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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 161
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seguido tus huellas hasta aquí y, de camino, he destruido tu ejército. Tú no tejes el Entramado.

Los ojos de Ba’alzemon rugieron como dos hornos. Sus labios no se movieron, pero Rand creyó escuchar una maldición dirigida a Aginor. Después las llamaradas remitieron y aquel rostro de ser humano ordinario le sonrió de una manera que heló incluso la cálida irradiación de la Luz.

—Será fácil reunir otras huestes, necio. Ejércitos como no los has ni soñado están por venir. ¿Y que tú has seguido mis huellas? ¿Que tú, escarabajo insignificante, me has seguido? Yo dispuse tu senda el día en que naciste, una senda que te conduciría a la tumba o a este lugar. Los Aiel a quienes se permitió huir y a uno vivir, para pronunciar las palabras que transmitirían su eco con el paso de los años. Jain el Galopador, un héroe —retorció la boca con desdén—, a quien yo disfracé de ingenuo y envié a los Ogier dejándolo creer que se había librado de mí. Los miembros del Ajah Negro, hormigueando como los gusanos que habitan sus vientres, a través del mundo para detectar tu paradero. Yo tiro de las cuerdas y la Sede Amyrlin danza a su son, pensando que controla los acontecimientos.

El vacío tembló; Rand se apresuró a afianzarlo. «Lo sabe todo. Habría podido hacerlo. Podría haber sucedido tal como dice.» La Luz caldeó el vacío. Las dudas se agitaron y se calmaron, hasta que sólo quedó su simiente. Forcejeó, sin saber si deseaba enterrar la semilla o hacerla fortalecer. El vacío se replegó, se empequeñeció y él volvió a dejarse mecer por el remanso de la calma.

Ba’alzemon no dio muestras de percatarse de ello.

—Poco importa si te atrapo vivo o muerto, si te omito a ti y al poder que puedes cobrar; me servirás tú o, de lo contrario, lo hará tu alma. Sin embargo, preferiría que te postraras ante mí vivo y no muerto. Un solo pelotón de trollocs enviado a tu pueblo cuando habría podido mandar un millar. Un Amigo Siniestro al que te has debido enfrentar cuando habrían podido ser cien los que sorprendieran tu sueño. Y tú, insensato, ni siquiera los conoces a todos, ni a los que se hallan delante, ni detrás, ni a tus costados. Eres mío, siempre has sido mío, mi perro sujeto por el cabo de una cuerda, y te he traído hasta aquí para que te arrodilles ante tu amo o para darte muerte y dejar que así sea tu alma la que se postre a mis pies.

—Reniego de ti. No tienes poder sobre mí y no me humillaré ante ti, ni vivo ni muerto.

—Mira —indicó Ba’alzemon—. Mira. —Rand giró la cabeza a su pesar.

Egwene estaba de pie allí y Nynaeve, pálidas y asustadas, con flores prendidas en el pelo. Y otra mujer, algo mayor que la Zahorí, de ojos oscuros y gran belleza, vestida a la usanza de Dos Ríos, con coloridas guirnaldas bordadas en el cuello.

—¿Madre? —musitó, y la mujer sonrió con desesperanza. Aquélla era la sonrisa de su madre—. ¡No! Mi madre está muerta y las otras dos se encuentran a salvo lejos de aquí. ¡Reniego de ti! —Egwene y Nynaeve fueron perdiendo nitidez hasta disiparse. Kari al’Thor permaneció allí, con los ojos desorbitados de pavor.

—Ella, al menos —replicó Ba’alzemon—, se halla a mi merced.

—Reniego de ti. —Hubo de esforzarse por articular las palabras—. Ella está muerta y habita en la Luz, a salvo de tus garras.

Los labios de su madre temblaron y las lágrimas surcaron sus mejillas, corroyendo su espíritu con la causticidad del ácido.

—El Señor de la Tumba es más poderoso de lo que fue en un tiempo, hijo mío —digo—. Sus competencias se han ampliado. El Padre de las Mentiras posee una lengua zalamera para atraer a las almas incautas. Mi hijo, mi querido y único hijo. Si me fuera dado elegir no me interpondría en tu camino, pero él es mi amo ahora y su voluntad la ley de mi existencia. No me resta más que obedecerlo y arrastrarme para lograr sus favores. Sólo tú puedes liberarme. Por favor, hijo mío. Por favor, ayúdame. ¡Ayúdame! ¡POR FAVOR!

Mientras exhalaba aquel grito desgarrador unos pálidos Fados de cuencas vacías estrecharon su cerco en torno a ella. Sus ropas cayeron, desgarradas por sus exangües manos, unas manos que blandían pinzas, tenazas y objetos que horadaban, quemaban, azotaban sus desnudas carnes. Su alarido era insoportable.

Rand sumó su grito al de su madre. El vacío rebullía en su mente. Tenía la espada en la mano, no el arma marcada con la garza, sino una hoja de luz, una espada de la Luz. En el preciso instante en que la levantaba, un tremendo rayo blanco brotó de su punta, como si el propio haz se hubiera alargado. Cuando tocó al Fado más próximo, una cegadora incandescencia alumbró la cámara, atravesó a los Semihombres como la llama de una vela se transparenta en el papel, y extendió su cegadora claridad hasta el punto de que sus ojos fueron incapaces de percibir lo que sucedía alrededor de ellos.

Desde el centro de la fulguración, llegó un susurro hasta él:

—Gracias, hijo mío. La Luz. La bendita Luz.

El resplandor se desvaneció y volvió a hallarse a solas con Ba’alzemon. Los ojos del Oscuro crepitaban como la Fosa de la Perdición, pero él se escudaba y retrocedía de la espada como si en verdad se tratara de la propia Luz.

—¡Insensato! ¡Te destruirás a ti mismo! ¡No puedes usarla así, todavía no! ¡No hasta que yo te haya enseñado a hacerlo!

—Se ha acabado —atajó Rand, al tiempo que dirigía la espada contra la negra cuerda de Ba’alzemon.

Ba’alzemon gritó con la descarga del arma, siguió gritando hasta que hizo temblar las paredes y su incesante alarido multiplicó su intensidad cuando la espada de la Luz sesgó la cuerda. Los cabos cortados se separaron con violencia, como si hubieran soportado una gran tensión. El ramal que se perdía en la oscuridad del exterior comenzó a encogerse mientras se alegaba; el otro restalló sobre Ba’alzemon y lo arrojó contra la chimenea. Percibió unas inaudibles risotadas en los silenciosos gritos de los rostros torturados. Las paredes se estremecieron, crujieron; el suelo se levantó y el techo arrogó fragmentos de roca sobre él.

Mientras todo se desmoronaba a su alrededor, Rand apuntó la espada al corazón de Ba’alzemon.

—¡Ha acabado!

De la hoja surgió un refulgente haz luminoso que se disgregó en un rocío de chispas semejante a un profuso goteo de un blanco metal fundido. Gimiendo, Ba’alzemon alzó los brazos en un vano intento de protegerse. Las llamas crepitaron en sus ojos y se sumaron a las que produjo, al incendiarse, la piedra de las resquebrajadas paredes, la piedra del hinchado suelo, la piedra que escupía el techo.

Rand notó cómo se empequeñecía la brillante hebra prendida a él, que menguó hasta que únicamente restó el resplandor, pero continuó atacando, sin saber qué hacía ni qué medio utilizaba, con la sola conciencia de que aquello debía tocar a su fin. «¡Tiene que acabar!»

El fuego llenó la estancia en una llama compacta. Veía cómo Ba’alzemon se marchitaba como una hoja, oía sus alaridos desgañitados que lo corroían hasta los huesos. La llama se convirtió en una prístina luz blanca, más radiante que el sol.

Entonces el último centelleo de la hebra desapareció y él cayó, rodeado de tinieblas, acompañado de los gritos cada vez más lejanos de Ba’alzemon. Algo lo golpeó con tremenda fuerza y lo convirtió en una masa informe que se estremecía y gritaba a causa del fuego que devastaba su interior, la ávida gelidez que lo quemaba incesantemente.

CAPÍTULO 52: Sin principio ni final

Primero tomó conciencia del sol, que recorría un cielo carente de nubes y asestaba sus rayos en sus ojos abiertos. Parecía avanzar a rachas; permanecía inmóvil durante días y luego se precipitaba hacia adelante, para hundirse en el horizonte arrastrando consigo la claridad diurna. «Luz, esto debería tener algún sentido.» Los pensamientos le representaron una novedad. «Puedo pensar.» A continuación vino el dolor, el recuerdo de una violenta fiebre, de las contusiones recibidas cuando los espasmos lo habían sacudido como a un pelele sin sostén. Y un aguijón. Un aceitoso olor a quemado le impregnaba las ventanas de la nariz y el cerebro.

Con músculos doloridos, se volvió boca abajo y se incorporó ayudado de manos y pies. Contempló, sin comprender, las grasientas cenizas sobre las cuales había yacido, las mismas cenizas diseminadas que manchaban la piedra de la cumbre de la colina. Entre los residuos carbonizados había retazos de tela de color verde oscuro, angulosos recortes que habían escapado de las llamas. «Aginor.»

Sintió náuseas. Trató de cepillarse las negras pavesas prendidas en su ropa. Tambaleante, se apartó de los restos del Renegado. Sus manos sacudieron débilmente la tela, sin lograr apenas resultados. Intentó utilizar las dos a la vez y cayó de bruces. Una ladera cortada en picado descendía bajo su rostro, una lisa pared de piedra que giraba antes sus ojos, atrayéndolo hacia sus profundidades. Mareado, vomitó en el borde del precipicio.

Se arrastró temblorosamente hacia atrás, hasta tener un terreno firme bajo la cara, y entonces se volvió de espaldas y trató de recobrar el aliento. Desenfundó con esfuerzo la espada. Sólo quedaban algunas cenizas del paño rojo. La levantó hasta la altura de sus ojos con manos trémulas. Era una hoja con la marca de la garza —«¿La marca de la garza? Sí. Tam. Mi padre.»—, pero de acero al fin y al cabo. Hubo de realizar tres intentos antes de lograr envainarla. «Ha habido otra cosa. O había otra espada.»

—Me llamo —dijo en voz alta—Rand al’Thor. —Otros recuerdos se agolparon en su cerebro, arrancándole un gruñido—. El Oscuro —susurró para sí—. El Oscuro ha muerto. —La cautela ya no era necesaria—. Shai’tan ha muerto. —El mundo pareció estremecerse. Sacudió la cabeza, disfrutando de una silenciosa dicha, hasta que las lágrimas brotaron de sus ojos—. ¡Shai’tan ha muerto! —Lanzó sus risas al cielo. Otra noción acudió a su memoria—. ¡Egwene! —Aquel nombre representaba algo importante.

Se puso en pie con dificultad, ondulándose como un sauce agitado por un vendaval, y pasó tambaleante junto a las cenizas de Aginor sin dedicarles una mirada. «Ahora ya no es importante.» Cubrió el primer trecho de la pendiente, arrastrándose, y se dejó llevar por la gravedad, aferrándose de vez en cuando a los matorrales. Cuando llegó a un terreno menos accidentado, había arreciado el dolor de las magulladuras, pero halló la suficiente fuerza para mantenerse erguido. «Egwene.» Echó a correr arrastrando los pies. Recibía una lluvia de hojas y pétalos de flores cada vez que tropezaba entre la maleza. «Tengo que encontrarla. ¿Quién es?»

Sus brazos y piernas parecían moverse como largas vainas vegetales en lugar de dirigirse hacia donde él quería llegar. Perdido el equilibrio, topó con un árbol y se golpeó con violencia contra el tronco. El follaje roció su cabeza mientras apretaba la cara sobre la rugosa corteza, cogiéndose de ella para no caer. «Egwene.» Se apartó del árbol y emprendió de nuevo camino. Casi de inmediato se ladeó de nuevo, a punto de desplomarse, pero obligó a sus piernas a cobrar velocidad, a correr, tambaleante, aun a riesgo de perder pie y caer de bruces con cada paso que daba. Con el movimiento, sus extremidades comenzaron a responderle de nuevo. Poco a poco infundió firmeza a su marcha, coronando un altozano para volverlo a bajar. Irrumpió en el claro del bosque, que casi llenaba ahora el imponente

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