aquella noche. Hasta un trolloc era inofensivo al lado de un Fado. Tenía que marcharse. No obstante, si el trolloc desenvainaba su pesada arma, no le quedaba alternativa. Intentó esbozar una sonrisa.
—De acuerdo. —Aferró un puño en la espada y bajó los brazos—. Hablaré con él.
La lobuna sonrisa se convirtió en un bufido y el trolloc se abalanzó sobre él. Rand no había imaginado que algo tan grande pudiera moverse con tal velocidad. Alzó la espada con gesto desesperado… El monstruoso cuerpo se abatió sobre él y lo aplastó contra la pared. Una bocanada lo dejó sin resuello. Forcejeaba para poder respirar cuando cayeron al suelo. El trolloc estaba encima. Se debatía con frenesí bajo aquel peso aplastante, tratando de zafarse de las enormes manos que lo buscaban a tientas y de las mandíbulas que mordían el aire.
De pronto, la criatura tuvo una convulsión y luego se quedó inmóvil. Molido y magullado, medio ahogado por el peso, Rand permaneció un instante tendido allí, presa de estupor. Sin embargo pronto recuperó suficientes arrestos para escabullirse bajo el cadáver. Y, ciertamente, lo era. La ensangrentada hoja de la espada de Tam asomaba la punta en el centro de la espada del trolloc. Después de todo, la había levantado a tiempo. La sangre cubría también las manos de Rand y formaba una mancha negruzca en la parte delantera de su camisa. Se le revolvió el estómago y hubo de hacer esfuerzos para no vomitar. Temblaba con tanta furia como si experimentase el momento de mayor terror, pero aquélla era una sensación de alivio, al comprobar que todavía seguía con vida.
«Otros volver», había dicho el trolloc. Los otros trollocs regresarían a la granja. Y un Myrddraal, un Fado. Las historias decían que los Fados tenían cinco metros de altura y ojos de fuego, y que cabalgaban en las sombras como si fuesen caballos. Cuando un Fado se volvía de lado, desaparecía, y no había pared que pudiera detenerlo. Debía cumplir el cometido que lo había llevado allí y marcharse de inmediato.
Resoplando a causa del esfuerzo, levantó el cuerpo del trolloc para recuperar la espada… y a punto estuvo de echar a correr cuando éste lo miró con ojos muy abiertos. Le llevó un minuto caer en la cuenta de que tenían la fijeza vidriosa de la muerte.
Se secó las manos en un trapo desgarrado —que hasta aquella noche había sido una de las camisas de Tam—y tiró de la espada. Después de limpiarla, arrojó de mala gana la tela al suelo. No era momento para pulcritudes, pensó con una risa que hubo de contener apretando al mandíbula. No veía cómo podrían volver a asear la casa para que fuera otra vez habitable. Aquel horrible hedor habría impregnado incluso las vigas. Sin embargo, no disponía de tiempo para pensar en eso. «No es momento para pulcritudes. Quizá no me quede tiempo para nada».
Tenía la certeza de que olvidaba algunas cosas que podrían necesitar, pero Tam aguardaba y los trollocs iban a volver. Recogió a toda prisa lo que le pareció adecuado. Mantas de los dormitorios de arriba, tela limpia para vendar a Tam, las capas y chaquetas, una cantimplora que llevaba cuando sacaba a pasear los corderos. Y una camisa limpia. No sabía cuándo tendría ocasión de cambiársela, pero quería desprenderse de aquella prenda manchada de sangre en cuanto se le presentara la ocasión. Las bolsitas de corteza de abedul y las otras medicinas se encontraban revueltas en un montón de aspecto fangoso que no osó tocar.
Uno de los cubos de agua que había acarreado Tam se hallaba todavía junto al fuego, milagrosamente intacto. Después de llenar la cantimplora, se lavó deprisa las manos en el agua que quedaba y echó una rápida ojeada para ver si olvidaba algo. Encontró el arco entre los muebles astillados, partido en dos. Le recorrió un estremecimiento mientras dejaba caer los dos pedazos. Resolvió que deberían conformarse con lo que había recogido y amontonó las cosas fuera de la puerta.
Antes de abandonar la casa, recuperó una linterna rota entre el amasijo de objetos del suelo. Aún tenía aceite. Después de encenderla con una de las velas, cerró los postigos —en parte para proteger la vivienda del viento, pero sobre todo para evitar que llamara la atención—y se precipitó afuera con la linterna en una mano y la espada en la otra. Abrigaba dudas acerca de lo que encontraría en el establo. Lo acaecido en el aprisco no inducía a albergar grandes esperanzas, pero necesitaba la carreta para llevar a Tam al Campo de Emond, y a Bela para tirar de ella. La necesidad lo inducía a conservar un vestigio de con fianza.
El corral estaba abierto y una de sus puertas crujía al oscilar sobre uno de sus goznes agitada por el viento. En un principio, el recinto presentaba el mismo aspecto habitual. Entonces sus ojos se posaron en los pesebres vacíos y sus puertas arrancadas. Habían desaparecido Bela y la vaca. Se dirigió rápidamente a la parte trasera. El carro estaba volcado de lado, con la mitad de los radios de las ruedas rotos. Uno de los varales no era más que un muñón que sobresalía unos centímetros.
El desaliento que había venido conteniendo lo invadió de súbito. No estaba seguro de poder llevar a Tam hasta el pueblo, aun suponiendo que éste consintiera en ello. El dolor podría acabar con su padre con más rapidez que la fiebre. Con todo, era la única posibilidad que le restaba. Había hecho cuanto podía hacer allí. Al volverse para irse, percibió el pedazo arrancado del varal sobre la paja del suelo. Esbozó una repentina sonrisa.
Depositó a un lado la linterna y la espada y en un segundo ya forcejeaba con la carreta, la cual logró volver boca arriba con un crujido de nuevos radios quebrados. Después la empujó para tumbarla del otro lado. El otro varal sobresalía intacto. Tras recoger la espada, se puso a cortar con ella la madera de fresno y, para su sorpresa, aquel filo la hendió con tanta eficacia como el de una buena hacha.
Al desprender la larga vara, miró maravillado la hoja de la espada. Incluso el hacha mejor afilado se hubiera embotado al partir aquella madera tan dura y seca, pero la espada aparecía tan finamente amolada como antes. Rozó su filo con el dedo pulgar y luego se la llevó a los labios. La hoja estaba tan aguzada como una cuchilla de afeitar.
Pero no disponía de tiempo para admirarse. Después de apagar la linterna —no había necesidad de quemar el establo— cogió los varales y corrió hacia la casa para juntar los objetos reunidos.
Bien mirado, no era sencillo llevar aquella carga, no tanto por su peso como por la dificultad de mantener el equilibrio, con los varales girando y moviéndose, a punto de escapársele de las manos, mientras atravesaba pesadamente el campo labrado. De nuevo en el bosque, aún le resultaban más engorrosos, puesto que se enganchaban en los árboles y por poco no lo hacían caer. Habría resultado más sencillo arrastrarlos, pero habrían dejado marcado un rastro, lo cual era preferible evitarlo en la medida de lo posible.
Tam se encontraba en el mismo lugar y al parecer dormía. Confiaba en que, en efecto, estuviera dormido. Con súbito temor, depositó la carga en el suelo y tocó el rostro de su padre. Tam respiraba todavía, pero la fiebre había arreciado.
El contacto de su mano lo despertó, pero no lo arrancó de la especie de sopor en que estaba sumido.
—¿Eres tú, hijo? —musitó—. Me tenías preocupado. Sueños de los días pasados, pesadillas… Murmurando quedamente, volvió a abatir la cabeza.
—No te inquietes —dijo Rand, mientras lo tapaba con la chaqueta y la manta para protegerlo del viento—. Te llevaré a que te atienda Nynaeve lo más rápido que pueda.
Mientras seguía hablando, tanto para tranquilizarse a sí mismo como a Tam, se quitó la camisa manchada de sangre, sin apenas reparar en el frío en su ansia por deshacerse de ella, y se puso la otra prenda limpia. El hecho de desprenderse de aquella camisa lo hizo sentir como si acabara de tomar un baño.
—Estaremos a salvo en el pueblo en poco rato y la Zahorí te curará. Ya verás. Todo saldrá bien.
Aquel pensamiento era como un faro que lo fortalecía mientras se ponía la chaqueta y se inclinaba para examinar la herida de Tam. Una vez que hubieran llegado al pueblo, estarían a salvo y Nynaeve curaría a Tam. Sólo tenía que llevarlo allí.
CAPÍTULO 6: El Bosque del Oeste
Rand no acertaba a distinguir gran cosa a la luz de la luna, pero la herida de Tam era, al parecer, una cuchillada poco profunda en las costillas, poco más larga que la palma de su mano. Sacudió la cabeza con incredulidad. Había visto a su padre salir más malparado de un accidente y parar de trabajar únicamente para lavarse la desgarradura. Apresuradamente, examinó a Tam de pies a cabeza en busca de algún signo que pudiera ser la causa de aquella fiebre tan alta, pero no encontró nada aparte del corte. Aunque pequeña, la herida revestía gravedad, puesto que la piel ardía en derredor. Estaba incluso más caliente que el resto del cuerpo de Tam, cuya temperatura bastaba para alarmar a Rand. Una fiebre así podía matarlo, o malograrlo hasta el punto en que no volvería a ser el hombre que había sido. Empapó un paño con agua de la cantimplora y se lo puso en la frente.
Intentó lavar y vendar con sumo cuidado la hendidura en las costillas de su padre, pero los imperceptibles murmullos de Tam se convirtieron en quedos gruñidos. El desnudo ramaje proyectaba sus sombras sobre ellos, amenazadoras al desplazarse al compás del viento. Sin duda los trollocs seguirían su camino al no encontrarlos, cuando fueran a la casa y la hallaran vacía. Trataba de convencerse de aquello, pero la crueldad y la inutilidad de la destrucción llevada a cabo allí, dejaba poco margen para expectativas halagüeñas. Era azaroso pensar que renunciarían de pronto a matar a todo aquel a quien pudieran dar caza y sería insensato correr el más mínimo riesgo.
«Trollocs. ¡Que la Luz me proteja! Criaturas salidas del cuento de un juglar que han venido a aporrear la puerta. Y un Fado. ¡Luz bendita, un Fado!» De improviso, advirtió que sostenía los cabos del vendaje con las manos paralizadas. «Petrificado como un conejo que ha visto la sombra de un halcón», pensó con sarcasmo. Molesto consigo mismo, terminó de atar la venda en torno al pecho de Tam.
El hecho de saber lo que debía hacer, e incluso hacerlo, no mitigaba su temor. Cuando los trollocs regresaran, sin duda inspeccionarían el bosque que circundaba la casa en busca de las huellas de las presas que habían escapado. El cadáver de aquel que había apuñalado les indicaría que aquella gente no estaba lejos. ¿Quién sabía lo que era capaz de hacer un Fado? Además, los comentarios de su padre acerca de la agudeza auditiva de los trollocs estaban tan presentes en su mente como si estuviera escuchándolos entonces. Hubo de resistir el impulso de taparle la boca a Tam para acallar sus gemidos y murmullos. «Algunos siguen el rastro por el olfato. ¿Qué puedo hacer yo para impedirlo? Nada». No debía perder el tiempo preocupado por problemas cuya resolución se hallaba fuera de su alcance.
—Tienes que estar callado —musitó al oído de su padre—. Los trollocs van a regresar.
Tam hablaba con voz ronca y