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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 22
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estremecedor suspiro.

—Oh, no, Rand, ¿no será tu padre? ¿Está…? Ven, te llevaré hasta Nynaeve. Rand se hallaba demasiado fatigado, demasiado estupefacto para hablar. Durante toda la noche el Campo de Emond había representado un refugio, un lugar donde él y Tam estarían a salvo. De todo cuanto parecía ser capaz ahora era de mirar con consternación su vestido ensuciado por el humo. Los botones de la parte posterior del vestido estaban mal abrochados, y tenía las manos limpias. Se preguntó por qué razón tenía las manos limpias cuando las mejillas estaban tiznadas.

Maese Luhhan pareció comprender el estado en que se encontraba. Tras depositar el hacha entre los varales, el herrero levantó la parte trasera de las parihuelas y empujó con suavidad, incitándolo a avanzar en pos de Egwene. Rand la siguió con torpeza, como si caminara dormido. De un modo vago, se extrañó de que maese Luhhan supiera que aquellas criaturas eran trollocs, pero aquél fue un pensamiento fugaz. Si Tam podía reconocerlos, posiblemente también podía hacerlo maese Luhhan.

—Todas las historias son reales —murmuró.

—Eso parece, muchacho —dijo el herrero—. Eso parece.

Rand apenas lo escuchó dado que todos sus esfuerzos se concentraban en seguir la esbelta silueta de Egwene. Había recuperado suficientes ánimos como para desear que fuera más deprisa, aun cuando en realidad ella ajustaba su paso a la marcha que podían mantener ellos con la carga. Los condujo a mitad de camino del Prado, a la casa de los Calder. Los aleros de paja estaban ennegrecidos y la cal de las paredes manchadas de hollín. De las casas contiguas únicamente quedaban los cimientos y dos pilas de cenizas y vigas requemadas. Una de ellas había sido el hogar de Berin Thane, uno de los hermanos del molinero, y la otra la morada de Abell Cauthon, el padre de Mat. Ni siquiera las chimeneas habían resistido al fuego.

—Esperad aquí —indicó Egwene.

Los miró como si aguardara una respuesta, pero, al ver que ambos permanecían en silencio, murmuró algo entre dientes y se precipitó en el interior.

—Mat —dijo Rand—. ¿Está…?

—Está vivo —respondió el herrero, antes de depositar el extremo de la camilla y enderezarse—. Lo he visto hace un rato. Es un milagro que hayamos salidos con vida de ésta. De la manera como irrumpieron en mi casa y en la herrería, se hubiera dicho que tenía oro y joyas dentro. Alsbet le ha abierto la cabeza a uno con una sartén y, después de echar un vistazo a las cenizas de nuestra casa, esta mañana, se ha ido a rondar por el pueblo con el martillo más grande que ha encontrado entre los restos de la forja, por si acaso alguno se había quedado escondido en lugar de huir. Casi podría apiadarme de la criatura, en caso de que tope con alguna. —Hizo un ademán en dirección a la morada de los Calder—. La señora Calder y algunos más han albergado a los heridos y a los que se han quedado sin hogar. Cuando la Zahorí haya examinado a Tam, buscaremos una cama disponible, en la posada tal vez. El alcalde ya la ha ofrecido, pero Nynaeve ha dicho que los heridos sanarían mejor si no estuvieran tan hacinados.

Rand se hincó de rodillas y, tras liberarse del arnés improvisado con la manta, comprobó con fatiga si Tam estaba bien tapado. Éste no se movió ni exhaló ningún sonido, incluso con el contacto de las rígidas manos de Rand. «Mi padre. El otro solamente hablaba bajo el influjo de la fiebre».

—¿Qué ocurrirá si vuelven? —preguntó.

—La Rueda gira según sus propios designios —repuso maese Luhhan con inquietud—. Si vuelven… Bueno, por el momento se han marchado. De modo que recogeremos los pedazos y reconstruiremos lo destruido.

Suspiró; sus facciones se relajaron al tiempo que se golpeaba la espalda con los nudillos. Por primera vez, Rand advirtió que el corpulento hombre se encontraba tan fatigado como él mismo, si no más. El herrero contempló el pueblo y sacudió la cabeza.

—No creo que hoy sea un día de Bel Tine como los otros —dijo—. Sin embargo, saldremos adelante. Siempre hemos salido adelante. —Tocó el hacha con ademán resuelto—. Me espera mucho trabajo. No te preocupes, muchacho. La Zahorí se ocupará de él, y la Luz cuidará de todos nosotros. Y, si la Luz no interviene, nos las arreglaremos solos. Recuerda que somos gente de Dos Ríos. Mientras el herrero se alejaba, Rand, todavía de rodillas, observó el pueblo reparando en él por primera vez. Maese Luhhan estaba en lo cierto, pensó y le sorprendió no asombrarse de lo que sus ojos veían. La gente todavía rebuscaba entre las ruinas de sus casas, pero, aun en el corto período de tiempo que él había permanecido allí, la mayoría había comenzado a reaccionar con diligencia. Casi podía percibir una creciente decisión en sus movimientos. No obstante se preguntaba si habían visto a los trolloc; y al jinete de la capa negra. ¿Habían sentido el odio que lo impregnaba?

Al salir Nynaeve y Egwene de casa de los Calder, se incorporó y trató de ponerse en pie, y a punto estuvo de caer a causa de la debilidad.

La Zahorí se arrodilló junto a la camilla sin dedicarle ni una sola ojeada. Tenía la cara y el vestido aún más sucios que Egwene y los ojos ensombrecidos por las mismas ojeras, si bien sus manos estaban igual de limpias. Tocó la cara de Tam y le abrió los ojos con el pulgar. Con la preocupación pintada en el rostro, apartó las mantas y aflojó el vendaje para examinar la herida. Antes de que Rand alcanzara a ver lo que había debajo, ya había repuesto la tela. Con un suspiro, volvió a tapar con suavidad a Tam, como si acostara a un niño.

—No hay nada que yo pueda hacer —dijo. Hubo de llevarse las manos a la rodilla para enderezarse—. Lo siento, Rand.

Por un momento, permaneció inmóvil, sin comprender, mientras ella se disponía a regresar a la casa. Después se acercó a trompicones y la tomó del brazo para hacerla girar.

—¡Está muriéndose! —gritó.

—Lo sé —repuso simplemente Nynaeve.

Rand dejó caer los hombros ante el peso de la cruda realidad.

—Debes hacer algo. Tienes que hacerlo. Eres la Zahorí.

El dolor nubló el rostro de la joven por un instante; luego sus ojos adoptaron la dureza anterior y la voz sonó con igual firmeza.

—Sí, lo soy. Sé lo que puedo hacer con mis medicinas y sé cuándo es demasiado tarde. ¿Crees que no haría algo si estuviera en mis manos? Pero no puedo. No puedo, Rand. Y hay otros que me necesitan, gente a la que puedo ayudar.

—Lo he traído con la mayor rapidez posible —musitó.

Aun con el pueblo en ruinas, la idea de la Zahorí había mantenido encendida su esperanza. Desaparecida ésta, sólo le quedaba el vacío.

—Ya sé que lo has hecho ——repuso, y le tocó con ternura la mejilla—. No es culpa tuya. Has actuado lo mejor que has podido. Lo siento, Rand, pero he de atender a los demás. Me temo que nuestros problemas no han hecho más que comenzar.

La siguió con la mirada perdida hasta cerrarse la puerta de la casa tras ella. Era incapaz de pensar en nada, excepto en que ella no iba a prestarle su ayuda. De improviso retrocedió un paso, al arrojarse Egwene contra él, rodeándolo con los brazos. En otra ocasión aquel abrazo lo hubiera hecho saltar de alborozo; ahora se limitó a mirar en silencio la puerta detrás de la cual se habían desvanecido sus esperanzas.

—Lo siento tanto, Rand —dijo la muchacha, con el rostro apoyado en su pecho—. Oh, Luz, desearía poder hacer algo. —La rodeó con sus brazos entumecidos.

—Lo sé. Yo…, yo tengo que hacer, Egwene. No sé qué, pero no puedo dejarlo así… —Se le quebró la voz y Egwene estrechó su abrazo.

—¡Egwene! —El grito de Nynaeve le produjo un sobresalto—. ¡Egwene ven enseguida! ¡Y lávate otra vez las manos!

La muchacha se apartó de los brazos de Rand.

—Tengo que ir a ayudarla, Rand.

—¡Egwene!

Le pareció oír un sollozo mientras ella se alejaba. Después se encontró solo junto a las parihuelas. Observó a Tam unos minutos, sin sentir nada salvo vacuidad. Su semblante reflejó una repentina determinación.

—El alcalde sabrá lo que hay que hacer —dijo. Levantó de nuevo los varales—. El alcalde lo sabrá.

Bran al’Vere siempre sabía cómo se debía obrar. Con fatigada obstinación, emprendió camino hacia la Posada del Manantial.

Se cruzó con otro de los sementales de su propiedad, con los arreos atados alrededor del extremo de un gran bulto envuelto con una manta sucia. Unos brazos peludos se arrastraban en la tierra junto a la manta y por uno de los lados asomaban unos cuernos de cabra. Dos Ríos no era el lugar idóneo para que tomaran tan horriblemente en él carta de realidad las historias. Si los trollocs poseían un marco propio, éste se encontraba en el mundo exterior, en los sitios donde tenían Aes Sedai y falsos Dragones y lo que sólo la Luz sabía había surgido de los relatos de los juglares. Pero no en Dos Ríos. No en el Campo de Emond.

Mientras caminaba hacia el Prado, la gente lo llamaba para ofrecerle ayuda, algunos desde los despojos de sus hogares; sin embargo, él oía murmullos procedentes de la lejanía, e incluso le ocurría con aquellos que caminaban un trecho a su lado mientras le hablaban. Sin pensar realmente en ello, lograba articular palabras, respondía que no necesitaba ayuda y que todo estaba en orden. Apenas apreciaba, tampoco, la preocupación en las miradas de sus interlocutores o los comentarios de algunos que consideraban la posibilidad de llevarlo a que lo viera Nynaeve. De todo cuanto se permitió tener conciencia fue del propósito que se había fijado. Bran al’Vere podría hacer algo para socorrer a Tam. No obstante, prefería no determinar en qué consistiría su asistencia. El alcalde sería capaz de hacer algo, de pensar en algo.

La posada había escapado casi por completo a la destrucción que había arrasado la mitad de la población. Algunas marcas de carbón manchaban las paredes, pero las tejas brillaban a la luz del sol con el mismo fulgor habitual. Pero del carruaje del buhonero no quedaban más que los ennegrecidos radios de las ruedas apoyados contra la carreta chamuscada. Los grandes aros que sostenían la cubierta de la lona estaban inclinados confusamente; cada uno de ellos apuntaba en distinta dirección.

Thom Merrilin se hallaba sentado con las piernas cruzadas encima de los viejos cimientos de piedra, recortando con cuidado los bordes tiznados de su capa con unas tijeras. Al acercarse Rand, dejó a un lado capa y tijeras y, sin preguntarle si necesitaba o deseaba ayuda, bajó de un salto y levantó la parte posterior de la camilla.

—¿Adentro? Desde luego, desde luego. No te preocupes, muchacho. Vuestra Zahorí se ocupará de él. La he visto trabajar desde ayer noche y tiene una gran habilidad y destreza. Hubiera podido ser mucho peor. Algunos han fallecido esta noche. No muchos, tal vez, pero uno solo es demasiado a mi entender. El viejo Fain ha desaparecido y eso es lo más grave. Los trollocs comen de todo. Deberías dar gracias a la Luz de que tu padre esté aquí y todavía vivo, de modo que pueda curarlo la Zahorí.

Rand pronunció las palabras «¡Es mi padre!» reduciendo la voz a un sonido ininteligible que no sonó con más fuerza que el zumbido de una mosca. No soportaba más muestras de compasión, más tentativas de levantarle el ánimo. No entonces. No

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