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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 34
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y sombras en el suelo. Sombras que podían enmascarar un ejército.

Ahora que el rucio había quedado en libertad de correr, se precipitaba en la noche como un fantasma, siguiendo sin esfuerzo al veloz ejemplar de Lan. Y Nube quería correr aún más, quería dar alcance al semental negro, porfiaba por darle alcance. Rand debía sostener con firmeza las riendas para contenerlo. Nube forcejeaba contra aquel freno, como si pensara que aquello era una carrera en la que había de competir a cada paso. Rand se asía a la silla y a la brida con todos los músculos tensados, confiando fervientemente en que su montura no detectase su inquietud. Si el animal percibía alguna inseguridad en él, perdería el control que, aunque precario, ejercía sobre él.

Pegado al cuello de Nube, Rand observaba con preocupación a Bela y a su jinete. Cuando había dicho que la pelambrosa yegua podía mantener el ritmo, el galope continuado no entraba dentro de sus expectativas. Ahora mantenía su posición a costa de correr de un modo del que él no la hubiera creído capaz. Lan no quería que Egwene fuera con ellos. ¿Aminoraría la marcha si Bela comenzaba a flaquear? ¿O trataría tal vez de dejarla atrás? La Aes Sedai y el Guardián conferían cierta importancia a él y a sus amigos, pero, pese a las sentencias de Moraine sobre lo escrito en el Entramado, no creía que Egwene tuviera el mismo valor para ellos.

Si Bela se doblegaba, él también se quedaría atrás, en contra de lo que la Aes Sedai o el Guardián tuvieran que objetar. Atrás, donde acechaban el Fado y los trollocs; atrás, donde se encontraba el Draghkar. Apasionadamente, con toda la fuerza de la desesperación, gritó a Bela que corriera como el viento, tratando calladamente de infundirle energías. «¡Corre!» La piel le hormigueaba y sentía los huesos helados, como si estuvieran a punto de quebrarse. «¡La Luz te sostenga, corre!»

Prosiguieron hacia el norte, en su pugna contra el tiempo, que se desvanecía en un concepto borroso. De vez en cuando, las luces de las granjas relucían en la noche por un instante para desaparecer con más rapidez que una alucinación. El reto agudo del ladrido de los perros se desvanecía velozmente a sus espaldas o se cortaba de improviso, al creer los canes que los habían ahuyentado. Corrían entre la oscuridad, mitigada tan sólo por la pálida luz lunar, una oscuridad en la que las siluetas de los árboles junto al camino se advertían sin previo aviso para esfumarse un segundo después. Las tinieblas se sucedían a su alrededor y sólo el solitario grito de las aves nocturnas, desolado y luctuoso, rompía el monótono choque de las herraduras sobre la tierra.

Lan aminoró de golpe la marcha y luego hizo detener la comitiva. Rand no sabía a ciencia cierta durante cuánto tiempo habían galopando, pero sentía un leve dolor en las piernas de tanto aferrarse a la silla. Más adelante, en la penumbra, relucían chispas luminosas, como ni hubiese una procesión de luciérnagas en algún punto de la arboleda.

Rand frunció el entrecejo al advertir, con estupor, las luces y después abrió de pronto los labios a causa de la sorpresa. Las luciérnagas eran ventanas, las ventanas de las casas que cubrían las laderas y la cima de una colina. Era la Colina del Vigía. Apenas podía creer que se encontrasen tan lejos. Probablemente habían viajado a la velocidad más elevada con que se había recorrido nunca aquel trecho. Rand y Thom desmontaron, siguiendo el ejemplo de Lan. Nube permanecía con la cabeza gacha y los flancos palpitantes. El sudor, casi imperceptible en los humeantes costados, empapaba el cuello y las espaldas del rucio. Rand pensó que Nube ya no podría llevar a nadie sobre su lomo aquella noche.

—Por más deseos que tenga de dejar atrás estos pueblos —anunció Thom—, un descanso de unas horas no sería descabellado. Hemos tomado bastante delantera, sin duda, para poder permitírnoslo.

Rand se estiró, apretándose la espalda con los nudillos.

—Si vamos a pasar el resto de la noche en la Colina del Vigía, tanto da continuar hasta allí.

Una vagabunda ráfaga de viento trajo consigo un fragmento de canción del pueblo y olores a comida que le hacían la boca agua. Todavía estaban celebrando festejos en la Colina del Vigía. Allí no habían irrumpido los trollocs para enturbiar el Bel Tine. Rand miró a Egwene. Estaba inclinada sobre Bela, desplomada de cansancio. Los otros descendían de sus monturas, con profusión de suspiros y desentumecimientos de músculos doloridos. El Guardián y la Aes Sedai eran los únicos que no daban muestras de fatiga.

—No me vendrían mal unas canciones —dijo cansinamente Mat—. Y a lo mejor un arrollado de cordero bien caliente en el jabalí Blanco. —Tras una pausa, añadió—: Nunca he ido más lejos de la Colina del Vigía. El jabalí Blanco no es ni la mitad de bueno que la Posada del Manantial.

—El jabalí Blanco no es tan malo —intervino Perrin—. Yo también me tomaré un arrollado de cordero, y varias tazas de té caliente para quitarme el frío de los huesos.

—No podemos detenernos hasta no haber cruzado el Taren —dijo con sequedad Lan—. No por espacio de más de unos minutos.

—Pero los caballos —arguyó Rand—van a caer reventados si los forzamos a correr más esta noche. Moraine Sedai, seguro que vos…

La había percibido vagamente, moviéndose entre los caballos, sin prestar realmente atención a lo que hacía. Entonces pasó rozándolo y posó sus manos sobre Nube. Rand guardó silencio. El rucio agitó de súbito la cabeza, casi a punto de tirar de las riendas que retenía Rand en las manos. El animal caracoleó, tan inquieto como si hubiera permanecido una semana encerrado en el establo. Sin pronunciar palabra alguna, Moraine se acercó a Bela.

—No sabía que pudiera hacer eso —musitó Rand al oído de Lan, con las mejillas encendidas.

—Al menos tú debieras haberlo sospechado —replicó el Guardián—. Ya viste lo que hizo con tu padre. Ella se encargará de hacer desaparecer el cansancio, primero el de los caballos y después el vuestro.

—El nuestro. ¿A vos no?

—A mí no, pastor. No lo necesito, todavía no. Y tampoco ella. Lo que puede hacer por los demás, no es capaz de hacerlo para sí misma. Sólo uno de nosotros cabalgará presionado por la fatiga. Mejor será confiar en que no quede demasiado exhausta antes de que lleguemos a Tar Valon.

—¿Demasiado exhausta para qué? —preguntó Rand al Guardián.

—Estabas en lo cierto respecto a Bela —dijo Moraine, de pie junto a la yegua—. Es fuerte y posee el mismo grado de testarudez que la gente de Dos Ríos. Aunque parezca extraño, tal vez sea la que mejor ha resistido la carrera.

Un alarido desgarró la oscuridad, un sonido semejante al grito de agonía de un hombre acuchillado, al tiempo que unas alas se abatían sobre el grupo. Los caballos se encabritaron y relincharon presas del pánico.

El aire producido por el batir de las alas del Draghkar le dio a Rand igual sensación que el contacto del fango, como si se hubiera sumido en la malsana lobreguez de una pesadilla. No tuvo tiempo para ganar conciencia del miedo, pues Nube se enderezó con un relincho y se revolvió frenético como si quisiera zafarse de algo. Colgado de las riendas, Rand perdió pie y se vio arrastrado por el suelo, mientras el gran rucio bramaba como si los lobos le abrieran a dentelladas los jarretes.

De algún modo logró mantener aferrado el ronzal y, apoyándose en la mano libre y en las piernas, se incorporó y comenzó a andar con pasos bruscos y vacilantes para prevenir ser arrastrado de nuevo. Su respiración era un jadeo entrecortado y desesperado. No podía dejar escapar a Nube. Alzó una mano frenética, que cerró en la brida. Nube se encabritó, izándolo en el aire; Rand quedó suspendido, indefenso, aguardando contra toda expectativa a que el caballo se apaciguase.

El impacto sobre el suelo le hizo chirriar los dientes; sin embargo, el rucio se paró de improviso, con el hocico palpitante, los ojos danzando en círculo y las piernas rígidas y temblorosas. Rand también temblaba, pero ya no pendía de la brida. «El susto lo habrá enloquecido», pensó. Inspiró espasmódicamente, tres o cuatro veces, y sólo entonces estuvo en condiciones de mirar a su alrededor y ver lo que había sucedido a los demás.

El caos reinaba en todo el grupo. Agarraban las riendas para contener respingos, trataban en vano de calmar los empavorecidos caballos, que taraban de ellos en un amasijo de correas y cuerpos. Únicamente dos de ellos parecían no tener problemas con sus monturas. Moraine se hallaba sentada sobre su yegua blanca, la cual se hacía delicadamente a un lado para alejarse de la confusión como si no ocurriese nada fuera de lo habitual. De pie, Lan escrutaba el cielo, con la espada en una mano y las riendas en la otra, mientras el esbelto semental negro permanecía impasible a su lado.

Los sonidos de alborozo procedentes de la Colina del Vigía habían enmudecido. La gente del pueblo debía de haber oído también el grito. Rand estaba seguro de que escucharían durante un rato y tal vez buscarían su origen, pero que al poco retomarían la jovialidad. Pronto olvidarían el incidente, enterrando su memoria con canciones, comida, danzas y diversión. Quizás al tener noticias de lo acaecido en el Campo de Emond algunos lo recordarían, preguntándose qué relación podía tener con aquello. Un violín dejó oír sus notas y, tras un momento, una flauta se unió a él; el pueblo reemprendía los festejos.

—¡Montad! —ordenó con sequedad Lan, antes de envainar la espada y saltar sobre el semental—. El Draghkar no habría evidenciado su presencia sin haber informado antes al Myrddraal de nuestros movimientos. —Otro estridente graznado llegó a sus oídos desde las alturas, más quedo esta vez, pero no menos siniestro. La música se interrumpió una vez más en la Colina del Vigía—. Ahora está rastreándonos e indica nuestra posición al Semihombre. No debe de estar muy lejos.

Los caballos, con renovado vigor y asustados, caracoleaban en su intento de zafarse de quienes querían montarlos. Profiriendo maldiciones, Thom Merrilin fue el primero en subir a lomos de su montura, pero los otros no tardaron en conseguirlo también. Todos menos uno.

—¡Corre, Rand! —gritaba Egwene. El Draghkar dejó oír de nuevo su agudo alarido y Bela avanzó unos pasos antes de que ella pudiera refrenarla—. ¡Corre!

Con un sobresalto, Rand advirtió que en lugar de tratar de montar había permanecido inmóvil, escrutando el cielo en un vano intento de localizar el origen de aquellos espantosos chillidos. Y, lo que era más, con igual inconsciencia había desenfundado la espada de Tam como si quisiera esgrimirla contra la alada criatura.

Su rostro se tañó de rubor. Agradeció la oscuridad de la noche que lo encubría. Con una mano ocupada en las riendas, envainó con torpeza la hoja mientras dirigía una rápida mirada a los demás. Moraine, Lan y Egwene tenían los ojos fijos en él, aun cuando no acertaba a valorar cuánto podían distinguir a la luz de la luna. Los otros parecían demasiado absortos en mantener el control de sus monturas para dedicarle cualquier tipo de atención. Puso una mano en la perilla y alcanzó la silla de un salto, como si lo hubiera hecho de manera semejante durante toda su vida. Si alguno de sus amigos había advertido la espada, sin duda lo traerían a colación más tarde. Ya tendría entonces tiempo para preocuparse de ello.

Tan pronto como hubo

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