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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 21
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por igual, a todo ser viviente. A pesar del frío viento, el sudor perlaba la cara de Rand.

Entonces el caballo volvió a caminar, unos pocos pasos silenciosos, y a detenerse alternativamente hasta que Rand únicamente alcanzó a ver una mancha borrosa en la noche que se alejaba por el camino. Podría haber sido cualquier cosa, pero no había despegado los ojos de ella ni por espacio de una fracción de segundo. Si la perdía, temía que la próxima vez que viera al jinete de capa negra, su lúgubre montura se echaría encima de él.

De improviso, la sombra retrocedió de nuevo y se alejó al galope. El jinete miraba hacia adelante mientras se precipitaba en la noche en dirección oeste, hacia las Montañas de la Niebla. Hacia la granja.

Rand jadeó sin resuello, secándose el frío sudor del rostro con la manga. Ya no le interesaba averiguar la causa del ataque de los trollocs. No le importaría no llegar a conocer nunca el motivo, con tal de no volverlos a ver.

Después de recobrar aliento, se apresuró a observar a su padre, que aún murmuraba, aunque tan bajo que Rand no podía entender las palabras. Intentó hacerlo beber, pero el agua se le derramó por la barbilla. Tam se atragantó con el hilillo de líquido que le había entrado en la boca y tras un acceso de tos continuó susurrando como si no hubiera habido interrupción alguna.

Rand empapó otra vez el paño que cubría la frente de Tam, dejó la cantimplora en la camilla y se deslizó entre los varales.

Reemprendió camino como si hubiera disfrutado de un sueño reparador, pero aquel nuevo vigor lo abandonó pronto. Al principio el miedo disimulaba la fatiga pero, si bien éste persistía, el cansancio iba ganando terreno. Al poco rato se tambaleaba de nuevo, mientras intentaba olvidar el hambre y el dolor que oprimía sus músculos. Concentró la atención en apoyar un pie delante del otro sin tropezar.

Imaginó el Campo de Emond, con los postigos abiertos y las casas iluminadas con ocasión de la Noche de Invierno mientras la gente intercambiaba saludos al cruzarse de ida y regreso de sus visitas, y los violines interpretando las melodías de El desatino de Jaem y La garza en el ala. Haral Luhhan se tomaría demasiadas copas de licor y se pondría a cantar El viento en la cebada con voz destemplada —cada año hacía lo mismo—hasta que su mujer lograra acallarlo, Cenn Buie querría demostrar que bailaba tan bien como siempre, y Mat habría tramado algo que no saldría como había planeado y todo el mundo sabría que había sido él el responsable aunque nadie tuviera pruebas de ello. Esbozó una sonrisa al anticipar todo aquello.

Al cabo de un momento, Tam volvió a hablar.

—Avendesora. Dicen que no produce semillas, pero llevaron un brote a Cairhien, un árbol joven. Un maravilloso regalo para el rey. —Aunque parecía enfadado, su voz era apenas lo bastante alta para que Rand pudiera comprenderlo. Cualquiera que fuese capaz de oírlo, oiría también el roce de la litera sobre el suelo. Rand prosiguió, sin prestarle demasiada atención—. Nunca hacen las paces. Nunca. Pero trajeron un arbolito como señal de paz. Creció durante cien años, un siglo de paz con aquellos que nunca firman la paz con forasteros. ¿Por qué tuvo que cortarlo? ¿Por qué? La sangre fue el precio pagado por Avendoraldera. La sangre fue el precio pagado por el orgullo de Laman. —Sus palabras volvieron a convertirse en un murmullo.

Rand se preguntó qué soñaría Tam entonces. Avendesora. El Árbol de la Vida tenía fama de poseer toda suerte de cualidades milagrosas, pero las historias nunca mencionaban ningún ejemplar joven y tampoco sabía quiénes podían ser «ellos». Sólo aparecía uno, que era propiedad del Hombre Verde.

Aquella mañana, sin ir más lejos, había considerado una tontería aquellas cavilaciones sobre el Árbol de la Vida y el Hombre Verde, que sólo existían en los relatos. «¿Sólo? Los trollocs también eran personajes ilusorios esta mañana.» Tal vez todas las historias eran tan reales como las noticias que traían los buhoneros y los mercaderes, todos los cuentos de los juglares y todas las gestas narradas por la noche junto al hogar. Sólo le faltaba encontrarse con el Hombre Verde, un Ogier gigante y un Aiel con velo negro.

Advirtió que Tam volvía a hablar, a veces con un susurro y otras con voz lo bastante alta para entenderlo. De tanto en tanto, se detenía para recobrar aliento y luego continuaba como si creyera que había seguido hablando todo el tiempo.

—… las batallas son siempre calurosas, incluso con nieve. El calor del sudor, el calor de la sangre. La ladera de la montaña…, el único sitio que no apestaba a muerte. Tenía que alejarme de su dolor…, de su vista… Oí llorar a un niño. Sus mujeres peleaban junto a los hombres, pero por qué le habían permitido ir, no… Dio a luz allí sola, antes de fallecer a causa de las heridas… Cubrí al niño con la capa, pero el viento… se llevó volando la capa… El niño, amoratado por el frío. Se hubiera muerto también… llorando allí, llorando en la nieve. No podía dejar a un niño… Sin hijos propios…, siempre supe que deseabas un hijo. Sabía que le darías todo tu amor. Sí, muchacha. Rand es un bonito nombre, un bonito nombre.

Las piernas de Rand perdieron de improviso la poca fuerza que les quedaba. Se tambaleó y cayó de rodillas. Tam soltó un gemido con el vaivén y la tira de tela se rasgó en el hombro de Rand, pero él no lo advirtió. Si un trolloc se hubiera abalanzado sobre él en aquél momento, se habría limitado a mirarlo.

Observó por encima del hombro a Tam, que había vuelto a adoptar un murmullo ininteligible. «Alucinaciones de la fiebre», pensó aliviado. La temperatura alta siempre ocasionaba pesadillas y aquélla era una noche que las propiciaba sin necesidad de fiebre.

—Eres mi padre —dijo en voz alta, alargando una mano para tocar a Tam y yo soy… —La fiebre era ahora mucho más alta.

Lúgubremente, se puso en pie. Tam musitó algo, pero Rand rehusó seguir escuchando. Apoyó su peso contra el improvisado arnés e intentó concentrar sus esfuerzos en mover fatigosamente los pies para alcanzar el resguardo del Campo de Emond. Sin embargo, no podía contener el eco en lo más recóndito de su cerebro. «Es mi padre. Sólo era una alucinación producida por la fiebre. Es mi padre. Sólo era una alucinación. Oh, Luz, ¿Quién soy yo?»

CAPÍTULO 7: A la salida del bosque

Rand todavía caminaba pesadamente entre los árboles cuando apareció la primera luz grisácea del amanecer. Al principio no reparó en ello, pero cuando por fin lo advirtió, contempló asombrado que la oscuridad se desvanecía. A pesar de lo que le indicaban sus ojos, apenas podía creer que hubiera tardado toda una noche en recorrer la distancia que separaba la granja del Campo de Emond. El Camino de la Cantera, de día, aun con sus piedras no era, desde luego, comparable con el bosque por la noche.

Por otra parte, se le antojaba que habían transcurrido días desde que había visto al jinete de la capa negra en el sendero, y semanas desde que él y Tam se habían sentado a la mesa para cenar. Ya no notaba la banda de tejido que se hundía en sus hombros, aunque entonces ya no sentía allí más que entumecimiento, al igual que en los pies. El resto del cuerpo era otra cuestión. Su respiración era un jadeo afanoso que hacía rato le quemaba la garganta y los pulmones; el hambre, además, le provocaba espasmos en el estómago.

Tam guardaba silencio. Rand no hubiera sabido determinar cuánto tiempo había pasado desde que cesaron los murmullos; no obstante no osaba detenerse ahora para ver el estado en que se hallaba Tam. Si se paraba, sería incapaz de volver a emprender camino. Con todo, aun cuando Tam estuviera peor, él no podía hacer más de lo que estaba haciendo. La única esperanza consistía en seguir adelante, hasta el Campo de Emond. Intentó con denuedo acelerar el paso, pero sus piernas agarrotadas continuaron moviéndose lentas y pesadas. Apenas si notaba el frío o el viento.

Percibió un vago olor a madera quemada. Al menos estaba cerca, ya que le llegaba ese olor, procedente sin duda de las chimeneas del pueblo. Había comenzado a dibujarse una cansada sonrisa en su rostro cuando, de súbito, se convirtió en una mueca. Había un humo demasiado denso en el aire. Con aquel frío, a buen seguro que ardería una fogata en todos los hogares de la población, pero, aun así, el humo era demasiado espeso. Rememoró la visión de los trollocs en la carretera, procedentes del este, la dirección donde se hallaba el Campo de Emond. Miró adelante, tratando de distinguir las primeras casas, dispuesto a gritar para pedir ayuda a la primera persona que viese, aunque se tratara de Cenn Buie o uno de los Coplin. Una vocecilla interior lo inducía a conservar la esperanza de que hubiera alguien allí en condiciones de ayudarlo.

De pronto una casa se hizo visible a través de las desnudas ramas de los últimos árboles y apenas logró que los pies le obedecieran. Con las expectativas truncadas, se adentró tambaleante en el pueblo.

La mitad de los edificios del Campo de Emond no eran más que montañas de escombros calcinados. Entre las vigas ennegrecidas sobresalían, como dedos manchados, las chimeneas de ladrillo remozadas de hollín. Las ruinas todavía despedían ligeras volutas de humo. Parroquianos de rostro ensombrecido, muchos de ellos aún en camisón, removían las cenizas; algunos recuperaban un puchero, otros revolvían simplemente con tristeza los restos con un palo. Los pocos enseres que habían rescatado de las llamas se hallaban diseminados en las calles; altos espejos, cómodas y vitrinas barnizadas permanecían en el suelo en medio de sillas y mesas enterradas bajo utensilios de cocina y exiguos montones de ropa y objetos de uso personal.

La destrucción parecía haber afectado arbitrariamente el lugar. En una hilera había cinco casas intactas, mientras que en otra una única edificación superviviente se alzaba rodeada por la desolación.

Del otro lado del arroyo del manantial, las tres enormes hogueras de Bel Tine rugían, atendidas por un grupo de hombres. Las gruesas espirales del humo negro se inclinaban hacia el norte con el impulso del viento, salpicadas de un tumultuoso chisporroteo.

Uno de los sementales de maese al’Vere acarreaba algo que Rand no acertaba a distinguir en dirección al Puente de los Carros y las llamas.

No bien hubo salido de la arboleda, Haral Luhhan se encaminó hacia él con la cara cubierta de hollín y un hacha de leñador en la mano. El fornido herrero llevaba puesto un camisón manchado de ceniza, a través de uno de los jirones del cual se percibía la marca rojiza de una quemadura. Hincó una rodilla en el suelo, junto a la camilla. Tam tenía los ojos cerrados y la respiración leve y trabajosa.

—¿Trollocs, muchacho? —inquirió maese Luhhan con voz enronquecida por el humo—. Aquí también. Hemos tenido más suerte de la que cabía esperar, créeme. Tiene que examinarlo la Zahorí. ¿Dónde diablos se habrá metido? ¡Egwene!

Corriendo con los brazos llenos de vendas hechas con sábanas, Egwene miró a su alrededor sin aminorar el paso. Sus ojos observaban algo en la lejanía; las profundas ojeras que los circundaban los hacían parecer aún mayores de lo que eran en realidad. Entonces advirtió a Rand y se detuvo, exhalando un

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