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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 156
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acercarse por propia voluntad a alguien que mantiene contacto con la Fuente Verdadera —comentó Moraine, sacudiendo la cabeza.

—Agelmar dijo que la Llaga rebullía insólitamente —observó Lan—. Tal vez la Llaga también tenga conciencia de que se está formando una trama en el Entramado.

—Aprisa. —Moraine hincó los talones en los flancos de Aldieb—. Debemos franquear rápidamente los puertos.

Pero, en cuanto pronunció estas palabras, la Llaga se alzó contra ellos. Los árboles los alcanzaron y los azotaron con furia, sin preocuparles que Moraine pudiera estar en contacto con la Fuente Verdadera.

Rand tenía la espada en la mano, aunque no recordaba haberla desenfundado. Asestó estocada tras estocada, rebanando con la hoja grabada con la garza el deteriorado ramaje. Las voraces ramas se retiraban, retorciendo sus muñones —emitiendo gritos, habría jurado él—, pero siempre había otras para sustituirlas, las cuales, serpenteantes como culebras, trataban de enlazarle brazos, pecho, cuello. Con los dientes apretados en un furioso rictus, invocó el vacío, y lo halló en el rocoso y obstinado suelo de Dos Ríos.

—¡Manetheren! —gritó a los árboles hasta desgañitarse. El acero marcado con la garza centelleaba bajo el mortecino sol—. ¡Manetheren! ¡Manetheren!

Incorporado sobre los estribos, Mat no cesaba de disparar flechas a la arboleda, a los entes deformes que gruñían, haciendo rechinar incontables dientes, como si quisieran amedrentar a los proyectiles que los ensartaban. Mat se hallaba tan absorto como él en el pasado.

—¡Carai an Caldazar! —vociferaba—. ¡Carai an Ellisande! ¡Mordero daghain par duente cuebiyar! ¡An Ellisande!

Perrin también se apoyaba en los estribos, silencioso y lúgubre. Había tomado la delantera y su hacha se abría camino sin hacer distinción entre la foresta y las criaturas del reino animal que salían a su paso. Árboles de lacerantes miembros y seres que emitían gritos se apartaban por igual del fornido joven, atemorizados tanto por su feroz mirada amarillenta como por el silbido del hacha. Paso a paso, forzaba a avanzar a su caballo con incontenible determinación.

Las manos de Moraine escupieron bolas de fuego, tomando como blanco retorcidos árboles que se encendían como antorchas y, mostrando hendiduras dentadas, golpeaban con manos humanas y desgarraban su propia carne ardiente hasta perecer.

El Guardián se adentraba una y otra vez en el bosque y dejaba a sus espaldas un reguero de viscosa sangre borboteante y humeante. Cuando volvía a aparecer, su armadura presentaba rasguños por donde manaba la sangre y su caballo se tambaleaba, sangrando también. En cada ocasión la Aes Sedai se detenía para aplicarle la mano en las heridas, que ya se habían cerrado en el momento en que las retiraba.

—Lo que estoy haciendo tendrá el mismo efecto para los Semihombres que una hoguera de señales —dijo con amargura—. ¡Avanzad! ¡Avanzad!

Rand estaba seguro de que no habrían salido con vida si los árboles no hubieran gastado sus fuerzas contra la masa de carne atacante, y no hubieran repartido su atención entre ella y los humanos, y si las criaturas —de las cuales no se percibían dos con igual forma—no hubieran luchado con los árboles y entre ellas con tanto denuedo como ponían para alcanzarlos a ellos. Todavía abrigada dudas de que tal cosa no fuera a ocurrir. Entonces sonó un aflautado grito tras ellos. Distante y débil, atravesó la maraña de moradores de la Llaga que los rodeaban.

En un instante, las bocas de dientes afilados se desvanecieron, como amputadas por un cuchillo. Las formas atacantes se inmovilizaron y los árboles retomaron su postura habitual. Tan de improviso como habían aparecido, los seres provistos de patas dejaron de ser visibles en el enrarecido bosque.

Volvieron a oír el chillido, similar al son de una flauta de pan agrietada, que fue respondido por otros idénticos. Media docena de toques, que dialogaban en la lejanía.

—Gusanos —dijo Lan, provocando una mueca en Loial—. Nos han concedido una tregua, si nos dejan tiempo para utilizarla. —Sus ojos calculaban la distancia que mediaba hasta las montañas—. Pocas son las criaturas de la Llaga que se enfrentarán a un Gusano, si pueden evitarlo. —Hincó los talones en los flancos de Mandarb—. ¡Galopad! —La comitiva se precipitó en bloque tras él, cruzando una Llaga que de súbito parecía verdaderamente muerta, exceptuando la especie de caramillos que sonaban tras ellos.

—¿Los han asustado los gusanos? —preguntó Mat con incredulidad mientras trataba de colgarse el arco a la espalda.

—Un Gusano —había una considerable diferencia en el modo como pronunció la palabra el Guardián— es capaz de matar a un Fado, si a éste no lo preserva la suerte del Oscuro. Tenemos a toda una manada siguiéndonos.. ¡Corred! ¡Corred!

Las oscuras cimas se hallaban más próximas ahora, a una hora de camino, según estimó Rand, teniendo en cuenta la acelerada marcha que establecía el Guardián.

—¿No nos seguirán los Gusanos en las montañas? —preguntó Egwene sin resuello. Lan soltó una sarcástica carcajada.

—No —repuso el Ogier, con una nueva mueca de disgusto—. Los Gusanos tienen miedo de lo que mora en los puertos.

Rand deseó que el Ogier dejara de dar explicaciones. Reconocía que Loial poseía mayores conocimientos que todos ellos respecto a la Llaga, con la salvedad de Lan, aun cuando éstos procedieran de la lectura de libros realizada en el cobijo del stedding. «Pero ¿por qué tiene que recordarnos continuamente que todavía nos esperan cosas peores de las que hemos visto?»

Recorrían velozmente la Llaga, aplastando en su galope hierbas podridas.

Tres de las especies que los habían atacado antes no se movieron siquiera cuando pasaron directamente bajo su contorsionado ramaje. Las Montañas Funestas se elevaban ante ellos, negras y desoladas; parecían casi al alcance de la mano. Los pitidos sonaron con mayor agudeza y nitidez, acompañados de sonidos de blandas masas chafadas, más estruendosos que los producidos bajo las patas de sus caballos. Estruendosos en exceso, como si los mórbidos árboles fueran aplastados bajo descomunales cuerpos que se arrastraban sobre ellos. Se encontraban muy cerca. Rand miró por encima del hombro. Más atrás las copas de los árboles se venían abajo como simples hierbas. El terreno comenzó a ascender hacia los cerros en suave pendiente.

—No vamos a conseguirlo —anunció Lan. No aminoró el paso de Mandarb, pero ya aferraba de nuevo la espada—. Mantened la vigilancia en los puertos, Moraine, y lograréis franquearlos.

—¡No, Lan! —gritó Nynaeve.

—¡Callad, muchacha! Lan, ni siquiera tú puedes contener a una manada de Gusanos. No lo permitiré. Te necesitaré en el Ojo.

—Flechas —propuso Mat sin aliento.

—No serviría de nada: los Gusanos ni las notarían —replicó el Guardián. Deben de cortarse a rodajas. No sienten gran cosa aparte del hambre. Miedo, a veces.

Cogido a la silla, Rand se encogió de hombros, intentando liberar la tensión de sus espaldas. Tenía todo el torso agarrotado, respiraba con dificultad y la piel le escocía, como si la horadaran innumerables aguijones. Veía el camino que habían de remontar una vez llegados a las montañas, el tortuoso sendero y el elevado puerto emplazado más allá, similar a un hachazo que hubiera partido la negra roca. «Luz, ¿qué habrá más adelante que sea capaz de amedrentar a lo que nos persigue? Luz, ayúdame, nunca he estado tan aterrorizado. No quiero proseguir. No quiero ir más allá.» Recobró entereza y se concentró en la llama y el vacío. «¡Estúpido! ¡Tú aterrorizado, estúpido cobarde! No puedes quedarte aquí ni tampoco regresar. ¿Vas a dejar que Egwene afronte esto sola?» El vacío lo eludía; se conformaba y luego se desintegraba en centenares de puntos luminosos, para volver a formarse y hacerse pedazos de nuevo, cuyas puntas le roían los huesos hasta el extremo de doblegarlo de dolor y traerle la convicción de que iba a estallar: «Luz, socórreme, no puedo seguir. ¡Luz, ayúdame!»

Estaba tomando las riendas para volver grupas, para enfrentar a los Gusanos o cualquier otro ser, cuando de improviso el terreno sufrió una modificación. Entre la ladera de una colina y la siguiente, entre cumbre y cúspide, la Llaga se había esfumado.

Verdes hojas cubrían apaciblemente el ramaje. Las flores silvestres formaban coloridas alfombras en las hierbas agitadas por una dulce brisa primaveral. Las mariposas volaban de flor en flor, las abejas revoloteaban y los pájaros entonaban sus trinos.

Estupefacto, continuó al galope hasta que de repente advirtió que los demás se habían parado. Tiró lentamente de las riendas, petrificado por la sorpresa. Egwene tenía los ojos desorbitados y Nynaeve la boca desmesuradamente abierta.

—Hemos alcanzado la seguridad —anunció Moraine—. Éste es el jardín del Hombre Verde, donde se halla el Ojo del Mundo. Ninguna criatura de la Llaga puede entrar aquí.

—Pensaba que estaba al otro lado de las montañas —musitó Rand, viendo todavía las cumbres que se alzaban en el horizonte y los puertos—. Habíais dicho que siempre estaba al otro lado de los puertos.

De la maleza surgió una figura, una forma humana que superaba el tamaño de la de Loial en la misma proporción en que el Ogier superaba a Rand. Una forma humana compuesta de lianas y verdes y lozanas hojas. Sus cabellos eran hierbas, que caían sobre sus hombros; sus ojos, enormes avellanas; sus uñas, bellotas. Un tierno follaje integraba su túnica y pantalones y una corteza sin costuras le hacía las veces de botas. Las mariposas giraban en torno a él, se posaban en sus dedos, hombros y cara. Únicamente había un detalle que malograba su vegetal perfección: una profunda fisura atravesaba su mejilla y sien y se remontaba hasta la cabeza; en ese surco las lianas estaban parduscas y marchitas.

—El Hombre Verde —susurró Egwene.

Entonces el rostro mancillado por la cicatriz sonrió y, por un instante, pareció que los pájaros arreciaban en sus cantos.

—Por supuesto que soy yo. ¿Quién si no habitaría este lugar? —Los ojos de avellana observaron a Loial—. Me alegra verte, pequeño hermano. Antaño muchos de tu raza venían a visitarme, pero pocos son los que lo han hecho en tiempos recientes.

Loial descendió y despacio de su descomunal caballo y realizó una cortés reverencia.

—Es un inmenso honor para mí, Hermano Árbol. Tsingu ma choshih, T’ingshen.

Sonriendo, el Hombre Verde rodeó con un brazo los hombros del Ogier. Junto a Loial, semejaba un hombre al lado de un muchacho.

—Nada de honores, pequeño hermano. Entonaremos juntos los cánticos dedicados a los árboles y recordaremos los grandes árboles y el stedding, para mantener a raya la añoranza. Examinó a los otros, que estaban desmontando, y su mirada se posó en Perrin—. ¡Un Hermano Lobo! ¿Vuelven entonces a cobrar realidad los viejos tiempos?

Rand observó a Perrin, quien, por su parte, hizo girar a su montura de manera que quedara situada entre él y el Hombre Verde y se inclinó para mirar la cincha. Rand estaba seguro de que sólo quería esquivar la escrutadora mirada del Hombre Verde. De pronto, el señor del jardín dirigió la palabra a Rand.

—Extrañas ropas llevas, Hijo del Dragón. ¿Ha girado ya tantas veces la Rueda? ¿Ha regresado la gente del Dragón al Primer Pacto? Pero llevas una espada. Eso no se corresponde con el presente ni con el pasado.

Rand hubo de segregar saliva antes de poder hablar.

—No sé de qué me habláis. ¿A qué os referís?

El Hombre Verde se tocó la parda cicatriz que surcaba su cabeza y por un momento pareció confundido.

—Yo… no sabría explicarlo. Mis recuerdos están devastados y son fluctuantes, y muchos de los que persisten son como hojas visitadas por las orugas. No obstante, estoy convencido… No, ya no me acuerdo. Pero sé bienvenido aquí. Vos, Moraine Sedai, sois algo más que una sorpresa. Cuando se creó este lugar, se hizo de tal modo que nadie pudiera encontrarlo dos veces. ¿Cómo habéis llegado aquí?

—La necesidad —repuso Moraine—. Una urgencia que

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