final. Y en Tar Valon se guardan todos los conocimientos reunidos por las Aes Sedai desde la Época de Locura. Algunos fragmentos datan incluso de la Era de Leyenda. Tar Valon es el sitio más indicado para averiguar por qué os persigue el Myrddraal, por qué va en pos de vosotros el Padre de las Mentiras. Eso te lo garantizo.
Viajar hasta Tar Valon era casi un despropósito. Viajar a un lugar donde estaría inexorablemente rodeado de Aes Sedai. Desde luego, Moraine había curado a Tam, o al menos eso parecía, pero además había todos aquellos relatos. Ya era bastante embarazoso hallarse en una misma habitación con una Aes Sedai, pero estar en una ciudad habitada exclusivamente por ellas… Y ella todavía no le había pedido una compensación. Siempre había que pagar un precio; en las historias siempre había que hacerlo.
—¿Durante cuánto tiempo va a estar dormido mi padre? —preguntó por fin—. Tengo…, tengo que comunicárselo. No estaría bien que despertara y yo me hubiera marchado sin más.
Creyó percibir un suspiro de alivio exhalado por Lan. Miró al Guardián con curiosidad, pero su semblante permanecía tan inalterable como siempre.
—No es probable que despierte antes de nuestra marcha —respondió Moraine—. Tengo intención de partir poco después de la caída de la noche. Incluso un solo día de demora podría traer fatales consecuencias. Será mejor que le dejes una nota.
—¿Por la noche? —inquirió dubitativo Rand.
—El Semihombre no tardará en descubrir nuestra partida —explicó Lan—. No hay necesidad de facilitarle las cosas si podemos evitarlo.
Rand acarició las mantas de Tam. Tar Valon se hallaba muy lejos.
—En ese caso… En ese caso, iré a buscar a Mat y a Perrin.
—Yo me ocuparé de ello.
Moraine se puso en pie y se ató la capa con vigor de pronto renovado. Al sentir la mano de la Aes Sedai sobre el hombro, Rand intentó con todas sus fuerzas no encogerse. Apenas notaba su presión, pero se le antojó una garra acerada que lo retenía como una horca paraliza a una serpiente clavada en ella.
—Será preferible que mantengamos todo esto entre nosotros. ¿Comprendes? Las mismas personas que marcaron el Colmillo del Dragón en la puerta de la posada podrían provocar alboroto si llegara a sus oídos.
—Comprendo —contestó, liberando el aire de los pulmones al tiempo que la mujer apartaba la mano.
—Diré a la señora al’Vere que te traiga algo de comer —prosiguió, como si no hubiera advertido su reacción—. Después debes dormir. Te aguarda un duro viaje esta noche.
La puerta se cerró tras ellos y Rand permaneció inmóvil mirando a Tam…, mirando a Tam, pero sin ver nada. Hasta aquel preciso instante no había reparado hasta qué punto el Campo de Emond formaba parte de sí, al igual que él pertenecía a ese lugar. Se dio cuenta entonces, al reconocer el desgarramiento que había sentido. Lo habían arrancado del pueblo. El Pastor de la Noche quería atraparlo en sus garras. Aquello era imposible —él era solamente un campesino—pero los trollocs habían dejado sentir su mano, y Lan estaba en lo cierto en una cuestión: no podía poner en peligro al pueblo, aceptando la posibilidad de que Moraine se equivocase. Ni siquiera podía decírselo a nadie; los Coplin sin duda provocarían algún desorden si se enteraran de una cosa así. Debía depositar su confianza en una Aes Sedai.
—No lo despiertes ahora —indicó la señora al’ Vere, al entrar acompañada de su esposo.
La bandeja cubierta con un trapo que llevaba en las manos desprendía un delicioso olor tibio. Después de depositarla sobre la cómoda situada al lado de la pared, alejó con firmeza a Rand de la cama.
—La señora Moraine me ha informado de lo que necesita —dijo— y en ello no está incluido que te derrumbes encima de él a causa del agotamiento. Te he traído algo de comer. No dejes que se enfríe.
—No me gusta que la llaméis así —objetó, malhumorado, Rand—Moraine Seda¡ es el apelativo adecuado. Podría enfurecerse.
La posadera le dio una palmadita en la mejilla.
—Deja que sea yo quien me preocupe de eso. Acabo de tener una larga conversación con ella. Y no hables en voz alta porque, si despiertas a Tam, tendrás que habértelas conmigo y con Moraine Seda¡. —El énfasis puesto en el título de Moraine ridiculizaba la insistencia de Rand—. Apartaos de aquí los dos.
Tras dedicar una cálida sonrisa a su marido, se volvió hacia el lecho. Maese al’Vere dirigió una mirada de impotencia a Rand.
—Es una Aes Sedai. La mitad de las mujeres del pueblo actúan como si fuera un simple miembro del Círculo de mujeres, y la otra como si fuese un trolloc. Ninguna de ellas parece percatarse de que hay que ir con cuidado con una Aes Sedai. Por más que los hombres continúen mirándola con recelo, al menos no están haciendo nada que pueda provocarla.
Con cuidado, pensó Rand. No era demasiado tarde para comenzar a obrar con cautela.
—Maese al’Vere —dijo lentamente—, ¿sabéis cuántas granjas fueron atacadas?
—Sólo dos, que yo sepa, con la vuestra inclusive. —El alcalde hizo una pausa, pensativo, y luego se encogió de hombros—. No parece gran cosa, si lo comparamos con lo ocurrido aquí. Debería alegrarme de ello, pero… Bueno, sin duda tendremos noticia de más atrocidades antes de que acabe el día.
Rand exhaló un suspiro. No era necesario preguntar cuáles habían sido. —Aquí en el pueblo, ¿dieron…, quiero decir, dejaron entrever de algún modo lo que buscaban?
—¿Lo que buscaban, hijo? No sé qué podían buscar, excepto darnos muerte. Todo sucedió de la manera como te he contado. Los perros ladraban, Moraine Seda¡ y Lan corrían por las calles, luego se oyó gritar a alguien que la casa de maese Luhhan y la herrería estaban ardiendo. Después comenzó a llamear la vivienda de los Cauthon… Es curioso, porque está en medio del poblado. El caso es que, a continuación, los trollocs se abalanzaron sobre todo el pueblo. No, no creo que buscaran nada. —Soltó una abrupta carcajada, que atajó muy pronto ante la mirada de su esposa exigiéndole sigilo—. A decir verdad —prosiguió en voz más baja—, parecían casi tan confundidos como nosotros. Dudo mucho que hubieran previsto encontrarse con una Aes Sedai o con un Guardián aquí.
—Lo supongo —comentó sonriente Rand.
Si Moraine había dicho la verdad respecto a ese punto, probablemente no había mentido en lo demás. Por un momento consideró la conveniencia de pedir consejo al alcalde, pero era obvio que éste sabía poco más sobre Aes Sedai que cualquier otra persona del pueblo. Además, era reacio a explicarle a maese al’Vere lo que había detrás de todo aquello…, lo que Moraine decía que había detrás. No estaba seguro de temer más la perspectiva de que se echara a reír o la de que tomase en serio sus palabras. Frotó con el pulgar el puño de la espada de Tam. Su padre había viajado por otras tierras; él conocería más detalles acerca de las Aes Sedai que el alcalde. Pero, si realmente Tam había salido de Dos Ríos, quizá lo que había dicho en el Bosque del Oeste… Se pasó las manos por el pelo, como si quisiera ahuyentar aquellas cavilaciones de la cabeza.
—Necesitas dormir —dijo el alcalde.
—Sí, es cierto —añadió la señora al’Vere—. Casi no te tienes de pie. Rand parpadeó sorprendido. Ni siquiera se había dado cuenta de que ella ya no estaba junto a su padre. Necesitaba dormir; aquella sola idea lo hizo bostezar.
—Puedes ocupar la cama de la habitación de al lado —dijo el posadero—. Ya está el fuego encendido.
Rand miró a su padre, que continuaba dormido.
—Preferiría quedarme aquí, si no os importa. Por si despierta.
Lo relativo al alojamiento de los enfermos quedaba dentro de la circunscripción de la señora al’Vere, por lo que el alcalde dejó que respondiera ella. Tras un instante de vacilación, la posadera hizo un gesto afirmativo.
—Pero deja que despierte por sí solo. Si le interrumpes el sueño…
Trató de responder que cumpliría sus órdenes; sin embargo, las palabras se entremezclaron con un bostezo. La mujer sacudió la cabeza y sonrió.
—Tú también vas a caer dormido de un momento a otro. Si te quedas aquí, túmbate junto a la chimenea, y bebe un poco de caldo de buey antes.
—Lo haré —prometió Rand. Habría dado su asentimiento a cualquier condición que le hubieran puesto para permanecer en aquella habitación—. Y no voy a despertarlo.
—No lo hagas —le advirtió severa, aunque con tono cariñoso, la señora al’Vere—. Te subiré una almohada y mantas.
Cuando se cerró por fin la puerta, Rand corrió la única silla de la estancia hasta ponerla junto a la cama y se sentó para poder observar a Tam. La señora al’Vere le aconsejaba que durmiera y las mandíbulas le crujían cada vez que exhalaba un bostezo, pero todavía no podía abandonarse al sueño. Tam podría despertar en cualquier momento y permanecer consciente sólo un rato, quizá. Rand debía estar alerta cuando ello sucediera.
Se arrellanó en la silla con una mueca en el semblante y apartó distraído la empuñadura de la espada de sus costillas. Aún sentía reluctancia a contar a alguien lo que había dicho Moraine, pero aquella persona era Tam, después de todo. Era… Sin advertirlo, apretó la mandíbula con determinación. «Mi padre, y a mi padre puedo contárselo todo.»
Se revolvió unos instantes en la silla y dejó reposar la cabeza en el respaldo. Tam era su padre y nadie podía indicarle qué podía o no explicar a su padre. Sólo debía evitar caer dormido hasta que Tam se despertara. Había de evitar…
CAPÍTULO 9: Revelaciones de la Rueda
Al contemplar, en su carrera, las desoladas colinas que lo rodeaban, a Rand le latía con fuerza el corazón. Aquél no era simplemente un lugar adonde la primavera iba a llegar con retraso; la primavera nunca lo había visitado ni lo visitaría jamás. Nada crecía en la gélida tierra que crujía bajo sus botas, ni tan sólo una mancha de liquen. Caminaba con dificultad entre enormes cantos rodados cubiertos con una capa de polvo como si jamás se hubiera deslizado sobre ellos una sola gota de lluvia. El sol era una bola inflamada de un rojo semejante al de la sangre, más ardiente que en el más caluroso día de verano, y despedía un brillo que habría bastado para cegarle los ojos, pero permanecía inane contra el caldero plomizo de un cielo en el que se curvaban y rebullían nubes de intensos colores negros y plateados en todos los horizontes. A pesar del incesante torbellino de nubes, no corría ni un soplo de aire sobre la tierra, y aquel lúgubre sol no calentaba la atmósfera, fría como el corazón del invierno.
Mientras corría, Rand miraba a menudo por encima del hombro, pero no acertaba a ver a sus perseguidores. Únicamente colinas peladas y abruptas montañas negras, muchas de las cuales se hallaban coronada de largas espirales de oscuro humo que iban a reunirse con los frenéticos nubarrones. Aun sin ver a quienes lo acosaban, podía oírlos, aullando tras él con voces guturales excitadas por el placer de la caza, el ansia de la sangre que acechaban. Trollocs. Estaban cada vez más cerca, y sus fuerzas estaban a punto de abandonarlo.
Con premura desesperada trepó la cumbre de un escarpado altozano y luego cayó de rodillas con un gruñido. Bajo sus pies se había desprendido una roca, que rodó por un acantilado de doscientos metros de profundidad por el que se abría un vasto desfiladero. El suelo del cañón estaba cubierto de una niebla vaporosa, con su grisácea superficie agitada en siniestras