olas, que rompían contra el acantilado emplazado a sus pies, pero con lentitud mayor que la del oleaje de los océanos. Retazos de neblina se encendían de rojo por espacio de un instante, como si se alzasen grandes llamas debajo de ellos, y después retornaban a la calma. Los truenos rugían en los abismos del valle y los relámpagos crepitaban bajo la capa gris, elevándose en ocasiones hasta el cielo.
No era el valle en sí lo que le arrebataba las energías y henchía de desesperanza el espacio inhabitado. Del centro de los furiosos vapores brotó una montaña, una montaña más alta que cualquiera de las que había contemplado en las Montañas de la Niebla, una montaña igual de negra que la pérdida de toda confianza. En aquella arrasada aguja de piedra, similar a una daga que horadara la bóveda celeste, se encontraba el origen de su desolación. Nunca antes la había visto, pero la conocía. Su recuerdo se deshizo como el azogue al tocarlo, pero la memoria permanecía allí. Sabía que estaba allí.
Invisibles dedos lo rozaban, tiraban de sus brazos y pies, intentando atraerlo hacia la montaña. Su cuerpo se crispó, dispuesto a obedecer. Las extremidades adquirieron una rigidez tal que pensó que podría perforar una piedra con los dedos de manos y pies. Fantasmagóricos hilos se entretejían en torno a su corazón y lo empujaban, lo incitaban a ir hacia el insólito peñasco. Se desmoronó en el suelo; las lágrimas manaban de sus ojos. Sentía cómo menguaba su voluntad al igual que se escapa el agua de un cubo agujereado. Sólo había de transcurrir un rato para que siguiera aquella llamada, obediente como una marioneta a aquellos designios ajenos. Descubrió de golpe otra emoción: la ira. ¿Cómo osaban presionarlo, arrastrarlo? ¿Acaso era él un cordero que había que llevar al aprisco? La cólera se concentró en un nudo de dureza y se aferró a él como lo habría hecho con una balsa en medio de un turbulento río.
«Sírveme», susurró una voz en el silencio de su mente. Una voz familiar. Si escuchaba con suficiente atención, estaba seguro de que la reconocería. «Sírveme.» Sacudió la cabeza, procurando apartarla de su pensamiento. «¡Sírveme!» Alzó un puño amenazador en dirección a la lúgubre montaña.
—¡Que la Luz te consuma, Shai’tan!
De súbito, el olor a muerte se adueñó del entorno. Una figura se proyectaba sobre él, cubierta con una capa del color de la sangre coagulada, una figura cuyo rostro… No quería ver la cara que se inclinaba hacia él. No quería pensar en aquella cara. El dolor que le producía su sola noción convertía su cerebro en un brasero ardiente. Una mano se aproximó a él. Sin cuidar si lo engulliría el abismo, se arrojó a un lado. Debía marcharse, irse muy lejos. Cayó, y al caer agitó los brazos en el aire y trató de gritar, sin hallar aliento para ello, como si los pulmones se le hubieran vaciado.
De improviso, ya no se encontraba en la tierra arrasada y su caída se había detenido. Las hierbas resecas por el invierno cedían bajo el paso de sus botas; le parecieron tan hermosas como flores. A punto estuvo de comenzar a reír al ver los árboles y arbustos, despojados de hojas, diseminados en la llanura levemente ondulada que ahora lo circundaba. En la lejanía se alzaba una montaña solitaria, con la cumbre quebrada en dos, pero aquel peñasco no inspiraba temor ni desesperación. Sólo era una montaña, aunque se hallara extrañamente fuera de lugar allí, única de su especie en mitad del llano.
Un ancho río discurría junto a ella, y en una isla situada en medio de aquel tío había una ciudad tan magnífica como las que habitaban los cuentos de los juglares, una población rodeada de altas murallas de un blanco rutilante que centelleaba como la plata bajo los rayos del sol. Con alivio y gozo entremezclados, comenzó a caminar hacia los muros en pos de la seguridad y la serenidad que, de algún modo, sabía que iba a encontrar tras ellos.
Al aproximarse distinguió altísimas torres, muchas de ellas unidas por impresionantes pasarelas tendidas sobre el vacío. Elevados puentes trazaban arcos que unían ambas orillas del río con la ciudad. Aun en la distancia podía percibir la piedra finamente trabajada de aquellos tramos, en apariencia demasiado delicada para soportar el embate de las veloces aguas que corrían bajo ellos. Más allá de aquellos puentes se abría un cobijo, un refugio.
Una repentina gelidez le recorrió los huesos, una fría humedad se apoderó de su piel y el aire se volvió fétido y malsano a su alrededor. Sin mirar atrás, echó a correr, huyendo de los perseguidores cuyos dedos helados rozaban su espalda y tiraban de su capa, escapando de la silueta que consumía la luz con el rostro que… No podía recordar nada de aquel semblante, excepto el terror. No quería traer a la memoria esa cara. Corría, y el suelo se sucedía bajo sus pies en suaves colinas y lisas llanuras… y quería aullar como un perro que ha perdido el juicio. La ciudad se hallaba cada vez más lejos. Cuánto más corría, más distancia lo separaba de las resplandecientes murallas blancas, del refugio anhelado que iba empequeñeciéndose de forma paulatina hasta formar un insignificante punto en el horizonte. La gélida mano de sus acosadores le agarraba el cuello de la camisa. Estaba seguro de que el mero contacto de aquellos dedos lo llevaría a la locura. O a algo peor, mucho peor. Mientras aquella convicción iba tomando cuerpo, resbaló y cayó…
—¡Noooo! —gritó.
…y gimió al chocar con la dureza de las piedras del pavimento. Se puso en pie, asombrado. Se hallaba cerca de uno de los maravillosos puentes que había visto sobre el río. A su lado caminaba gente sonriente, ataviada con telas de tantos colores que le hacían pensar en un campo lleno de flores. Algunos de ellos le hablaban, pero no podía entenderlos, si bien sus palabras sonaban como si debiera ser capaz de hacerlo. La expresión de sus rostros era amistosa y todos le hacían señas de proseguir en el mismo sentido del puente de intrincados grabados, en dirección a las resplandecientes y argentinas murallas y las torres que éstas albergaban. Hacia el resguardo que sabía le aguardaba allí.
Se unió a la muchedumbre que cruzaba el puente para atravesar las imponentes puertas de la fortaleza, engastadas en altos y prístinos muros. El interior era un lugar de embrujo donde la más sencilla estructura parecía un palacio. Era como si sus constructores hubieran recibido el encargo de crear a partir de las piedras, tejas y ladrillos un universo de belleza capaz de dejar sin aliento a un hombre. No había edificio ni monumento que no contemplara con ojos desorbitados. La música brotaba de las calles en cien canciones distintas que se fundían con el clamor de las multitudes para componer una grande y gozosa armonía. El aroma de dulces perfumes y picantes especias, de espléndidos manjares y miríadas de flores flotaba entremezclado en el aire, como si todos los olores agradables del mundo se dieran cita allí.
La calle por la que entró en la ciudad, amplia y pavimentada con suaves losas grises, se extendía ante él en dirección al centro de la urbe y desembocaba en una torre mucho más grande que las restantes, una torre tan blanca como la nieve recién caída. En aquella edificación residía el cobijo, el conocimiento ansiado. Sin embargo, aquélla era una ciudad de ensueño. Sin duda, no habría ninguna objeción si se demoraba sólo unos instantes antes de llegar a la torre.
Se desvió por una vía más estrecha, donde se alternaban malabaristas con vendedores ambulantes de extrañas frutas.
Delante, al fondo de la calle, había una torre blanquísima. Era la misma.
Se encaminaría hacia ella al poco rato, pensó antes de penetrar en otra rúa, al final de la cual se alzaba, también, la torre blanca. Obstinadamente, dobló una esquina tras otra, para topar una y otra vez sus ojos con el prisma de alabastro.
Volvió sobre sí para alejarse corriendo de ella… y se paró en seco. Ante él se elevaba la torre blanca. Temía mirar hacia atrás, con la aprensión de encontrarla también allí.
Los rostros de quienes lo rodeaban seguían siendo amistosos, pero ahora los impregnaba una esperanza rota en pedazos, una esperanza que él había defraudado. La gente todavía le indicaba que avanzara, con gestos implorantes. Que avanzara en dirección a la torre. Sus ojos lucían un brillo forjado por una necesidad extrema, y únicamente él podía satisfacerla, sólo él podía salvarlos.
«Muy bien», pensó. La torre era, después de todo, el lugar adonde quería ir.
Con sólo dar un paso adelante, la decepción se desvaneció de los semblantes que se encontraban en tomo a él, sustituida por sonrisas. La gente caminaba junto a él y los niños cubrían de pétalos de flores el suelo que había de pisar. Miró aturdido por encima del hombro, preguntándose a quién iban destinadas las flores, pero tras él sólo había personas sonrientes que le hacían señal de avanzar. «Deben de ser para mí», concluyó, extrañado de que, de pronto, aquello se le antojara lo más normal. Sin embargo, el asombro apenas duró un minuto antes de disolverse; todo sucedía de acuerdo a lo previsto.
Uno tras otro, los miembros de la muchedumbre comenzaron a cantar hasta que todas las voces se elevaron en un glorioso himno. Aún no comprendía las palabras, pero una docena de melodías imbricadas proclamaban la alegría y la salvación. Los músicos correteaban entre el gentío en marcha, incorporando al cántico flautas, arpas y tambores de todos los tamaños, y cada una de las canciones que había escuchado antes se fundieron en una única armonía. Las muchachas danzaban a su alrededor y depositaban guirnaldas de olorosas flores sobre sus hombros, sonriéndole, al tiempo que su gozo crecía con cada uno de sus pasos. Era imposible no devolverles aquellas sonrisas. Sus pies ansiaban unirse a la danza y, antes de caer en la cuenta de ello, estaba ya bailando, y seguía con sus pasos el ritmo como si lo conociera desde su infancia. Echó la cabeza atrás y rió; se sentía más ligero que nunca, danzando con… No acertaba a recordar el nombre, pero aquello carecía de importancia.
«Está escrito en tu destino», susurró una voz en su cabeza, y aquel susurro era un acorde que participaba del mismo himno.
Llevándolo como una brizna encima de la cresta de una ola, la multitud desembocó en la inmensa plaza ubicada en el centro de la ciudad y, por primera vez, vio que la torre blanca se alzaba por encima de un gran palacio de pálido mármol, esculpido más que construido, con paredes curvadas, techos abovedados y delicadas espirales que apuntaban al cielo. Aquel esplendor le hizo abrir la boca, maravillado. De la plaza, partían amplias escaleras de prístina piedra, al pie de las cuales se detuvo el gentío y elevó la intensidad de su canto. Las voces, cada vez más altas, alentaban sus pasos. «Tu destino», susurró la voz, ahora apremiante.
Ya no danzaba, pero sus pies no se detuvieron. Subió las escaleras sin vacilar. Aquél era su lugar de pertenencia.
Las macizas puertas del rellano de arriba estaban grabadas con diseños tan intrincados, tan delicados que no podía imaginar una hoja tan fina capaz de labrarlos. Los portales se abrieron de par en par y él avanzó. Después se cerraron tras él con un estruendo que resonaba como un trueno.
—Te esperábamos —musitó el