que no ha venido —dijo a Rand, mientras se secaba la mano con la chaqueta—. Toda esta historia de hombres y caballos que yo no puedo ver me hace sentir una total desconfianza. —Trasvasó el agua del pozo a otro recipiente y se alejó hacia la casa, con el cubo en una mano y la lanza en la otra—. Voy a preparar un poco de estofado para cenar; y, ya que estamos aquí, podríamos atender algunos quehaceres.
Rand esbozó una mueca, pesaroso por no poder pasar la Noche de Invierno en el Campo de Emond. No obstante, Tam tenía razón. En una casa de campo no se acababa nunca el trabajo; tan pronto como se había finalizado una tarea, había dos más que reclamaban atención. Aunque dubitativo, mantuvo el arco y las flechas al alcance de la mano. En caso de que apareciera el sombrío jinete, no tenía intención de enfrentarse a él únicamente con un azadón.
Lo primero que debía hacer era llevar a Bela al establo. Una vez quitados los arreos, la situó en el pesebre contiguo al de la vaca, se echó la capa a un lado, le frotó la piel con paja seca y luego la almohazó con un par de cepillos. Después de subir la estrecha escalera que llevaba al pajar, arrojó heno para dárselo de comer. También trajo para la yegua una palada de avena, si bien el granero estaba casi vacío y no volverían a llenarlo hasta varios meses más tarde, a menos que mejorase pronto el tiempo. Había ordeñado a la vaca por la mañana, antes del amanecer, y solamente había obtenido una cuarta parte de su producción habitual; parecía que estaba secándose con la persistencia del invierno.
Habían dejado a las ovejas suficiente comida para dos días… A aquellas alturas ya deberían comer en los pastos, pero no había ninguno digno de recibir tal nombre… De cualquier modo, les añadió agua. Asimismo había que recoger los huevos puestos. Sólo encontró tres. Según todos los indicios, las gallinas se las ingeniaban cada vez mejor para esconderlos.
Se dirigía con una azada al huerto situado detrás de la casa cuando Tam salió y se sentó en un banco a coser uno arreos, apoyando la lanza a su lado. Aquello le quitó la sensación de embarazo que le había producido mantenerse tan apegado al arco.
Sólo habían brotado del suelo algunas hierbas, la mayoría malas hierbas. Las coles parecían engendros, los brotes de judías y guisantes eran casi imperceptibles y no se distinguía ningún rastro de remolacha. Todavía no habían plantado todo, por supuesto; únicamente una parte, con la esperanza de que el frío cejara a tiempo para poder recolectar algo antes de que se vaciase la despensa. Le llevó poco rato la labor de cavar, lo cual lo hubiera contentado en temporadas anteriores, pero ahora se preguntaba qué iban a hacer si no crecía nada aquel año. No era aquél un pensamiento reconfortante. Y aún tenía que partir leña.
A Rand le pareció que habían transcurrido meses desde la última vez que partieron leña. No obstante, las quejas no calentarían la casa, por lo que agarró el hacha, recostó el arco y el carcaj en un tronco y se puso manos a la obra.
El pino para producir rápidamente llama y el roble para mantener el fuego. Cuando el montón de leña cortada era lo bastante grande, la ordenaba junto a la pared de la casa, al lado de las otras pilas que ya había. La mayoría llegaban hasta el alero, cuando otros años, por aquella época, las pocas que quedaban apenas ocupaban unos palmos de pared. A medida que hachaba y apilaba sucesivamente, se abandonó al ritmo del hacha y los movimientos para apilar lo cortado, hasta que la mano de Tam sobre el hombro lo devolvió al presente y la sorpresa le produjo un sobresalto.
Mientras trabajaba había sobrevenido un crepúsculo gris, que ya se desvanecía para dar paso velozmente a la noche. La luna llena se elevaba por encima de las copas de los árboles, henchida en su brillante palidez cómo si estuviera a punto de caer sobre sus cabezas. El viento se había vuelto más frío sin que tampoco hubiera reparado en ello, y los jirones de nubes corrían impulsados por él a través del cielo que se oscurecía poco a poco.
—Vamos a lavarnos y a cenar. Ya he acarreado el agua para tomar un baño caliente antes de acostamos.
—Cualquier cosa que esté caliente me vendrá bien —aseguró Rand y se recogió la capa. Tenía la camisa empapada de sudor, y el viento, inadvertido con el calor del movimiento, parecía querer helarla ahora que había dejado de trabajar. Sofocó un bostezo y se estremeció mientras recogía sus cosas—. Y dormir también, a decir verdad. Hasta podría quedarme dormido la fiesta entera.
—¿Te atreverías a jurarlo? —replicó Tam, sonriendo.
Rand no pudo reprimir una sonrisa a su vez. No se perdería Bel Tine ni aunque hubiera pasado una semana en vela; ni él ni nadie.
Tam había encendido pródigamente las velas y el fuego crepitaba en la chimenea, de modo que la sala principal presentaba un aire cálido y acogedor. Una amplia mesa de madera de roble era el rasgo más llamativo de la habitación, aparte del hogar; una mesa lo suficientemente larga para aceptar a doce o más comensales, aun cuando en contadas ocasiones se hubieran reunido tantas personas allí desde la muerte de su madre. Algunas vitrinas y cómodas, en su mayor parte fabricadas por Tam, flanqueaban las paredes, y varias sillas de alto respaldo rodeaban la mesa. El sillón con cojines que Tam denominaba su sillón de lectura se hallaba torcido hacia las llamas. Rand prefería leer recostado en la alfombra, delante del fuego. La estantería dónde se encontraban los libros, junto a la puerta, no era ni con mucho tan larga como la de la Posada del Manantial, pero no era sencillo conseguir libros. Pocos buhoneros llevaban más que un puñado de ellos, y para comprarlos había que forcejear con la otra gente que también ansiaba hacerse con ellos.
A pesar de que la estancia no aparecía fregada con el mismo esmero y frecuencia de que hubiera hecho gala una ama de casa —el soporte de la pipa de Tam y Los Viajes de Jain el Galopador estaban encima de la mesa, mientras que otro libro con encuadernación de madera reposaba sobre el cojín de su sillón de lectura; un cabo de arreo que había que recomponer yacía en el banco junto al hogar y algunas camisas amontonadas sobre una silla aguardaban a que alguien las remendara—, aun cuando no reluciera impecable, estaba lo bastante limpio y ordenado, con un aspecto de lugar habitado que resultaba casi tan reconfortante y cálido como el fuego. Aquí era posible olvidar la gelidez que reinaba al otro lado de las paredes. En ese lugar no había ningún falso Dragón, ni Aes Sedai, ni hombres con capa negra. El aroma de la cazuela de estofado que pendía sobre las llamas impregnaba la habitación y despertaba un hambre canina en Rand.
Su padre removió el guiso con una larga cuchara de madera y luego lo probó.
—Ha de cocerse un poco más.
Rand se apresuró a lavarse la cara y las manos en una jofaina situada al lado de la puerta. Lo que realmente deseaba era tomar un baño caliente, para desprenderse del sudor y del frío, pero no podría hacerlo hasta que hubiera transcurrido suficiente tiempo para calentarse el agua en la habitación de atrás.
Tam rebuscó en el interior de un armario y sacó una llave tan larga como su mano y luego la hizo girar en la gran cerradura de hierro de la puerta.
—Es mejor asegurarse —explicó en respuesta a la mirada interrogativa de Rand—. Tal vez me haya dado alguna manía, o quizás el tiempo me esté agriando el humor, pero… —Suspiró golpeando con la llave la palma de su mano—. Voy a cerrar la puerta trasera —añadió.
Rand no recordaba que hubieran cerrado alguna vez una de las puertas con llave. Ningún habitante de Dos Ríos cerraba con llave su casa. No había ninguna necesidad de hacerlo, al menos hasta entonces.
Oyó un chirrido procedente de la habitación de Tam en el piso de arriba; era como si arrastrasen algo por el suelo. Rand frunció el entrecejo. A menos que Tam hubiera decidido de improviso cambiar el mobiliario de sitio, sólo podía estar tirando del viejo arcón que guardaba debajo de su cama. Aquello era algo que, según la memoria de Rand, tampoco se había hecho nunca en aquella casa.
Llenó de agua un pequeño hervidor para el té, lo colgó de un gancho por encima del fuego y luego preparó la mesa. Él mismo había tallado las escudillas y las cucharas. De vez en cuando miraba atentamente las ventanas de la pared delantera, cuyos postigos todavía no habían cerrado, pero era ya noche cerrada y sólo alcanzaba a ver sombras. El siniestro jinete habría podido estar apostado allí; sin embargo, intentó no pensar en ello.
Cuando Tam regresó con una ancha correa ceñida al pecho, de la que colgaba una espada con una garza real de bronce en la funda negra y otra en la larga empuñadura, Rand lo miró estupefacto. Los únicos hombres a quienes Rand había visto llevar espada eran los guardas de los mercaderes, y a Lan, por supuesto. Nunca le había cruzado por la mente la idea de que su padre pudiera tener una. De no ser por las garzas, el arma era muy similar a la de Lan.
—¿De dónde la has sacado? —preguntó— ¿Se la compraste a un buhonero? ¿Cuánto te costó?
Tam desenvainó lentamente la espada, la cual reflejó los destellos de las llamas. No era comparable a las sencillas y toscas hojas que había visto en manos de los guardas de mercaderes. Aun cuando no tuviera adornos de oro ni de piedras preciosas, le pareció magnífica. Sobre el acero, muy ligeramente curvado y afilado sólo en uno de sus bordes, había grabada otra garza. En su superficie habían labrado también dos cortas hileras de líneas trenzadas. Tenía un aspecto frágil al lado de las espadas de los guardas de mercader, la mayoría de las cuales estaban aceradas en ambos filos y eran lo bastante gruesas como para abatir un árbol de un solo tajo.
—La conseguí hace mucho tiempo —respondió Tam—y muy lejos de aquí. Pagué sin duda demasiado por ella; dos monedas de cobre es demasiado dinero para una cosa así. Tu madre no aprobó la compra, pero ella siempre fue más juiciosa que yo. En aquel tiempo yo era joven y me pareció que el precio era justo. Ella siempre quiso que me deshiciera de la espada y en más de una ocasión pensé que tenía razón, que debía darla a alguien.
El fuego proyectado en la hoja parecía hacerla llamear. Rand tuvo un sobresalto. A menudo había soñado poseer una espada.
—¿Darla a alguien? ¿Cómo podrías desprenderte de una espada como ésta?
—No sirve de mucho para criar corderos —dijo con un bufido Tam—, ¿no es así? Tampoco para labrar un campo o segar la hierba. —Durante un largo minuto contempló el arma como si se preguntase qué hacía él con semejante objeto. Por último dejó escapar un hondo suspiro—. Pero, si no es una inquietud imaginaria lo que se ha apoderado de mí, si la mala suerte se cierne sobre nosotros, tal vez resulte un gesto útil haberla guardado en ese viejo arcón. Deslizó con suavidad la hoja en