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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 2
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ante el destello de los ojos del Traidor.

Lews Therin depositó amorosamente a Ilyena en el suelo y le acarició con ternura los cabellos. Las lágrimas le nublaban la visión al levantarse, pero su voz sonó con la frialdad del metal.

—Por todo cuanto habéis hecho, no puede existir el perdón para vos, Traidor, pero por la muerte de Ilyena os destruiré de tal modo que ni vuestro amo podrá ayudaros. Preparaos para…

—¡Recordad, imbécil! ¡Acordaos de vuestro fútil ataque al Gran Señor de la Oscuridad! ¡Acordaos de su contraataque! ¡Acordaos! En estos precisos momentos los Cien Compañeros están desgarrando el mundo y con cada día que pasa se une a ellos un ciento más. ¿Qué mano ha asesinado a Ilyena, la de cabellos dorados? No ha sido la mía. No ha sido la mía. ¿Qué mano ha acabado con la vida de quienes llevaban una gota de vuestra misma sangre, de todos aquellos a quienes vos amabais? No la mía, Verdugo de la Humanidad. No la mía. ¡Re reflexionad y sabréis así cuál es el precio que se paga por enfrentarse a Shai’tan!

Un sudor repentino surcó la cara de Lews Therin, cubierta de polvo y mugre. Recordó, a través de una imagen nebulosa parecida a un sueño forjado en otro sueño; no obstante, sabía que aquello era cierto.

Su aullido resonó en las paredes; era el grito de un hombre que había descubierto su alma condenada por su propia mano, y se arañó el rostro como si quisiera arrancar la imagen de lo que había hecho. Dondequiera que mirase sus ojos se topaban con cadáveres. Estaban despedazados, quebrados, quemados o engullidos a medias por las piedras. Por todas partes yacían inertes seres que conocía, seres a quienes amaba. Viejos sirvientes y amigos de infancia, fieles compañeros que lucharon con él durante los largos años de combate. Sus propios hijos e hijas, desparramados como muñecos rotos, jugaban inmóviles para siempre jamás. Todos abatidos por su mano. Los rostros de sus hijos lo acusaban, con los ojos en blanco preguntando por qué, y sus lágrimas no podían explicar la razón. Las risas del Traidor machacaban sus oídos, amortiguando sus alaridos. No podía contemplar las caras, el horror. No podía soportar permanecer allí por más tiempo. Con desesperación invocó la Fuente Verdadera, el corrupto Saidin, y emprendió el Viaje.

La tierra en torno a sí estaba desolada y vacía. Un río discurría en las cercanías, ancho y recto, pero podía adivinar que no había ningún ser humano en quinientos kilómetros a la redonda. Estaba solo, solo como únicamente podía hallarse un hombre aún con vida y, sin embargo, no podía huir del recuerdo. Los ojos lo perseguían a través de los infinitos recovecos de su mente. No podía ocultarse delante de ellos. Los ojos de sus hijos. Los ojos de Ilyena. Las lágrimas fluían por sus mejillas cuando alzó el rostro hacia el cielo.

—¡Luz, perdóname! —No creía que pudiera alcanzarle el perdón. Éste no existía para lo que había perpetrado. No obstante gritaba en dirección a la bóveda celeste; imploraba aquello que sabía no era digno de recibir—: ¡Luz, perdóname!

Todavía estaba en contacto con Saidin, la porción masculina del poder que dirigía el universo, que hacía girar la Rueda del Tiempo, y percibía la aceitosa mancha que maculaba su superficie, la infección del contraataque de la Sombra, la corrupción que había sumido el mundo en la destrucción. Y todo por su culpa, porque, henchido de orgullo, había creído que los hombres podían igualar al Creador, podían reparar la obra del Creador que ellos mismos habían destrozado. Su orgullo lo había inducido a creerlo.

Aspiró con avidez el contenido de la Fuente Verdadera, con más intensidad a cada segundo, como un hombre que desfalleciera de sed. A poco había absorbido más sustancia del Poder único de la que podía canalizar por sí mismo; la piel le ardía como si estuviera en llamas. Con gran esfuerzo, se obligó a ingerir más, tratando de engullirla en su totalidad.

—¡Luz, perdóname! ¡Ilyena!

El aire se convirtió en fuego, el fuego en luz líquida. El rayo surgido del cielo habría abrasado y cegado cualquier ojo que lo hubiera avistado, incluso por espacio de un instante. Brotado del firmamento, atravesó a Lews Therin Telamon y penetró en las entrañas de la tierra. Las piedras se convirtieron en vapor al entrar en contacto con él. La tierra se agitó, tembló como un ser vivo atenazado por el dolor. La reluciente estela sólo existió durante un segundo, uniendo cielo y tierra, pero una vez transcurrido éste el suelo se estremeció como un mar azotado por la tormenta. La toca fundida surcaba el aire, alcanzando una altura de cientos de metros, y el rugiente terreno se levantaba, elevando el abrasador surtidor cada vez más arriba. De norte a sur, de este a oeste, el viento aullaba, arrancaba árboles como si fueran metas ramitas, como si su atronador soplido acudiera para impulsar a la creciente montaña en dirección al cielo, a una altura más y más imponderable.

Por fin el viento amainó y la tierra apaciguó sus trémulos murmullos. De Lews Therin no quedó señal. En el lugar donde había estado se alzaba ahora una alta montaña que horadaba el cielo y escupía aún lava líquida por su pico quebrado. El ancho río de cauce recto había sido desviado y formaba una curva alejada de la montaña; había quedado dividido en dos ramales, en medio de los cuales había una isla alargada. La sombra de la montaña casi se proyectaba sobre la isla, descargando su oscuridad sobre los campos como la ominosa mano de una profecía. Durante un tiempo, los amortiguados rumores de protesta de la tierra fueron el único sonido emitido allí.

En la isla, el aire vibraba y entrechocaba. El hombre vestido de negro contemplaba la impresionante montaña que se elevaba en la llanura. Su rostro se hallaba desfigurado por la rabia y el rencor.

—No podéis escapar tan fácilmente, Dragón. Aún no ha terminado nuestra contienda y ésta no terminará hasta el fin de los tiempos.

Después desapareció, y la montaña y la isla permanecieron solas, esperando.

Y la Sombra se abatió sobre la tierra y el mundo se hendió piedra por piedra. Los océanos se desvanecieron y las montañas fueron engullidas, y las naciones fueron dispersadas hacia los ocho ángulos del mundo. La luna era igual que la sangre y el sol como la ceniza. Los mares hervían, y los vivos envidiaban a los muertos. Todo quedó destrozado y todo se perdió excepto el recuerdo, y una memoria prevaleció sobre las demás, la de aquel que atrajo la Sombra y el Desmembramiento del Mundo. Y a aquél lo llamaron el Dragón.

De Aleth nin Taerin alta Camora,

El Desmembramiento del Mundo.

Autor anónimo, cuarta era

Y sucedió que en aquellos días, como había acontecido antes y volvería a acontecer, la oscuridad cernía su peso sobre la tierra y oprimía el corazón de los hombres, y el verdor de las plantas palidecía y la esperanza desfallecía. Y los hombres invocaron al Creador, diciendo: Oh Luz de los Cielos, Luz del Mundo, haced que el Redentor Prometido nazca del seno de la montaña, tal como afirman las profecías, tal como acaeció en las eras pasadas y sucederá en las venideras. Haced que el Príncipe de la Mañana cante en honor de la tierra para que crezcan las verdes cosechas y los valles produzcan corderos. Permitid que el brazo del Señor del Alba nos proteja de la Oscuridad y que la gran espada de la justicia nos defienda. Haced que el Dragón cabalgue de nuevo a lomos de los vendavales del tiempo.

De Charal drianaan te Calamon,

El Ciclo del Dragón.

Autor anónimo, cuarta era

CAPÍTULO 1: Un camino solitario

La Rueda del Tiempo gira, y las eras llegan y pasan y dejan tras de sí recuerdos que se convierten en leyenda. La leyenda se difumina, deviene mito, e incluso el mito se ha olvidado mucho antes de que la era que lo vio nacer retorne de nuevo. En una era llamada la tercera era por algunos, una era que ha de venir, una era transcurrida hace mucho, comenzó a soplar un viento en las Montañas de la Niebla. El viento no fue el inicio, pues no existen comienzos ni finales en el eterno girar de la Rueda del Tiempo. Pero aquél fue un inicio.

Nacido bajo los picos tocados por las sempiternas nubes que dieron su nombre a las montañas, el viento sopló hacia el este, cruzando las Colinas de Arena, antaño riberas de un gran océano, en un tiempo anterior al Desmembramiento del Mundo. Siguió su rumbo hasta Dos Ríos, penetrando la enmarañada floresta llamada Bosque del Oeste, y su fuerza golpeó a dos hombres que caminaban junto a un carro y un caballo por un sendero sembrado de piedras denominado Camino de la Cantera. Pese a que la primavera debiera haber hecho notar su presencia un mes antes, el aire se hallaba preñado de una gelidez que parecía augurar una nevada.

Las ráfagas aplastaban la capa de Rand al’Thor contra su espalda y el tejido de lana de color terroso le azotaba las piernas continuamente. Deseó que su capa fuera más pesada o haberse puesto una camisa de más antes de partir. La mayor parte de las veces en que trataba de arroparse con ella, la capa se enganchaba en el carcaj que pendía de su cadera. De poco servían sus intentos de retener la prenda con una mano; en la otra llevaba un arco, con una flecha dispuesta para surcar el aire.

Cuando una racha especialmente furiosa le arrebató la capa de la mano, dirigió la mirada a su padre por encima del peludo lomo castaño de la yegua. Sentía que era una tontería comprobar que Tam estaba todavía allí, pero aquel día tenía algo especial. Fuera del aullido del viento al levantarse, reinaba el más absoluto silencio en el campo, y el leve crujido del eje sonaba estruendoso por contraste. Ningún pájaro cantaba en el bosque, ninguna ardilla saltaba en las ramas. Tampoco esperaba verlos realmente, no aquella primavera.

Sólo los árboles que mantenían sus hojas durante el invierno mostraban algún signo de verdor. Marañas de zarzas del año anterior se extendían con telarañas parduscas sobre las piedras que sobresalían bajo la arboleda. Las ortigas eran las hierbas más numerosas; el resto eran especies de cardos erizados de espinas o plantas hediondas, que dejaban un fétido olor en las botas del caminante que las pisaba distraído. El suelo aún se veía cubierto por blancas manchas de nieve bajo la sombra del tupido ramaje. En donde lograba filtrarse, el sol parecía apagado. El pálido astro permanecía sobre los árboles, en el lado oeste, pero su luz era decididamente mortecina, como si estuviera entremezclada con sombra. Era una mañana desapacible, que propiciaba pensamientos inquietantes.

Sin reflexionar, tocó la muesca de la flecha; estaba presta para alzarla hasta su mejilla, tal como le había enseñado Tam. El invierno había sido bastante riguroso en las granjas, peor que ninguno de los que recordaban los más viejos del lugar; sin embargo, su dureza había sido sin duda aún mayor en las montañas, a juzgar por la cantidad de lobos que descendían hasta Dos Ríos. Los lobos atacaban por sorpresa los rediles de ovejas y se abrían camino hasta los corrales para dar cuenta de terneros y caballos. Los osos también habían perseguido al ganado, en lugares en donde no se habían visto tales animales desde hacía años. Ya no era seguro salir a la intemperie después del crepúsculo,

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