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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 15
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semental negro de anchos pectorales que alzaba con fiereza la cabeza debía de ser de Lan. La esbelta yegua blanca de cuello arqueado, que caminaba con pasos rápidos tan airosos como los de una danzarina, aun en las caballerizas, sólo podía pertenecer a Moraine. Y el tercer animal desconocido, un ágil caballo castrado de polvoriento pelo castaño, iba en perfecta consonancia con Thom Merrilin.

Tam permanecía en la parte trasera del establo, sujetando el cabestro de Bela mientras conversaba en voz baja con Hu y Tad. No bien Rand hubo caminado dos pasos en dirección al interior, su padre se despidió con un gesto de los mozos, hizo salir a Bela y se reunió con él sin decir palabra.

Enjaezaron la peluda yegua en silencio, pues Tam parecía tan profundamente sumido en cavilaciones que Rand se contuvo de hacer ningún comentario. En verdad no abrigaba grandes expectativas de convencer a su padre acerca de la realidad del jinete de capa negra y aún menos al alcalde. Sería más oportuno intentarlo al día siguiente, cuando Mat y Perrin hubieran localizado a otros que lo habían visto. En caso de que los encontrasen.

Al emprender la marcha el carro, Rand tomó el arco y se ciñó desmañadamente el carcaj al pecho mientras caminaba a medio trote junto al vehículo. Cuándo pasaron la última hilera de casas del pueblo, dispuso una flecha, la cual sostuvo medio elevada con la cuerda a medio tensar. Ante su vista no había más que árboles desprovistos de hojas; sin embargo, sus hombros estaban rígidos. El jinete negro podía abalanzarse sobre ellos sin que se dieran cuenta y acaso no dispondría de tiempo para tensar el arco.

Sabía que no sería capaz de mantener durante mucho tiempo la tensión en la cuerda. Él mismo había fabricado el arco y Tam era uno de los pocos de la zona que podía tirar de él hasta la mejilla. Trató de ocupar su mente en algo distinto del sombrío jinete. No obstante, aquello no era fácil en medio del bosque, con las capas agitadas por el viento.

—Padre —dijo finalmente—, no comprendo por qué tenía que interrogar el Consejo a Padan Fain. —Se esforzó en apartar los ojos de los árboles para mirar a Bela y a Tam—. A mí me parece que la decisión a la que habéis llegado habría podido tomarse en el mismo momento. El alcalde ha asustado mucho a la gente, hablando de Aes Sedai y del falso Dragón aquí en Dos Ríos.

—La gente es curiosa, Rand. Las mejores personas son así. Piensa en Haral Luhhan, por ejemplo; es un hombre fuerte y valiente, pero no puede resistir ver cómo se sacrifica a un animal. Se vuelve más pálido que una sábana.

—¿Qué tiene eso que ver? Todo el mundo sabe que maese Luhhan no puede soportar la sangre y a nadie le parece mal, excepto a los Coplin y los Congar.

—Sólo eso, muchacho. Las personas no siempre piensan o se comportan de la manera en que uno se sentiría inclinado a esperar. Esa gente que había allí… aunque el granizo les destroce las cosechas y el viento levante todos los tejados del distrito y los lobos acaben con la mitad de su ganado, simplemente se arremangarán dispuestos a comenzar de nuevo. Refunfuñarán, pero no malgastarán el tiempo en quejas.

»Sin embargo, sólo la mera noción de que hay Aes Sedai y un falso Dragón en Ghealdan, les hará creer sin tardanza que Ghealdan no está tan lejos del Bosque de las Sombras y que, en línea recta de Tar Valon a Ghealdan, se pasa bastante cerca de nosotros por el lado este. ¡Cómo si las Aes Sedai no fueran a tomar en su lugar la carretera que atraviesa Caemlyn y Lugard! Mañana por la mañana la mitad del pueblo tendría ya la convicción de que todo el peso de la guerra estaba a punto de caer sobre nosotros. Tardaríamos semanas, en disuadirlos de su error. ¡Bonita fiesta de Bel Tine habríamos tenido! Por eso Bran ha querido llegar a una conclusión antes de que pudieran hacerlo ellos.

»Han visto cómo el Consejo tomaba en consideración las circunstancias y ahora escucharán las decisiones que se han tomado. Ellos nos eligieron para formar parte del Consejo porque confían en nuestra superior capacidad de raciocinio. Confían en nuestras opiniones, incluso en las de Cenn, que no dan, supongo, una imagen muy favorable de la institución. En todo caso, oirán que no existe ningún motivo de preocupación y lo creerán. No es que ellos pudieran o no llegar finalmente a la misma conclusión, sino que de esta forma no aguaremos la fiesta y nadie tendrá que soportar un estado de intranquilidad durante semanas por algo que seguramente no va a ocurrir. Si sucediera, contra toda previsión… bien, las patrullas nos avisarán con suficiente antelación para tomar las medidas pertinentes. No obstante, estoy seguro de que ese momento no llegará.

Rand echó una bocanada de aire. Al parecer, ser miembro del Consejo era más complicado de lo que había creído. El carro avanzaba bamboleándose a lo largo del Camino de la Cantera.

—¿Ha visto alguien más a ese extraño jinete aparte de Perrin? —preguntó Tam. —Mat lo vio, pero… —sorprendido, Rand dirigió la mirada a su padre por encima del lomo de Bela—. ¿Me crees, entonces? Tengo que regresar. Tengo que decírselo.

El grito de Tam detuvo sus pasos mientras se volvía para echar a correr hacia el pueblo.

—¡Tranquilo, muchacho, tranquilo! ¿Piensas que he tardado tanto en hablar sin motivo alguno?

De mala gana, Rand continuó caminando junto al carro, que todavía traqueteaba tirado por la paciente Bela.

—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? ¿Por qué no puedo decírselo a los otros?

—Lo sabrán a tiempo, al menos Perrin. Mat, no estoy seguro. Hay que avisar a los granjeros con el mayor tacto posible, pero dentro de una hora no habrá nadie en el Campo de Emond mayor de dieciséis años, los que son capaces de actuar con responsabilidad, que no esté al corriente de que hay un extraño que merodea por los alrededores y que no es el tipo de persona al que uno invitaría a un festejo. El invierno ya ha sido lo suficientemente crudo como para que haya que asustar a los más jóvenes con este asunto.

—¿Festejos? —dijo Rand—. Si lo hubieras visto, no querrías tenerlo a menos de diez kilómetros de distancia. O a cien, quizá.

—Es posible —repuso plácidamente Tam—. Podría ser sólo un refugiado huido de los conflictos de Ghealdan o, más probablemente, un ladrón que piensa que le serán más fáciles los hurtos aquí que en Baerlon o en el Embarcadero de Taren. Aun así, nadie posee en los alrededores tantos bienes como para permitir que se los roben. Si ese hombre trata de huir de la guerra… Bueno, eso tampoco es excusa para atemorizar a la gente. Una vez que esté montada la guardia, deberían encontrarlo o asustarlo.

—Espero que se asuste y se vaya. Pero, ¿por qué me crees ahora, cuando no lo has hecho esta mañana?

—Entonces debía dar crédito a mis propios ojos, y yo no he visto nada. —Tam sacudió su canosa cabeza—. Según parece, solamente los jóvenes ven a ese individuo. Sin embargo, cuando Haral Luhhan ha mencionado que Perrin había visto visiones, todo se ha esclarecido. El hijo mayor de Thane también lo vio, al igual que el chaval de Samel Crawe, Bandry. Lo cierto es que si cuatro de vosotros decís que habéis visto algo, y todos sois personas de fiar, hemos comenzado a pensar que está ahí aunque nosotros no podamos verlo. Todos excepto Cenn, por supuesto. De todas formas, ésta es la causa de que regresemos a casa. Con los dos fuera, ese extraño podría cometer alguna tropelía. A no ser por la fiesta, tampoco volvería mañana al pueblo. Sin embargo, no podemos recluirnos en nuestras casas únicamente porque ese sujeto ande vagando por ahí.

—No sabía lo de Ban y Lem —dijo Rand—. Los demás íbamos a ir a hablar con el alcalde mañana, pero temíamos que no nos creyera.

—Los cabellos grises no significan que se nos haya secado el cerebro —atajó secamente Tam—. De modo que mantente alerta. Tal vez yo lo perciba también, si vuelve a aparecer.

Rand se encontraba ahora más sosegado. Para su sorpresa, advirtió que su paso era más ligero y que sus hombros estaban menos tensos. Todavía sentía temor, pero no con el mismo desamparo. Tam y él se hallaban tan solos en el Camino de la Cantera como lo habían estado por la mañana; no obstante, ahora sentía de algún modo que todo el pueblo le tendía la mano. El hecho de que los otros estuvieran al corriente y creyeran en sus palabras constituía una gran diferencia. No había nada que el jinete de la capa negra pudiera hacer para lo que no tuviera respuesta la unión de todos los habitantes del Campo de Emond.

CAPÍTULO 5: La Noche de Invierno

El sol había descendido la mitad de su curso desde el mediodía, cuando el carro llegó a la casa. La vivienda no era grande, al contrario de algunas de las granjas diseminadas por el este, moradas éstas que habían ido creciendo con los años para albergar a familias enteras. En Dos Ríos, esto representaba por lo general tres o cuatro generaciones que vivían bajo el mismo techo, incluidos tíos, primos y sobrinos. Tam y Rand eran considerados como un caso aparte, tanto por ser dos hombres solos como por cultivar tierras en el Bosque del Oeste.

Allí la mayoría de las habitaciones se encontraban en la planta baja, un simple rectángulo sin alas ni ampliaciones, y bajo el inclinado tejado de paja sólo había dos dormitorios y un cuarto trastero. Pese a que la capa de cal apenas era perceptible en las macizas paredes de madera tras los temporales de invierno, la casa no reflejaba la incuria, con la paja reparada a conciencia y las puertas y postigos perfectamente ajustados a los marcos.

La vivienda, los corrales y el aprisco de piedra formaban un triángulo en torno al patio, al cual se habían aventurado a salir algunas gallinas para escarbar la fría tierra. Junto al redil de las ovejas había un cobertizo y un abrevadero de piedra. Entre la era y los árboles se proyectaba la alta sombra cónica del secadero de tabaco. Pocos granjeros de Dos Ríos podían ganarse la vida sin producir de forma simultánea tabaco y lana para vender a los mercaderes.

Cuando Rand echó una ojeada al aprisco de piedra, las vacas se volvieron a mirarlo, pero casi todas las ovejas permanecieron plácidamente recostadas o con las cabezas sumidas en los comederos. La lana de su cuerpo era espesa y rizada, pero todavía hacía demasiado frío para esquilarla.

—Me parece que el jinete de capa negra no ha estado por aquí —anunció Rand a su padre, que caminaba con lentitud alrededor de la casa con la lanza en ristre, escudriñando con atención el suelo—. Los corderos no estarían tan tranquilos si hubiera ido alguien allí.

Tam hizo un gesto afirmativo, pero no se detuvo. Cuando había circundado la casa, hizo lo propio con los establos y el redil, escrutando todavía el suelo. Incluso examinó el recinto utilizado para ahumar y el cobertizo donde secaban el tabaco. Después de sacar un cubo de agua del pozo, se llenó el cuenco de la mano, la olió y la tocó cautelosamente con la punta de la lengua. De pronto, soltó una carcajada y luego la bebió de un trago.

—Supongo

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