rencorosa mirada—. Vuestra época ha concluido y los de vuestra especie ya se han convertido en polvo hace mucho tiempo. Vivid la corta vida que os queda y alegraos de que no reparemos en vos.
—Este es mi jardín —afirmó el Hombre Verde—y no vais a causar daño a ningún ser viviente aquí.
Balthamel arrojó a Nynaeve como a un pelele y como tal se desplomó ella, con la mirada fija y los miembros flojos como si su osamenta hubiera perdido solidez. Una mano enfundada en cuero se alzó, y el Hombre Verde rugió al tiempo que humeaban las lianas que componían su cuerpo. El viento que azotó los árboles sonó como el eco de su dolor.
Aginor se volvió hacia Rand y los demás, como si ya hubiera dado cuenta del Hombre Verde, pero éste dio una larga zancada y unos recios brazos foliosos rodearon a Balthamel y, elevándolo por los aires lo aplastaron contra un pecho de espesos sarmientos, y acercaron la máscara de cuero negro a unos ojos de avellanas oscurecidos por la furia. Los brazos de Balthamel se soltaron como serpientes y sus manos agarraron la cabeza del Hombre Verde como si fueran a arrancarla. En los puntos tocados por aquellas manos brotaban llamaradas, se marchitaban las lianas y caían las hojas. El Hombre Verde bramaba mientras su cuerpo despedía un espeso y oscuro humo. Era un rugido incesante, por el que parecía exhalar su hálito vital mientras el humo se ondulaba bajo sus labios.
De pronto Balthamel dio un respingo, comprimido en el abrazo del Hombre Verde, y sus manos trataron de empujarlo en lugar de aplicar su presión sobre él. Una de sus manos enguantadas se extendió… y del negro cuero surgió una diminuta planta trepadora. Unas setas, similares a las que rodean los troncos de los árboles en las zonas umbrías del bosque, circundaron su brazo y alcanzaron en segundos su pleno crecimiento, hinchándose hasta cubrirlo por completo. El Renegado intentó volver a atacar, y un brote de estramonio rasgó su caparazón, mientras unos líquenes enraizaban en el rostro, cuarteando el cuero que lo cubría, las ortigas desgarraban sus ojos y las amanitas forzaban la abertura de la boca.
El Hombre Verde soltó al Renegado. Balthamel se retorcía y saltaba mientras todos los seres que crecían en los parajes oscuros, todas las plantas con esporas, todos los vegetales que amaban la humedad, se inflaban y alargaban, desgajando tela, cuero y carne —¿era carne aquello entrevisto en ese fugaz momento de verdeciente furor?—en andrajosos jirones hasta cubrirlo y no dejar de él más que un montículo, indistinguible de los muchos que existían en las profundidades de la verde floresta y que, al igual que los demás, tampoco se movía.
Con un gemido, como una rama quebrada a causa de un peso excesivo, el Hombre Verde se derrumbó. La mitad de su cabeza estaba chamuscada y sus miembros todavía despedían espirales de humo, parecidas a enredaderas de color gris. Las requemadas hojas cayeron de su brazo mientras alargaba dolorido su ennegrecida mano para rodear suavemente una bellota.
La tierra tembló mientras una planta de roble se elevaba entre sus dedos. El Hombre Verde dejó caer la cabeza, pero el renuevo porfió en su intento de tocar el sol. Las raíces se extendieron y engrosaron, ahondaron en la tierra y volvieron a surgir, con un perímetro cada vez más largo. El tronco se ensanchó, despuntando hacia arriba, mientras la corteza se tornaba grisácea y fisurada como la de un antiguo ejemplar. El ramaje se expandió en recios miembros del grosor de un brazo humano y se irguió para acariciar el cielo, poblado de verdes hojas y profusas bellotas. La contundente urdimbre de raíces revolcó la tierra como un inmenso arado al ampliarse; el ya enorme tronco se estremeció, dilatándose aún más hasta alcanzar el diámetro de una casa.
La calma retornó. Y un roble que hubiera podido tener quinientos años cubría el lugar donde había caído el Hombre Verde, marcando la sepultura de una leyenda. Nynaeve yacía sobre las nudosas raíces, que se habían curvado para albergar su cuerpo, para formar un lecho donde pudiera descansar. El viento suspiró entre las ramas del roble; parecía murmurar una despedida.
El mismo Aginor expresaba estupor. Entonces levantó la cabeza, con los cavernosos ojos fulgurantes de odio.
—¡Basta! ¡Ya es hora sobrada para acabar con esto!
—Sí, Renegado —asintió Moraine, con la voz más gélida que el hielo invernal—. ¡Hora sobrada!
La Aes Sedai alzó la mano y el suelo se abrió bajo los pies de Aginor. De la sima brotaron llamaradas, avivadas por un viento que soplaba con ímpetu en todas direcciones, absorbiendo un torbellino de hojas hacia el eje de fuego, que parecía solidificarse en una gelatina amarilla veteada de rojo, una pura concentración de calor. En el centro permanecía Aginor, suspendido en el aire. El Renegado pareció sorprendido, pero luego esbozó una sonrisa y dio un paso hacia adelante. Fue una zancada lenta, contenida, al parecer, por el fuego que trataba de retenerlo, pero que logró dar y tras ella siguió otra más.
—¡Corred! —ordenó Moraine, con la faz demudada por el esfuerzo—. ¡Corred todos! —Aginor caminó por el aire, hacia el límite de las llamas.
Rand tuvo conciencia de la desbandada de Mat, Perrin y Loial, que se perdieron en el ángulo de su visión, pero todo cuanto era capaz de advertir era a Egwene. Ésta estaba de pie, rígida, con la cara pálida y los ojos cerrados. No era el miedo lo que la paralizaba: intentaba esgrimir su insignificante e inexperto manejo del Poder en contra del Renegado.
La agarró con rudeza del brazo y la volvió de cara a él.
—¡Corre! —le gritó. Sus ojos se abrieron y lo miraron, furiosos por la injerencia, acuosos a causa del odio que profesaba a Aginor y el miedo que éste le inspiraba a un tiempo—. Corre repitió, y la empujó hacia los árboles con la fuerza suficiente para obligarla a avanzar—. ¡Corre! —Una vez que hubo comenzado a moverse, ella echó a correr.
Sin embargo, el apergaminado rostro del Renegado se volvió hacia él, hacia Egwene que huía tras él, mientras sus pies caminaban entre las llamas, como si lo que estaba haciéndole la Aes Sedai no le concerniera en absoluto. Se dirigía hacia Egwene.
—¡A ella no! —gritó Rand—. ¡Así te ciegue la Luz, a ella no! —Recogió una piedra y la arrojó contra Aginor, con intención de atraer su atención. Cuando había cubierto la mitad del trecho que mediaba entre él y Aginor, la roca se convirtió en un puñado de polvo.
Vaciló sólo un momento, el tiempo necesario para lanzar una ojeada sobre el hombro y comprobar que Egwene se había ocultado en el bosque. Las llamas todavía rodeaban al Renegado, consumiendo retazos de su capa, pero él continuaba avanzando como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, y el borde del fuego se aproximaba a él. Rand giró sobre sí y emprendió una carrera. Oyó a Moraine, que comenzaba a gritar a sus espaldas.
CAPÍTULO 51: Lucha con la Sombra
El suelo ascendía en la dirección que tomó Rand, pero el miedo infundía fuerzas a sus piernas y éstas ganaban terreno velozmente, abriéndose camino entre arbustos florecidos y marañas de rosales silvestres, sin reparar en las espinas que arañaban sus ropas y su piel. Moraine había dejado de gritar. Sus alaridos, progresivamente angustiados, habían parecido durar una eternidad, pero sabía que sólo se habían prolongado unos momentos. Unos momentos en que había podido tomar la delantera. Estaba seguro de que Aginor saldría a perseguirlo a él. Había percibido la certeza en los hundidos ojos del Renegado, un segundo antes de que el terror espoleara sus pasos.
El terreno era cada vez más abrupto, pero seguía su avance. Se cogía de las matas, dejando a su paso un reguero de rocas, terrones, y hojas que se precipitaban por la ladera, y al final se arrastraba sobre manos y rodillas cuando la pendiente se tornó más escarpada. Jadeante, recorrió los últimos palmos, se puso en pie y se detuvo, con incontenibles deseos de gritar.
A tres pasos de distancia, la cumbre de la colina descendía bruscamente. Sabía lo que iba a encontrarse antes de llegar allí, y sin embargo prosiguió su marcha, con pies cada vez más pesados, pero con la esperanza de hallar tal vez algún sendero, un camino de cabras o algo similar. Llegado al borde, se encontró con un declive de treinta metros de profundidad, cortado por una pared vertical tan lisa como la madera pulida.
«Tiene que haber otra salida. Retrocederé y buscaré la manera de rodearlo. Retrocederé y…»
Al volverse, Aginor estaba allí, coronando la cima. El Renegado llegó a lo alto de la colina sin dificultad, recorriendo la marcada pendiente como si fuera un terreno llano. Sus ojos cavernosos lo observaron desde su ajado rostro, el cual, extrañamente, parecía menos marchito que antes, más carnoso, como si Aginor se hubiera cebado en algo. Aquellos ojos estaban fijos en él; no obstante, cuando Aginor habló, lo hizo casi para sí.
—Ba’alzemon otorgará recompensas que superan los sueños de un mortal a aquel que te lleve a Shayol Ghul. Mis sueños, sin embargo, siempre se han elevado por encima de los de los otros hombres, y ya abandoné la mortalidad hace milenios. ¿Qué diferencia habrá en que sirvas al Gran Señor de la Oscuridad vivo o muerto? Ninguna, para la supremacía de la Sombra. ¿Por qué debería compartir el poder contigo? ¿Por qué debería rebajarme de rodillas ante ti? Yo, que me enfrenté a Lews Therin Telamon en la propia Antecámara de los Siervos. Yo, que medí mis fuerzas con el Señor de la Mañana y me mantuve a su altura. No creo que deba renunciar a mis privilegios.
Rand sentía en la boca la sequedad del polvo; notaba su lengua tan apergaminada como la piel de Aginor. La orilla del precipicio crujió bajo sus talones, arrojando piedras al vacío. No se atrevió a mirar atrás, pero oyó cómo las rocas rebotaban una y otra vez en la escarpada pared, al igual que lo haría su cuerpo si se movía un solo milímetro. Hasta entonces no había tomado conciencia de que había estado retrocediendo para alejarse del Renegado. La piel le hormigueaba con tal intensidad que pensó que la vería retorcerse, si lograba apartar la mirada del Renegado. «Debe de haber algún modo de zafarse de él. ¡Alguna manera de escapar! ¡Tiene que haberla! ¡Alguna manera!»
De repente sintió algo, lo percibió, a pesar de tener conciencia de su inmaterialidad. Una resplandeciente cuerda, blanca como la luz del sol filtrada por la más prístina nube, más recia que el brazo de un herrero, más liviana que el aire, partía de la espalda de Aginor, conectándolo con algo que sobrepasaba los límites del conocimiento, algo que se hallaba al alcance de la mano de Rand.
La cuerda vibraba y, con cada uno de sus latidos, se incrementaba el vigor y la lozanía de la carne del Renegado, hasta que éste se transformó en un hombre tan alto y fuerte como él, un hombre más resistente que el Guardián, más amenazador que la Llaga. No obstante, junto a la reluciente soga, Aginor parecía carecer de existencia propia. Solamente contaba aquel conducto palpitante que invocaba el alma de Rand. Una brillante hebra del grosor de un dedo se bifurcó para tocarlo, y él abrió la boca, presa de estupor. Estaba henchido de luz y de un calor que hubiera debido quemarlo y que, sin embargo, únicamente despedía una tibieza que