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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 18
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salir con vida. Escucha con atención: un trolloc puede ver mejor que un hombre en la oscuridad, pero la luz intensa lo ciega, al menos durante un rato. Es posible que ésta sea la única explicación de que hayamos podido escapar habiendo tantos. Algunos pueden seguir el rastro guiados por el olor o el sonido, pero tienen fama de ser perezosos. Si logramos zafarnos de sus manos durante el tiempo suficiente, es probable que cesen en su persecución.

Aquello sólo representó un leve consuelo para Rand.

—En las historias, profesan un profundo odio a los hombres y están a las órdenes del Oscuro.

—Si algo puede considerarse como parte esencial del rebaño del Pastor de la Noche, son los trollocs, muchacho. Matan por el mero placer de matar, o al menos eso me han contado. Y eso es todo cuanto sé, aparte de que no son de fiar excepto cuando tienen miedo, e incluso entonces tampoco se puede esperar gran cosa de ellos.

Rand se estremeció al cruzar por su mente la idea de que por nada del mundo desearía topar con alguien capaz de amedrentar a un trolloc.

—¿Crees que todavía están buscándonos?

—Tal vez sí, tal vez no. No parecen muy inteligentes. Cuando hemos llegado al bosque, he despistado a los que me perseguían y les he hecho creer que iba hacia las montañas. —Tam se llevó la mano al costado y luego la acercó a su cara—. De todos modos, será mejor actuar pensando que pueden encontrarnos.

—Estás herido…

—No levantes la voz. Sólo es un rasguño y ahora no podemos hacer nada al respecto. Por suerte, parece que el tiempo mejora. —Se tendió con un hondo suspiro—. Quizá no será tan duro pasar la noche a la intemperie.

En lo más recóndito de su mente, Rand añoraba su capa y su chaqueta. Los árboles los resguardaban un poco del viento, pero las rachas que conseguían filtrarse entre los troncos lo penetraban como un cuchillo helado. Titubeante, tocó la frente de Tam y apartó la mano alarmado.

—Estás ardiendo. Tengo que llevarte a que te atienda Nynaeve.

—Dentro de poco, muchacho.

—No hay tiempo que perder. Es de noche y tardaremos mucho en llegar. Se puso en pie de un salto e intentó levantar a su padre. No obstante, un gruñido ahogado y las mandíbulas contraídas de Tam lo hicieron volver a depositarlo deprisa en el suelo.

—Déjame reposar un poco, hijo. Estoy cansado.

Rand se golpeó el muslo con los puños. Guarecidos en la granja, con una fogata, mantas, agua y corteza de abedul en abundancia, tal vez hubiera consentido en esperar el alba para ponerle los arreos a Bela y llevar a Tam al pueblo. Allí no había fuego, ni mantas, ni carro, ni yegua. Sin embargo, aquellas criaturas todavía estaban en la casa. Ya que no podía llevar a Tam allí, quizá le sería posible ir a buscar algunas cosas cuando los trollocs se hubieran marchado. Tarde o temprano tenían que irse.

Miró el mango de la azada pero luego lo desechó y en su lugar cogió la espada. La hoja despedía un resplandor mate bajo la pálida luz de la luna. Experimentó una sensación curiosa al aferrar su largo puño; el peso también le parecía extraño. Hendió el aire unas cuantas veces antes de detenerse con un suspiro. Era fácil hendir el aire, pero, si tuviera que blandirla ante un trolloc, estaba seguro de que echaría a correr o se quedaría paralizado hasta que la bestia lo atacara con una de esas espadas tan peculiares… «¡Para ya de pensar! ¡No sirve de nada!»

Cuando se disponía a enderezarse, Tam lo agarró del brazo.

—¿Adónde vas?

—Necesitamos el carro y mantas —respondió suavemente. Le sorprendió observar la facilidad con que apartó la mano de su padre de la camisa—. Descansa, volveré dentro de poco.

—Ten cuidado —musitó Tam.

No podía percibir el rostro de Tam en la penumbra, pero sentía sus ojos clavados en él.

—Lo tendré.

«Iré con más cautela que una rata husmeando en el nido de un halcón», pensó.

Silencioso como una sombra, se deslizó en la oscuridad. Rememoró los tiempos de su infancia en que jugaba al escondite en el bosque con sus amigos; les seguía los pasos mientras se esforzaba en no hacer el más mínimo ruido hasta que ponía una mano en el hombro de uno de sus compañeros. Con todo, no lograba emparejar ambas situaciones.

Mientras caminaba encorvado de árbol en árbol, trataba de elaborar un plan, pero en el momento en que llegó a la linde del bosque había considerado y descartado al menos diez. Todo dependía de si los trollocs se hallaban en la casa o no. Si se habían ido, no tenía más que entrar y recoger lo que necesitaba.

Si todavía estaban allí… En ese caso, no le quedaba más alternativa que regresar junto a Tam. No le agradaba, pero a Tam no le serviría de nada que se prestara a una situación de la que no saldría vivo.

Miró con atención las edificaciones de la granja. El corral y el aprisco eran sólo unas sombras oscuras a la luz de la luna. Sin embargo, de las ventanas delanteras de la casa y de la puerta abierta salía luz. «Sólo son las velas que ha encendido Tam… ¿Serán los trollocs que esperan dentro?»

Al oír el agudo grito de una lechuza dio un salto presa del pánico; luego, aún convulsionado y temblando, se apoyó en el tronco de un árbol. Se tumbó sobre el vientre y, con la espada aferrada con torpeza ante sí, comenzó a arrastrarse. Mantuvo la barbilla hundida en la tierra hasta el redil de las ovejas.

Agazapado junto a la pared de piedra, aguzó el oído. Ningún sonido perturbaba la calma nocturna. Se irguió con precaución lo bastante para asomarse por encima de la pared. En el patio reinaba una quietud absoluta y la luz de las ventanas y la puerta de la casa no proyectaban ninguna sombra. El corral estaba a oscuras. «Primero Bela y el carro, o las mantas y lo demás». Fue la luz lo que lo decidió. El establo estaba oscuro. Dentro podía haber cualquier cosa al acecho y no existía manera de averiguarlo sin correr peligro. Al menos podría ver qué había en el interior de la casa.

Cuando se disponía a acurrucarse de nuevo, se paró de golpe. No se oía nada. Tal vez la mayoría de las ovejas habían recobrado la calma y se habían dormido de nuevo, aunque no era del todo probable, ya que algunas permanecían siempre despiertas hasta la media noche y de vez en cuando balaban y se agitaban. Distinguía confusamente las borrosas formas de los animales en el suelo. Uno de ellos yacía casi debajo de él.

Procuró no hacer ruido y se alzó en la pared a una altura en que podía alargar la mano hasta el oscuro bulto. Sus dedos tocaron la lana rizada y después algo húmedo. Se quedó sin aliento al retroceder y casi se le cayó la espada al saltar al suelo, fuera del aprisco. «Matan por el mero placer de matar.» Lleno de aprensión, se frotó la mano con tierra para quitarse aquella humedad.

Resuelto, se dijo a sí mismo que nada había cambiado. Los trollocs habían realizado la matanza y se habían ido. Lo repitió una y otra vez con la mente mientras atravesaba el patio, sin despegarse del suelo, pero intentando avizorarlo todo. Nunca había pensado que pudiera llegar a envidiar a una lombriz.

Se apostó a escuchar al lado de la casa, bajo la ventana de cristales rotos. El apresurado fluir de la sangre en sus sienes era el sonido más alto que captó. Se enderezó poco a poco y se asomó para examinar el interior.

La olla estaba tirada boca abajo sobre las cenizas del hogar. La habitación se hallaba repleta de madera astillada; no había quedado ni un solo mueble entero. Hasta la mesa se encontraba postrada en un rincón, con dos patas amputadas. Habían arrancado y aplastado todos los cajones y todos los armarios estaban abiertos y muchas de sus puertas colgaban de una sola bisagra. Lo que éstos contenían yacía desparramado entre sus restos y todo el conjunto estaba cubierto por un polvo blanquecino que, al parecer, se trataba de harina y sal, a juzgar por los sacos acuchillados derribados junto a la chimenea. Cuatro cadáveres retorcidos se sumaban a la confusión entre los restos del mobiliario. Eran trollocs.

Rand reconoció a uno de ellos por su cornamenta de carnero. Los demás eran muy similares, a pesar de las diferencias en aquella repulsiva mezcla de rostros humanos desfigurados por hocicos, cuernos, plumas y pelaje. Sus manos, casi como las de un hombre, contribuían a incrementar la repugnancia producida por su aspecto. Dos de ellos llevaban botas y el resto mostraba sus pezuñas. Rand permaneció con la vista clavada en ellos hasta que le escocieron los ojos. Ninguno de los trollocs se había movido. Por fuerza tenían que estar muertos; y Tam lo esperaba.

Cruzó a toda prisa el umbral pero enseguida se detuvo, pues sintió náuseas a causa de la pestilencia, cuyo símil sólo podía encontrarse en un corral que no se hubiera limpiado durante meses. El hedor parecía impregnar las paredes. Trató de respirar por la boca y se dispuso a rebuscar aprisa en el revoltijo del suelo. En uno de los armarios había habido una cantimplora.

Un escalofrío le recorrió la médula al percibir un sonido rasposo tras de sí. Estuvo a punto de caer sobre los restos de la mesa. Emitió un gruñido que atravesó unos dientes que habrían castañeado si no hubiese tenido la boca comprimida hasta el punto de dolerle la mandíbula.

Uno de los trollocs estaba levantándose. Un hocico de lobo sobresalía bajo los ojos hundidos, uno ojos humanos que, sin embargo, no expresaban ninguna emoción. Las orejas, puntiagudas y peludas, se movían sin cesar. Llevaba la misma cota de malla que los otros y unos pantalones de cuero. Prendida al cinto, colgaba una de esas enormes espadas curvadas como guadañas.

Murmuró algo gutural disonante, y luego dijo:

—Otros irse. Narg quedarse. Narg listo. —Las palabras, confusas y apenas inteligibles, salían de una boca que no había sido creada para un idioma humano. Su tono aparentaba ser conciliador, pensó, pero no podía apartar la vista de sus sucios dientes, largos y afilados, que la criatura mostraba al hablar—. Narg saber algunos volver a veces. Narg esperar. No necesitar espada. Poner espada en el suelo.

Hasta que no la mencionó el trolloc, Rand no había reparado en que empuñaba ante sí la espada de Tam con las dos manos, la punta encarada hacia el descomunal espécimen. Rand, con su considerable estatura, no llegaba a la altura de sus hombros, y el pecho y los brazos de maese Luhhan hubieran resultado escuálidos en comparación con los de aquella criatura.

—Narg no herir. —Avanzó un paso, gesticulando—. Tú bajar espada. El oscuro pelo del dorso de su mano era espeso, como el pelaje de un animal.

—No te acerques —dijo Rand, deseando poder imprimir más firmeza a su voz—. ¿Por qué habéis hecho esto? ¿Por qué?

—¡Veja daeg roghda! —Su mueca se convirtió pronto en una sonrisa presuntamente tranquilizadora, que no contaba con los dientes que mostraba—. Bajar espada. Narg no herir. Myrddraal querer hablar contigo. —Un asomo de emoción cruzó su horrible semblante. Era miedo—. Los otros volver, tú hablar con Myrddraal. —Dio otro paso, con una de sus grandes manos apoyada en la empuñadura de la espada—. Bajar espada.

Rand se mordió los labios. ¡Myrddraal! La peor de las historias había cobrado realidad

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