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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 17
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la funda y se enjugó las manos en la camisa con una mueca—. El estofado ya debe de estar listo. Lo serviré mientras preparas el té.

Rand asintió con la cabeza y fue a buscar la tetera. Sin embargo, quería conocer todos los detalles. ¿Por qué habría comprado Tam una espada? No acertaba a imaginarlo. ¿Y dónde la había adquirido? ¿Dónde estaba aquel sitio tan lejano? Nadie salía nunca de Dos Ríos; o muy pocos, como mínimo. Siempre había supuesto, aunque de un modo vago, que su padre debía de haber viajado fuera de la región, pues su madre no era nativa de allí…, ¿pero una espada? Tenía un montón de preguntas que formular una vez que se hubieran sentado a la mesa.

Como el agua hervía vigorosamente, hubo de envolver el mango del hervidor con un trapo para sacarlo del gancho. El calor enseguida atravesó el tejido. Cuando se retiraba del hogar, un pesado golpe en la puerta hizo sacudir la cerradura. Cualquier noción acerca de la espada, o del hirviente cazo que tenía en la mano, se desvaneció de su mente.

—Alguno de los vecinos —aventuró, aunque dubitativo—. Será maese Dautry que viene a pedirnos algo…

Pero la granja de Dautry, el vecino más próximo, se hallaba a una hora de camino aun a la luz del día, y, por más que Oren Dautry fuera un sablista descarado, no era nada probable que saliera de su casa después del anochecer.

Tam depositó sobre la mesa las escudillas con el estofado y se apartó despacio de ella, aferrando con ambas manos la empuñadura de la espada.

—No creo… —comenzó a decir antes de que la puerta se abriera bruscamente, al tiempo que la cerradura de hierro saltaba en pedazos por el suelo. Bajo el dintel había la figura de alguien, de una estatura como Rand no había visto otra igual; una figura cubierta de una cota de malla negra que le colgaba hasta las rodillas, con piezas metálicas erizadas en las muñecas, barbilla y hombros. Una de sus manos agarraba una maciza espada parecida a una guadaña y la otra estaba alzada a la altura de sus ojos, como para protegerlos de la luz.

Rand sintió nacer el él una especie de alivio peculiar. Quienquiera que fuese aquel personaje, no era el jinete de la capa negra. Entonces vio los cuernos retorcidos en la cabeza que rozaba el dintel y un peludo hocico en donde hubiera debido tener la boca y la nariz. Advirtió todo aquello en el tiempo que tardó en inspirar profundamente y la exhalación tomó la forma de un grito de pavor mientras, sin ser siquiera consciente de ello, arrojaba el ardiente hervidor hacia aquella cabeza semihumana.

Al salpicarle la cara el ardiente líquido, la criatura emitió un rugido, que era en parte un grito de dolor y en otra un gruñido animal. En el mismo instante en que la olla chocaba contra él, la espada de Tam surgió como un resorte. El rugido se convirtió de repente en un borboteo y la descomunal forma cayó de espaldas. Cuando aún no había terminado de caer, otra forcejeaba para abrirse camino. Rand alcanzó a percibir una cabeza deforme, coronada de puntiagudos cuernos, antes de que el arma de su padre volviera a entrar en acción y la entrada se hallara obstruida por dos enormes cadáveres. Entonces advirtió que su padre le gritaba algo.

—¡Corre, Rand! ¡Escóndete en el bosque!

Los cuerpos visibles en la entrada se movían a trompicones, presionados por los que trataban de abrirse paso. Tam colocó un hombro bajo la sólida mesa y, con un gruñido, la alzó y la hizo caer sobre la maraña de intrusos.

—¡Son demasiados para hacerles frente! ¡Por la puerta de atrás! ¡Vete! ¡Vete! —gritaba su padre—. ¡Yo iré detrás!

Rand se alejó invadido por un sentimiento de vergüenza al obedecer con tanta prontitud. Quería quedarse y ayudar a su padre, si bien no podía imaginar de qué forma, pero el miedo le atenazaba la garganta y las piernas se movían por propia voluntad. Se precipitó hacia la parte trasera de la casa y, perseguido por los estallidos y gritos provenientes de la puerta principal, corrió como no había corrido en su vida.

Tenía las manos sobre la barra que atrancaba la otra salida cuando sus ojos se posaron en la cerradura de hierro que nunca utilizaban. A menos que su padre lo hubiera hecho aquella noche. Dejó la barra en su sitio, se abalanzó hacia una ventana lateral y abrió los postigos. El crepúsculo había cedido paso a la noche. La luna llena y las deshilachadas nubes proyectaban sombras moteadas que se sucedían unas a otras atravesando el patio.

«Sombras», dijo para sí. Sólo sombras. La puerta trasera crujía como si alguien, o algo, intentara abrirla desde afuera. A Rand se le secó la saliva en la boca. Una embestida agitó la puerta en su marco y lo hizo salir de su parálisis; se deslizó por la ventana, aterrizó en el suelo como una liebre y se agazapó junto a un costado de la vivienda.

Forzó su propio cuerpo a enderezarse a medias y se obligó a mirar el interior, solamente con un ojo, solamente por una esquina de la ventana. En la oscuridad apenas veía nada; con todo, percibió más de lo que hubiera deseado. La puerta pendía de uno de sus goznes y unas formas imprecisas penetraban con cautela en la habitación y se comunicaban entre sí con apagados tonos guturales. Rand no comprendía nada de lo que decían; aquella lengua tenía un sonido duro, impropio de un idioma humano. Las hachas, lanzas y armas erizadas de púas reflejaban descarriados destellos de luna. Las botas arañaban el suelo y se oía un taconeo rítmico, similar al producido por pezuñas de animales.

Trató de activar la salivación y, tras hacer acopio de aire, gritó con todas sus fuerzas:

—¡Vienen por detrás! —Las palabras surgieron como un graznido, pero consiguió articularlas—. ¡Estoy afuera! ¡Corre, padre!

Después se alejó como una flecha del edificio. Enronquecidos gritos de rabia brotaron de la estancia trasera. Oyó un ruido estridente de cristal roto antes de que algo cayera pesadamente tras él. Supuso que alguna de las criaturas se había abalanzado sobre la ventana en lugar de deslizarse por su orificio, pero no se volvió para comprobarlo. Al igual que un zorro huyendo de los cazadores, se precipitó en dirección a las sombras que encubrían la luz de la luna y luego se tumbó boca abajo y se arrastró hacia la sombra más tupida de los corrales. Le cayó algo sobre las espaldas y se revolvió angustiado, no sabiendo si iba a inten tar luchar o escapar, hasta que se dio cuenta de que había tropezado con el mango nuevo que había tallado Tam para la azada.

«¡Idiota!» Permaneció tendido allí por un momento, tratando de detener sus jadeos. «¡Un terrible idiota!» Finalmente continuó a lo largo de la parte trasera del establo, llevando consigo el mango de la azada. No era gran cosa, pero era mejor que nada. En la esquina, miró con precaución el patio y la casa.

No había señales de la criatura que había saltado tras él. Podía estar en cualquier lugar, persiguiéndolo, sin duda, a punto incluso de abatirse sobre él. Del aprisco, situado a su izquierda, salían atemorizados balidos y el rebaño corría de un lado a otro como si quisiera encontrar una vía de escape. Unas sombras imprecisas se movían en las ventanas iluminadas de la parte delantera de la vivienda y los choques del acero resonaban en medio de la oscuridad. De pronto, una de las ventanas se vino abajo con un estrépito de cristales al saltar Tam por ella, con la espada todavía en la mano. Cayó de pie, pero, en lugar de apartarse de la casa, echó a correr hacia la parte posterior, haciendo caso omiso de los monstruosos seres que salían entremezclados tras él por la ventana rota y la puerta.

Rand lo observó con incredulidad. ¿Por qué no intentaba huir? Entonces comprendió. Tam había escuchado por última vez su voz desde detrás de la casa.

—¡Padre! —gritó—¡Estoy aquí!

Tam se giró en mitad de una zancada. En lugar de correr hacia Rand, tomó una dirección con un ángulo distinto.

—¡Corre, muchacho! —gritó, y apuntó con la espada como si hubiera alguien delante de él—. ¡Escóndete!

Una docena de descomunales formas aparecieron tras él, acompañadas de ásperos gritos y agudos aullidos que herían el propio aire.

Rand se retiró nuevamente al amparo de la sombra del corral. En caso de que alguna de las criaturas estuviera todavía en la casa, no podría descubrirlo allí. Al menos por el momento se encontraba a salvo. Pero no Tam, que intentaba alejar de él a aquellos seres. Cerró con fuerza los puños en torno al mango de la azada y hubo de apretar las mandíbulas para contener una carcajada. Un mango de azada. Enfrentarse a una de esas criaturas con el mango de una azada no se parecería en nada a jugar a barras con Perrin. Sin embargo, no podía permitir que Tam tuviera que luchar solo con aquellas cosas que lo acosaban.

—Si me muevo como si estuviera persiguiendo a un conejo —susurró para sí—, no podrán verme ni oírme. —Intentó engullir saliva.

Los espantosos chillidos resonaban en la penumbra igual que una manada de lobos hambrientos.

Se alejó en silencio del corral en dirección al bosque; agarraba tan fuerte el mango de la azada que le dolían las manos.

Al principio, le resultó reconfortante hallarse rodeado de árboles, pues éstos le servían para ocultarse de aquellas insólitas criaturas que habían atacado la granja. A medida que se arrastraba por el bosque, no obstante, las sombras rebullían, y comenzó a sentir como si la oscuridad de la floresta cambiara y se desplazara también. Los árboles proyectaban malévolamente su sombra; las ramas se retorcían tratando de aferrarlo. ¿Pero eran solamente árboles y ramas? Casi podía oír las risas crecientes que exhalaban sus gargantas mientras lo esperaban. Los aullidos de los perseguidores de Tam ya no ocupaban la noche, pero en medio del silencio que ahora reinaba en su lugar, Rand se sobrecogía cada vez que el viento hacía frotar las ramas. Avanzaba progresivamente con mayor lentitud, encogiendo aún más las espaldas, y apenas se atrevía a respirar por temor a ser escuchado.

De improviso, una mano le tapó la boca por detrás y otra le atenazó la muñeca. Dio unos zarpazos desesperados por encima del hombro con la mano libre para contraatacar.

—¡No me rompas el cuello, muchacho! —dijo Tam con un ronco susurro. El alivio recorrió su cuerpo, destensándole los músculos, de modo que, al soltarlo su padre, cayó al suelo de pies y manos junto a él, apoyándose en un codo. —No habría hecho esto si hubiera reparado en lo mucho que has crecido en estos últimos años —comentó quedamente Tam, escrutando con inquietud la oscuridad—, pero tenía que asegurarme de que no hablases en voz alta. Algunos trollocs tienen el oído tan aguzado como los perros, o incluso más.

—Pero los trollocs sólo son… —Rand interrumpió su objeción. No eran solamente personajes de relatos, no después de lo que había visto aquella noche. Por lo que a él respectaba, aquellos seres podían ser trollocs o el propio Oscuro en persona—. ¿Estás seguro? —musitó—. Quiero decir… ¿trollocs?

—Estoy convencido. Aunque el motivo que los ha atraído a Dos Ríos… No había visto nunca ninguno, pero he hablado con hombres que sí han topado con ellos y por eso sé algunas cosas. Tal vez nos sean útiles para

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