si los viera por primera vez. Las planchas de cubierta crujían bajo los pies de los obreros y la sacudida de alguna herradura. El barquero se sobresaltó bruscamente al advertir que ellos lo miraban a su vez y, con un respingo, se volvió deprisa otra vez para avizorar la otra orilla, o lo que quiera que fuese que buscaban sus ojos entre la bruma.
—No digas nada más —aconsejó Lan, en voz tan baja que Rand apenas lo entendió—. Son éstos malos tiempos para hablar de trollocs, de Amigos Siniestros o del Padre de las Mentiras en presencia de desconocidos. Una mención de este cariz puede atraer males peores que el Colmillo del Dragón grabado en la propia puerta.
Rand no sentía deseos de inquirir nada más. La melancolía se adueñó de él con mayor fuerza que antes. ¡Amigos Siniestros! Como si no fuera bastante congoja el acecho de Fados, trollocs y Draghkar. Al menos, los trollocs eran distinguibles a simple vista.
De pronto, unas masas proyectaron su sombra borrosa ante ellos. El trasbordador topó con la otra ribera y los trabajadores se apresuraron a amarrarlo e hicieron descender la rampa, que chocó con un ruido sordo. Entre tanto, Mat y Perrin anunciaban a voz en grito que el Taren no era ni la mitad de ancho de lo que decían. Lan condujo su semental al muelle, seguido de Moraine y los demás. Cuando Rand, el último, comenzó a caminar detrás de Bela, maese Alta Torre gritó con furia:
—¡Un momento! ¡Un momento! ¿Dónde está mi oro?
—Os lo pagaremos. —La voz de Moraine provenía de un punto impreciso envuelto en la niebla—. Y una pieza de plata para cada uno de vuestros hombres —añadió la Aes Sedai—, por haber cruzado tan deprisa.
El barquero titubeó, con la cabeza tendida hacia adelante, como si oliese el peligro, pero a la mención de la plata sus ayudantes se irguieron de inmediato. Aunque algunos se detuvieron a coger una antorcha, todos se abalanzaron sin excepción hacia la pasarela sin que Alta Torre tuviera tiempo para expresar cualquier objeción. Con una mueca agria, el propietario caminó tras la tripulación.
Las herraduras de Nube golpeaban con un ruido sordo el embarcadero. La bruma gris era tan densa allí como en la otra ribera. Al pie de la avanzadilla, el Guardián repartía las monedas, circundado por las teas encendidas de Alta Torre y sus empleados. Los demás, excepto Moraine, aguardaban más allá, arracimados a causa de la ansiedad. La Aes Sedai contemplaba el río, aun cuando lo que en él veía no era patente a los ojos de Rand. Con un estremecimiento, éste se arrebujó en la capa, a pesar de la humedad que la impregnaba. Ahora se encontraba verdaderamente fuera de Dos Ríos y la distancia que lo separaba de su región parecía mayor que la amplitud del cauce.
—Tomad —dijo Lan, dando la última moneda a Alta Torre—. Tal como hemos acordado. Cómo no cerraba la bolsa, el barquero dirigió una ávida miraba a su interior.
Con un estrepitoso crujido, el suelo del andén empezó a temblar. Alta Torre dio un respingo y volvió la cabeza hacia la barcaza cubierta de bruma. Las antorchas que permanecían a bordo eran un par de borrosos puntos de luz mortecina. El muelle crujió y, con un estruendoso estallido de madera partida, los dos leves centelleos vacilaron y luego volvieron a definir su fulgor. Egwene exhaló un grito inarticulado y Thom soltó una maldición.
—¡Se ha soltado! —vociferó Alta Torre, agarrando a sus ayudantes para empujarlos hacia el borde del embarcadero—¡El trasbordador se ha soltado, ineptos! ¡Amarradlo! ¡Amarradlo!
Los hombres avanzaron unos pasos ante los empellones de su patrón, y se pararon de inmediato. Las tenues luces de la barcaza giraban aprisa, a una velocidad creciente. Sobre sus cabezas, la niebla se agitaba en torbellino, englutida por la vorágine. El embarcadero oscilaba. El crujir de madera astillada dominó el aire mientras la embarcación comenzaba a quebrarse.
—¡Un remolino! —exclamó uno de los trabajadores, con tono empavorecido.
—No hay remolinos en el Taren. —Alta Torre parecía consternado—. Nunca ha habido ninguno…
—Un malhadado incidente. —La voz de Moraine sonaba hueca en la neblina que la convertía en una sombra mientras volvía su rostro de la corriente.
—Realmente desafortunado —convino inexpresivo Lan—. Me temo que deberá pasar una temporada antes de que atraveséis el río con nuevos clientes. Siento que hayáis perdido vuestra barca al hacernos este servicio. —Hurgó nuevamente en la bolsa, que aún tenía en la mano—. Esto os recompensará.
Alta Torre observó unos instantes el oro, que relucía en la mano de Lan a la luz de la antorcha; después hundió la cabeza entre los hombros, clavando la mirada en todos los pasajeros. Indistintos bajo la bruma, los componentes del grupo permanecieron en silencio. Con un grito de terror, el barquero arrebató el dinero de la mano de Lan, giró sobre sí y echó a correr entre las tinieblas. Sus ayudantes siguieron a la zaga y sus antorchas pronto se perdieron en su carrera río arriba.
—Ya no hay nada que nos retenga aquí —dijo la Aes Sedai, como si nada extraordinario hubiera acontecido.
Después se alejó del muelle, llevando del ronzal a su yegua blanca.
Rand continuó observando la corriente oculta. «Puede que haya sido un azar. Él ha dicho que no hay remolinos, pero…» De pronto, advirtió que los otros se habían marchado y remontó apresuradamente la suave pendiente de la orilla.
Tres pasos más allá, la niebla se desvaneció por completo. Se detuvo, estupefacto, y volvió la cabeza. El río hacía las veces de una línea divisoria, sobre uno de cuyos márgenes se abatía una espesa neblina mientras en el otro relucía un cielo despejado, todavía oscuro, a pesar de la intensidad de la luna que auguraba la proximidad del alba.
El guardián y la Aes Sedai conversaban junto a sus caballos a corta distancia de la frontera de la niebla. Los demás se encontraban apiñados más allá; aún en la penumbra, su nerviosismo era patente. Todos los ojos estaban clavados en Lan y Moraine y, a excepción de Egwene, todos se inclinaban hacia atrás, como si se hallaran en la disyuntiva de perder a la pareja o de aproximarse demasiado. Rand trotó a zancadas para situarse junto a Egwene y ésta le ofreció una sonrisa. No parecía que el brillo de sus ojos se debiera únicamente al reflejo de la luna.
—Sigue el curso del río como si estuviera trazada con una pluma —decía Moraine con tono satisfecho—. No existen diez mujeres en Tar Valon que puedan hacerlo por sí mismas. Y mucho menos cabalgando al galope.
—No querría que lo interpretarais como una queja —intervino Thom, con insólita timidez en él—, pero ¿no habría sido mejor resguardarnos hasta llegar un poco más lejos? Si ese Draghkar escudriña este lado del río, perderemos cuanto hemos ganado.
—Los Draghkar no son muy inteligentes, maese Merrilin —respondió con sequedad la Aes Sedai—. Son temibles y en extremo peligrosos y tienen una vista penetrante, pero escaso discernimiento. Le dirá al Myrddraal que esta orilla está despejada, pero el propio cauce está encapotado durante kilómetros en ambos sentidos. El Myrddraal sabrá el esfuerzo suplementario que ello me ha costado y deberá considerar la posibilidad de que escapamos río abajo. Eso le hará perder tiempo, ya que habrá de dividir sus esfuerzos. La niebla persistirá lo suficiente como para que nunca llegue a saber si hemos navegado un trecho en barca. Hubiera podido ampliar las brumas hacia Baerlon, pero en ese caso el Draghkar habría podido escrutar el río en cuestión de horas y el Myrddraal sabría con exactitud qué rumbo hemos tomado.
Thom emitió una ruidosa bocanada, sacudiendo la cabeza.
—Disculpad, Aes Sedai. Espero no haberos ofendido.
—Ah, Mo… ah, Aes Sedai. —Mat se detuvo para tragar saliva audiblemente—. El trasbordador… ah…, habéis…, quiero decir… No comprendo por qué… —Sus palabras se apagaron débilmente, dando paso a un silencio tan profundo que el único sonido percibido por Rand era su propia respiración.
Finalmente Moraine habló y su voz pobló de aridez la tensa quietud.
—Todos queréis explicaciones, pero, si os refiriera el motivo de cada uno de mis actos, no tendría tiempo para hacer nada más. —A la luz de la luna, la Aes Sedai aparecía extrañamente más alta, casi proyectando su silueta sobre ellos—. Os diré una cosa: es mi intención llevaros sanos y salvos hasta Tar Valon. Esto es lo único que debéis saber.
—Si continuamos aquí parados —observó Lan—, el Draghkar no tendrá necesidad de buscar en el río. Si mal no recuerdo… —Hizo subir al caballo la cuesta de la ribera.
Como si el movimiento del Guardián lo hubiese liberado de un peso en el pecho, Rand inspiró profundamente. Al oír que los demás, incluso Thom, hacían lo mismo, recordó un viejo dicho: «Mejor escupir a un lobo en el ojo que inducir a una Aes Sedai a enojo». Con todo, la tensión se había relajado. Moraine ya no proyectaba una estatura extraordinaria, y otra vez apenas le llegaba al pecho.
—Supongo que no podríamos descansar un poco —dijo esperanzado Perrin, y remató sus palabras con un bostezo.
Egwene, apoyada contra Bela, suspiró fatigada.
Aquél fue el primer sonido remotamente semejante a una queja que Rand escuchó de sus labios. «Quizás ahora se dé cuenta de que, después de todo, esto no es una maravillosa aventura.» Entonces recordó con sensación de culpa que, a diferencia de él, la muchacha no había pasado el día durmiendo.
—Necesitamos reposo, Moraine Sedai —apuntó—. No en vano hemos cabalgado toda la noche.
—En ese caso sugiero que veamos lo que nos ha preparado Lan —repuso Moraine—. Venid.
Los guió por la pendiente, hacia los bosques que se extendían más allá del margen. Las ramas desnudas intensificaban las sombras. A unos cien pasos del Taren llegaron a un oscuro montículo situado junto a un claro. En aquel punto, una remota crecida había socavado y derribado todo un bosquecillo de árboles, amontonándolos hasta formar una gran maraña espesa, un amasijo compacto de troncos, ramas y raíces. Al detenerse Moraine, apareció de súbito una luz en el suelo, procedente de debajo de la masa arbórea.
Con una antorcha en alto, Lan se deslizó afuera de la protuberancia y se enderezó.
—No ha venido ningún visitante inesperado —informó a Moraine—. Y la leña que dejé todavía está seca, de modo que he encendido una pequeña hoguera. Así descansaremos en un ambiente caldeado.
—¿Habíais previsto que efectuaríamos una parada aquí? —preguntó, sorprendida, Egwene.
—Parecía un lugar agradable —repuso Lan—. Me gusta ir prevenido, por si acaso.
Moraine tomó la tea de su mano.
—¿Os ocuparéis de los caballos? Cuando acabéis, haré lo posible por mitigar vuestra fatiga. Ahora deseo hablar con Egwene. ¿Vienes?
Rand vio cómo las dos mujeres se encorvaban y desaparecían bajo la gran pila de troncos. Tenía una boca muy baja, apenas lo bastante grande para entrar arrastrado. La luz de la antorcha se desvaneció.
Lan había incluido morrales y una pequeña cantidad de avena entre las provisiones, pero no los dejó desensillar los caballos, sacando en su lugar las trabas que había incorporado también a su equipaje.
—Descansarían mejor sin las sillas, pero, si hemos de marcharnos de forma apresurada, no tendríamos tiempo para volver a ponérselas.
—No tienen aspecto de precisar gran reposo —comentó Perrin mientras intentaba deslizar un morral sobre el hocico de su montura.
El caballo sacudió la cabeza antes de permitirle situar correctamente las correas. Rand también tenía dificultades con Nube y hubo de realizar tres intentos para pasar la bolsa de lona por encima del morro del rucio.
—Sí lo precisan —les dijo Lan, al tiempo que