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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 23
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hasta que Bran al’Vere le dijera de qué manera podía auxiliar a Tam.

De pronto, a la altura de sus ojos encontró una garabato marcado en la puerta de la posada, una línea curva trazada con un palo quemado, como una lágrima dibujada al revés. Habían ocurrido tantas cosas que casi no lo sorprendió ver el Colmillo del Dragón grabado en la puerta de la Posada del Manantial. Los motivos por los que alguien quería acusar al posadero o a su familia de prácticas diabólicas o de atraer la mala suerte sobre ellos, escapaban a su entendimiento, pero aquella noche le había aportado el profundo convencimiento de que todo era posible, de que cualquier cosa podía suceder.

Al sentir un empujón del juglar, accionó el picaporte y entró.

La sala principal estaba vacía, a excepción de Bran al’Vere, y fría también, pues éste no había tenido tiempo de encender el fuego. El alcalde estaba sentado a una de las mesas. Con expresión de concentración en el rostro mojaba la pluma en un tintero, la cabeza cana inclinada sobre un rollo de pergamino. Llevaba el camisón de noche introducido precipitadamente en los pantalones, abultándole en su prominente pecho. Se frotaba distraído un pie descalzo con los dedos del otro, ambos tan sucios como si hubiera salido a la calle más de una vez sin preocuparse de ponerse las botas a pesar del frío.

—¿Qué problema tienes? —preguntó sin elevar la mirada—. Sé breve en la exposición. Tengo dos docenas de asuntos que atender ahora mismo y otros más de los que debería haberme ocupado hace una hora. De modo que dispongo de poco tiempo y de escasa paciencia. ¿Y bien? ¡Contesta ya!

—Maese al’Vere —dijo Rand—, se trata de mi padre. El alcalde levantó la cabeza de golpe.

—¿Rand? ¡Tam! —Dejó la pluma y tropezó con la pata de la silla al incorporarse de un salto—. Quizá la Luz no nos haya abandonado del todo. ¡Temía que hubierais muerto los dos! Bela llegó galopando al pueblo una hora después de que se hubieron ido los trollocs, empapada y sin resuello como si hubiera corrido todo el trecho desde la granja, y creí… No hay tiempo para eso. Lo llevaremos arriba. —Tomó los varales de manos del juglar—. Vos, maese Merrilin, id en busca de la Zahorí y decidle que le ordeno que se apresure, yo no sé que qué demonios voy a hacer! Descansa tranquilo, Tam. Pronto te pondremos en una confortable cama. ¡Deprisa, juglar, deprisa!

Thom Merrilin se esfumó por el umbral sin darle tiempo a expresar ninguna objeción.

—Nynaeve no hará nada. Ha dicho que no podía ayudarlo. Sabía…, tenía la esperanza de que vos propondríais algo.

Maese al’Vere observó a Tam con más atención y después agitó la cabeza.

—Ya veremos, muchacho. Ya veremos. —No obstante, su tono había perdido la confianza—. Llevémoslo a la cama. Al menos podrá reposar mejor. Rand se dirigió a las escaleras obedeciendo al impulso del alcalde. Se empeñaba en mantener la certeza de que de algún modo Tam mejoraría, pero el comienzo había sido demasiado duro y la súbita vacilación en la voz de maese al’Vere le produjo un estremecimiento.

En el segundo piso de la posada, en la parte delantera, había media docena de agradables y aseadas habitaciones con ventanas que daban al Prado. En su mayoría eran utilizadas por los buhoneros o la gente que venía de la Colina del Vigía o de Deven Ride, pero los mercaderes que los visitaban cada año a menudo quedaban sorprendidos al encontrar tan cómodos aposentos. Tres de ellas estaban ocupadas entonces, y el alcalde instó a Rand a entrar en una de las que permanecían libres.

Levantaron deprisa el edredón y las mantas del amplio lecho y depositaron a Tam sobre el tupido colchón de plumas, dejando reposar su cabeza en almo hadas de pluma de oca. Al moverlo, no exhaló ningún sonido, aparte de una respiración más trabajosa, ni siquiera un gemido, pero el alcalde mitigó la preocupación de Rand indicándole que encendiera el fuego para caldear la estancia. Mientras Rand sacaba leños y astillas de una caja situada junto a la chimenea, Bran descorrió las cortinas de la ventana para que penetrara la luz de la mañana, y luego se dispuso a lavar con cuidado el rostro de Tam. Cuando el juglar estuvo de regreso, las llamas del hogar calentaban ya la habitación.

—No va a venir —anunció Thom Merrilin al entrar. Miró fijo a Rand—. No me has dicho que ya lo había examinado. Por poco me parte la cabeza.

—Creía…, no sé…, que quizás el alcalde podría hacer algo, podría hacerle ver… —Con los puños apretados, ansioso y tenso, Rand se volvió hacia Bran—. Maese al’Vere, ¿qué puedo hacer? —El corpulento posadero sacudió la cabeza con impotencia y puso un paño empapado en la frente de Tam, al tiempo que evitó así mirar directamente a Rand—. No puedo quedarme sentado mientras él se muere, maese al’Vere. Debo hacer algo. —El juglar hizo ademán de hablar y Rand se giró con ansiedad hacia él—. ¿Tenéis vos alguna idea? Intentaré todo lo posible.

—Sólo me preguntaba —empezó a decir Thom, mientras golpeaba su larga pipa con el pulgar—si el alcalde sabía quién ha grabado el Colmillo del Dragón en su puerta. —Miró la cazoleta, luego a Tam y después volvió a colocarse la pipa entre los dientes sin encenderla—. Parece que alguien le ha retirado el aprecio, o tal vez no les guste alguno de sus huéspedes.

Rand le dirigió una mirada de desagrado y volvió a contemplar el fuego. Sus pensamientos danzaban como las llamas y, al igual que ellas, se concentraban con obstinación en un punto: no podía permanecer impasible viendo cómo moría Tam. «Mi padre», pensó con dureza. «Mi padre.» Una vez que hubiera cesado la fiebre, podría esclarecer aquello. Pero la fiebre era lo primero. El problema era cómo hacerla bajar.

Bran al’Vere contrajo la mandíbula al echar una ojeada a la espalda de Rand, y la mirada que asestó al juglar no hubiera dejado margen a aclaraciones, pero Thom se limitó a aguardar expectante, como si no hubiera reparado en ella.

—Es probable que sea obra de uno de los Congar o un Coplin —aventuró por fin el alcalde—, aunque sólo la Luz sabe cuál de ellos. Son una extensa familia, y, si hay algo malo que decir de alguien, o incluso si no lo hay, ellos se encargan enseguida de propagarlo. A su lado, la lengua de Cenn Buie sonaría azucarada.

—¿Aquel carro que ha llegado justo antes del amanecer? —inquirió el juglar—. No habían siquiera notado el olor de los trollocs y todos querían saber cuándo comenzarían los festejos, como si no pudieran ver que la mitad del pueblo se había convertido en cenizas.

Maese al’Vere asintió con pesar.

—Una rama de la familia. Pero los otros no son muy distintos. El estúpido de Dag Coplin se ha pasado la mitad de la noche exigiéndome que echara a la señora Moraine y a maese Lan de la posada, y del pueblo, olvidando que no hubiera quedado ningún resto del pueblo sin su intervención.

Rand apenas había prestado atención a la conversación, pero aquel último comentario lo impulsó a hablar.

—¿Qué han hecho?

—Ella provocó tremendos relámpagos en un cielo completamente despejado —repuso maese al’Vere— y los descargó sobre los trollocs. Ya has visto árboles partidos por los rayos. Pues los trollocs no salieron mejor parados.

—¿Moraine? —inquirió con incredulidad Rand.

—La señora Moraine —asintió el alcalde—. Y maese Lan era un torbellino blandiendo esa espada. ¿Qué digo una espada? Él mismo era un arma, que ataba en diez sitios distintos a la vez, o al menos eso parecía. Que me aspen si lo hubiera creído de no haber salido afuera y visto… —Se pasó la mano sobre la calva coronilla de la cabeza—. Las visitas de la Noche de Invierno acababan de comenzar, íbamos cargados de regalos y de pastelillos de miel, algo achispados por el vino, y entonces los perros empezaron a gruñir y de pronto ambos salieron de estampida de la posada, y empezaron a correr por el pueblo mientras gritaban que había trollocs. Primero pensé que habían bebido demasiado vino. Después de todo… ¿trollocs? Luego, cuando nadie estaba aún al corriente de lo que pasaba, esas…. esas cosas estaban ya en medio de las calles y acuchillaban a la gente con las espadas, prendían fuego en las casas y aullaban de un modo como para helársele a uno la sangre. —Emitió un sonido gutural de desagrado—. No hacíamos más que correr como las gallinas cuando entra un zorro en el corral hasta que maese Lan nos animó con su coraje.

—No es preciso ser tan severo —intervino Thom—. Hicisteis cuanto pudisteis. Ellos dos no acabaron solos con todos los trollocs que yacen afuera.

—Humm… sí, claro —Un estremecimiento recorrió el cuerpo de maese al’Vere—. Todavía no puedo creerlo. Una Aes Sedai en el Campo de Emond. Y maese Lan es un Guardián.

—¿Una Aes Sedai? —musitó Rand—. No es posible. Yo hablé con ella y no es…, no…

—¿Pensabas que llevaban anunciada su condición? —dijo con sarcasmo el alcalde—. ¿«Aes Sedai» pintado en la espalda, o tal vez «Peligro, no acercarse»? —De pronto se dio una palmada en la frente—. Aes Sedai. Soy un viejo idiota que empieza a chochear. Existe una posibilidad, Rand, si estás dispuesto a correr el riesgo. Yo no puedo decirte que lo hagas y no sé si me atrevería en tu caso.

—¿Una posibilidad? —inquirió Rand—. Arriesgaré lo que sea si ha de servir de algo.

—Las Aes Sedai pueden curar, Rand. Hombre, chico, ya has escuchado las historias. Pueden sanar a un hombre sobre el que no surten efecto los medicamentos. Juglar, vos debisteis haber recordado eso antes que yo. ¿Por qué no me lo habéis dicho en lugar de dejarme divagar de esa manera?

—Aquí soy un forastero —respondió Thom, mirando con avidez su pipa apagada—y el compadre Coplin no es el único que no quiere tener ningún tipo de contacto con las Aes Sedai. Es mejor que la propuesta saliera de vos.

—Una Aes Sedai —murmuró Rand, tratando de ajustar la imagen de la mujer que le había sonreído con los personajes de los relatos.

A decir de las historias, la ayuda proporcionada por ellas era a veces peor que la falta de asistencia, como el veneno en un pastel, y sus regalos siempre representaban una trampa, un anzuelo en el que picar. De improviso, la moneda que llevaba en el bolsillo, la pieza que le había dado Moraine, le pareció un carbón ardiente y hubo de contenerse para no sacarla de la chaqueta y arrojarla por la ventana.

—Nadie quiere tener tratos con las Aes Sedai —dijo lentamente el alcalde—. Es la única alternativa que veo, pero no es ésta una decisión fácil de tomar. Yo no puedo hacerlo por ti, aunque no he percibido nada en la señora Moraine que no sea digno de alabanza… Moraine Seda¡, debería llamarla, supongo. A veces, hay que tentar la suerte, aunque ésta sea azarosa.

—Algunas de las historias son un tanto exageradas —añadió Thom, como si alguien le arrancara las palabras de la boca—. Como mínimo, algunas. Además, muchacho, ¿qué opciones tienes?

—Ninguna —respondió con un suspiro Rand. Tam aún no había movido ni un músculo y tenía los ojos hundidos como si llevara enfermo una semana —Voy.. . , voy a ir a buscarla.

—Al otro lado del puente —le informó el juglar—, donde están… disponiendo de los cadáveres de los trollocs. Pero ten cuidado, chico. Las Aes Sedai actúan obedeciendo a

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