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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 145
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de Emond y en la batalla previa a Shadar Logoth. Ésta estaba veteada de un mortecino tono amarillento y despedía unos flecos negros, similares al hollín, que giraban lentamente. El fuego exhalaba una tenue humareda acre, que hacía toser a Loial y caracolear nerviosas a las monturas, pero Moraine apuntó con su bastón a las puertas. El humo rascaba la garganta de Rand y le producía una quemazón en la pituitaria.

La piedra se derritió como manteca, se fundió con sus hojas y enrevesados tallos hasta esfumarse. La Aes Sedai desplazaba el fuego con la mayor celeridad posible, pero no era una tarea rápida abrir una brecha lo bastante ancha para darles cabida a todos. A Rand se le antojaba que el boquete se agrandaba a la velocidad de la marcha de un caracol. Su capa se agitó, como rozada por una leve brisa, y su corazón dio un vuelco.

—Lo noto —dijo Mat con voz trémula—. ¡Luz, maldita sea, lo noto!

La llama se apagó y Moraine bajó la vara.

—Ya está —anunció—. Está medio franqueado.

Una estrechó línea partía los relieves de la piedra. Rand creyó percibir luz, o en todo caso penumbra, en la hendidura. Pero, a pesar de la fisura, las dos grandes cuñas pétreas permanecían allí, formando un ángulo al sobresalir de cada una de las hojas. La abertura era lo bastante ancha para que pudieran atravesarla a caballo, si bien Loial debería echarse sobre la espalda del caballo. Una vez que se hubieran desprendido los calzos, habría espacio suficiente. Se preguntó cuánto debía de pesar cada uno de ellos. ¿Quinientos kilos? ¿Más? «Tal vez si desmontamos todos y empujamos, podamos desprender uno antes de que el viento llegue hasta aquí.» Una ráfaga le empujo la capa. Intentó no escuchar lo que gritaban las voces.

Al retroceder Moraine, Mandarb se precipito hacia adelante, directamente hacia las puertas, con Lan encorvado sobre él. En el último instante el caballo de guerra se encogió para presionar la piedra con su lomo, tal como le habían enseñado a derribar a otros caballos en las batallas. La piedra se abatió con gran estruendo y el Guardián y su montura atravesaron, impelidos por su impulso, la humeante irisación de la salida del Atajo. La luz que penetro era el pálido y tenue resplandor de la mañana, pero a Rand le pareció como si un sol de mediodía veraniego le golpeara la cara.

Al otro lado de la puerta Lan y Mandarb aminoraron el paso, y adoptaron una movilidad retardada cuando el Guardián volvió grupas para encararse a la entrada. Rand no aguardó. Tras dirigir la cabeza de Bela hacia la hendidura, azoto las ancas de la yegua. Egwene, atónita, solo dispuso de tiempo para volver la cabeza hacia él antes de que Bela la sacara de los Atajos.

—¡Todos vosotros, salid! —ordeno Moraine—. ¡Rápido! ¡Salid!

Mientras hablaba, la Aes Sedai apunto su vara en dirección a la guía y de su punta brotó una especie de líquido claro que se convirtió en una ígnea gelatina, una ardiente lanza de rayas blancas, rojas y amarillas que se adentro en las tinieblas, estallando, centelleando como diamantes desintegrados. El viento aulló atrozmente; era un grito de rabia. Los miles de murmullos contenidos en su aliento rugieron como el trueno, profirieron bramidos de locura en los que las voces agudas reían y formulaban chirriantes promesas que comprimían el estomago de Rand tanto por el placer que contenían como por lo que casi llegaba a entender.

Espoleo a Rojo, y se pego a los otros, que, uno tras otro, se precipitaban hacia el brumoso resplandor. Volvió a recorrerlo la misma gelidez, la peculiar sensación de ser poco a poco introducido boca abajo en un estanque invernal, sintiendo paulatinamente el contacto del agua en su piel. Al igual que la vez anterior, le pareció demorarse así una eternidad, al tiempo que su mente discurría veloz, sin cesar de plantearse la pregunta de si el viento los atraparía mientras las puertas los retenían de ese modo.

El frío se desvaneció de forma tan instantánea como una burbuja que recibiera un pinchazo, y se halló en el exterior. Su cabalgadura, que por una fracción de segundo se movió con doble celeridad que él, tropezó y casi lo arrojó de cabeza. Atenazo los brazos en torno al cuello del caballo bayo, aferrándose a él con el instinto de conservación de la vida. Cuando volvía a recobrar la postura sobre la silla, Rojo se estremeció y luego prosiguió al trote hasta reunirse con los demás como si nada hubiera ocurrido.

Hacía frío afuera, no la gelidez de la salida de un Atajo, pero aquélla era la atmósfera natural del invierno que, lentamente, iba dándole la bienvenida en su carne. Se arrebujó en la capa, con los ojos fijos en el opaco brillo de la puerta. Detrás de él Lan se encorvó sobre la silla y asió el puño de la espada; hombre y caballo permanecían tensos, como si estuvieran a punto de abalanzarse de nuevo hacia el Atajo si Moraine no aparecía.

El acceso a los Atajos se levantaba entre un montón de piedras derruidas en la falda de una colina, oculto entre arbustos, con la salvedad de los pedazos caídos que se habían abatido sobre las desnudas y resecas ramas. Junto a las formas esculpidas en los restos de las puertas, la maleza parecía poseer menor vitalidad que la piedra.

De improviso la lóbrega lámina se hincho como una extraña y alargada burbuja que se elevara hasta la superficie de un estanque y de ella surgió la espalda de Moraine. Pulgada a pulgada, la Aes Sedai y su oscuro reflejo fueron distanciándose. Todavía asía su bastón frente a ella, que retuvo en la mano al conducir a Aldieb tras ella. La blanca yegua se encabritaba con ojos empavorecidos. Moraine fue retrocediendo con la mirada aún prendida en la puerta del Atajo.

La boca se oscureció. La nebulosa irisación se torno más tenebrosa, pasando del gris a la tonalidad del carbón, para adoptar el más negro tinte distintivo de las profundidades de los Atajos. Como procedente de un lugar remoto, se oyó el aullido del viento, preñado de voces que rezumaban una insaciable sed de seres vivos, un anhelo de sufrimiento, imbuidos de furiosa frustración.

Las voces parecían musitar en los oídos de Rand, justo en el límite de la comprensión y aun más allá. «Es tan agradable la carne, tan agradable de desgarrar, de cortar su piel; piel para arrancar, para fruncir; tan placentero trenzar sus jirones, tanto; tan rojas las gotas que caen; la sangre tan roja, tan roja, tan dulce; tan exquisitos y hermosos los gritos, gritos cantarines, grita tus canciones, entona tus alaridos…»

Los susurros enmudecieron, la negritud mermo, se disipo, y la puerta volvió a ser una trémula penumbra percibida en medio de un arco de piedra labrada.

Rand, estremecido, dejo escapar un largo suspiro. Los otros también emitieron exhalaciones de alivio. Egwene se hallaba pegada a Nynaeve y ambas se rodeaban con sus brazos, apoyándose mutuamente la cabeza en los hombros. incluso Lan pareció atenuar su rigidez, aun cuando sus duras facciones no dejaran entrever ningún cambio; era más el modo como estaba sentado sobre Mandarb, la relajación de sus hombros cuando miro a Moraine, ladeando la cabeza.

—No podía pasar —dijo Moraine—. Creía que no podía atravesar; confiaba en que no pudiera. ¡Uf! —Arrojo su vara al suelo y se froto la mano en la capa. La mitad del palo estaba cubierta por entero de un negro y tupido tizne—. La infección lo corrompe todo en este lugar.

—¿Qué fue eso? —inquirió Nynaeve—. ¿Qué era?

—Hombre, Machin Shin, claro está —respondió, confuso, Loial—. El Viento Negro que roba las almas.

—¿Pero qué es? —insistió Nynaeve—. Incluso a un trolloc, uno puede mirarlo, tocarlo si tiene arrestos suficientes. Pero eso… —Se estremeció convulsivamente.

—Tal vez sea algún vestigio de la Época de Locura —repuso Moraine—. O incluso de la Guerra de la Sombra, la Guerra del Poder. Algo que ha permanecido oculto tanto tiempo en los Atajos que ya no puede salir. Nadie, ni siquiera entre los Ogier, sabe hasta dónde llegan los Atajos ni qué profundidades abarcan. Podría ser algo emanado por los propios Atajos, incluso. Como bien dijo Loial, los Atajos son entes vivos y todo ser vivo tiene parásitos. Acaso sea una criatura creada por la propia corrupción, algo nacido de la decadencia. Algo que odia la vida y la luz.

—¡Basta! —grito Egwene—. No quiero escuchar nada más. Lo he oído, decía… —Se interrumpió, presa de escalofríos.

—Todavía hemos de enfrentarnos a cosas peores —dijo quedamente Moraine, en voz tan baja que Rand pensó que no era su intención anunciárselo.

La Aes Sedai monto fatigosamente y se arrellano en la silla con un agradecido suspiro.

—Esto es peligroso —constató al observar las puertas rotas y tras echar un vistazo a su bastón carbonizado—. Ese ser no puede salir, pero a cualquiera le es factible merodear por aquí. Agelmar deberá enviar hombres a que tapien la entrada, una vez que lleguemos a Fal Dara. Señaló en dirección norte, hacia unas torres que se alzaban en el brumoso horizonte por encima de las desnudas copas de los árboles.

CAPÍTULO 46: Fal Dara

El campo que circundaba las puertas se componía de suaves colinas pobladas de espesura, pero aparte del acceso a los Atajos no se veía ningún resto de la arboleda de los Ogier. Casi todos los árboles eran grisáceos esqueletos que alzaban sus garras al cielo y los escasos ejemplares de hoja perenne se recubrían de un sinnúmero de marchitas agujas muertas. Loial no efectuó ningún comentario aparte de sacudir con tristeza la cabeza.

—Tan desolado como las Tierras Malditas —dictaminó Nynaeve, mientras Egwene, temblando, se tapaba con la capa.

—Al menos nos encontramos fuera —reconoció Perrin.

—¿Fuera dónde? —añadió Mat.

—Shienar —les informó Lan—. Estamos en las tierras fronterizas. —Su dura voz contenía una nota que indicaba que se hallaba en casa, o casi.

Rand se abrigó para protegerse del frío. Las tierras fronterizas, en las proximidades de la Llaga. El Ojo del Mundo, donde se centraba su objetivo.

—Estamos cerca de Fal Dara —explicó Moraine—. A pocos kilómetros.

Por encima de las copas de los árboles se erguían torres por el norte y el este, destacando su oscuridad en el cielo matinal. Entre las colinas y los bosques, las agujas desaparecían con frecuencia mientras cabalgaban, para avistarse otra vez cuando coronaban algún altozano más elevado.

Rand advirtió árboles hendidos como por la descarga de un rayo.

—El frío —le respondió Lan al inquirir él el motivo—. En ocasiones el invierno es tan riguroso aquí que la savia se hiela y la madera estalla. Hay noches en que uno puede oírlos crujir como hogueras y el aire es tan acerado que se diría que también él fuera a quebrarse. Este invierno pasado se han partido muchos más troncos.

Rand se quedó estupefacto. ¿La madera estallaba? Si aquello se producía durante un invierno habitual, ¿cómo habría sido el de aquel año? A buen seguro, aquello estaba más allá de los límites de su imaginación.

—¿Quién habla del pasado invierno? —ironizó Mat con un castañeo de dientes.

—Pues ésta es una agradable primavera, pastor —contestó Lan—. Una agradable primavera en que hay que dar las gracias por conservar la vida. Pero, si quieres calor, espera a que lleguemos a la Llaga y lo tendrás.

—Rayos y truenos —murmuró Mat—. ¡Rayos y truenos! —A pesar de que apenas entendiera el susurro, Rand notó su desazón.

Comenzaron a cruzar granjas, pero, si bien a aquella hora debía de estar preparándose la comida del mediodía, no brotaba ningún

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