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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 140
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bayo, casi del color de su propio cabello, alto y ancho de pecho, pero sin la fogosidad de Nube en el andar, lo cual fue una alegría para Rand. Maese Gill le informó de que su nombre era Rojo.

Egwene se encaminó directamente a Bela y Nynaeve a su yegua de patas largas.

Mat aproximó su caballo pardo a Rand.

—Perrin está poniéndome nervioso —susurró. Rand le asestó una intensa mirada—. Bueno, se comporta de una manera extraña. ¿Acaso tú no lo ves? Juro que no son imaginaciones mías ni que…, ni…

Rand asintió con la cabeza. «Ni que la daga esté apoderándose nuevamente de su mente, gracias a la Luz.»

—Es cierto, Mat, pero no te inquietes. Moraine está al corriente de…, de lo que se trate. Perrin está bien. —Deseó poder creer en ello, pero su respuesta pareció satisfacer a Mat, al menos parcialmente.

—Por supuesto —se apresuró a añadir Mat, mirando todavía de reojo a Perrin—. Nunca he dicho que no lo estuviera.

Maese Gill consultó con el jefe de los mozos de cuadra. El hombre, de piel dura como el cuero y rostro semejante al de los caballos, se golpeó la frente con los nudillos y salió precipitadamente del establo. El posadero se volvió hacia Moraine con su redondeada cara iluminada por una sonrisa de satisfacción.

—Ramey dice que el camino está libre, Aes Sedai.

La pared trasera de la caballeriza, cubierta por estantes en los que se guardaba toda suerte de herramientas, parecía maciza y firme. Ramey y sus compañeros apartaron las horcas, rastrillos y palas y luego pasaron las manos detrás de los anaqueles para manipular unos picaportes ocultos. De pronto un retazo de muro osciló hacia adentro sobre unos goznes tan bien disimulados que Rand no estaba seguro de poder encontrarlos aun con la puerta abierta. La luz del establo iluminó una pared de ladrillo situada a escasa distancia.

—Sólo es un estrecho callejón entre edificios —explicó el posadero—, pero nadie, aparte de los mozos, sabe que puede accederse a él desde aquí. Ni los Capas Blancas ni los vigilantes de escarapelas os verán salir.

—Recordad, buen posadero —insistió la Aes Sedai—, si teméis que esto vaya a acarrearos malas consecuencias, escribid a Sheriam Sedai, del Ajah Azul, que se encuentra en Tar Valon, y ella os asistirá. Me temo que mis hermanas Y yo debemos incontables compensaciones a aquellos que me han prestado su ayuda.

Maese Gill se echó a reír, sin mostrar la más mínima preocupación.

—Vaya, Aes Sedai, ya me habéis concedido el privilegio de poseer la única posada en Caemlyn libre de ratas. ¿Qué más podría pedir? Solamente con eso es probable que duplique mi clientela. —Su sonrisa dejó paso a una expresión seria—. Cualesquiera que sean vuestras intenciones, la reina apoya a Tar Valon y yo apoyo a la reina, por lo cual deseo que vuestros planes tengan buen resultado. La Luz os ilumine, Aes Sedai. Que os ilumine a todos.

—Que la Luz os alumbre también a vos, maese Gill —repuso Moraine con una inclinación de cabeza—. Pero, si la Luz no nos protege, debemos actuar con premura. —Se volvió enseguida hacia Loial—. ¿Estás dispuesto?

El Ogier tomó las riendas de su enorme caballo, mirándole con recelo la dentadura. Tratando de mantener alejadas las manos de su boca, condujo al animal en dirección a la apertura del establo. Ramey basculaba el peso de su cuerpo de un pie a otro, impaciente por volverla a cerrar. Loial se detuvo un momento y permaneció con la cabeza enhiesta, como si husmeara la brisa.

—Por aquí —indicó, y se adentró en el angosto callejón.

Moraine cabalgó tras el caballo de Loial, seguida de Rand y de Mat. Rand se encargó de cumplir el primer turno para conducir al animal de carga. Nynaeve y Egwene avanzaban en medio, con Perrin a sus espaldas y por último Lan en la retaguardia. La puerta oculta se cerró rápidamente no bien hubo dado un paso Mandarb en la calleja. El chasquido de los picaportes sonó extraordinariamente escandaloso en los oídos de Rand.

El callejón, como lo había llamado maese Gill, era en efecto muy estrecho y estaba aun más oscuro que el patio, si aquello era posible. Unas elevadas paredes de ladrillo y madera lo flanqueaban, dejando únicamente visible un angosto retazo de cielo sobre sus cabezas. Los grandes cestos, repletos de provisiones para el viaje, en su mayoría cántaros con aceite, que iban atados a lomos del caballo de carga, rascaban los edificios de ambos lados. El animal llevaba también un manojo de varas, en cada uno de cuyos extremos pendía una linterna. En los Atajos, decía Loial, las tinieblas eran más inescrutables que en la noche más oscura.

Los candiles, parcialmente llenos de aceite, chapoteaban al moverse el caballo y entrechocaban produciendo un sonido metálico. Aun cuando éste apenas fuera audible, Caemlyn se encontraba en completo silencio a aquella hora. El apagado tintineo sonaba como si pudiera oírse a un kilómetro de distancia.

Al desembocar en una calle, Loial tomó un rumbo concreto sin vacilar. Entonces parecía saber exactamente adónde se dirigía, como si la ruta que había de seguir fuera definiéndose en su interior. Rand no comprendía cómo podría hallar el Ogier la puerta del Atajo, y Loial no había sido capaz de explicárselo con claridad. Le había dicho que aquél era un conocimiento que venía a él, que lo captaba de forma espontánea. En opinión de Loial, aquello era comparable a intentar enseñarle a alguien la manera de respirar.

Mientras cabalgaban apresuradamente por aquella calle, Rand se volvió hacia la esquina donde estaba la posada. Según Lamgwin, todavía había media docena de Capas Blancas apostados a pocos pasos de aquel recodo. Su atención se centraba en el establecimiento, pero sin duda cualquier ruido los atraería, dado que nadie salía a esas horas para cumplir un cometido honesto. El ruido de las herraduras hollando el empedrado se le antojaba tan llamativo como el tañir de las campanas, y el estrépito del roce de las linternas, un deliberado zarandeo producido por el caballo de carga. Hasta que no hubieron doblado una nueva esquina no dejó de mirar por encima de sus hombros. Los otros jóvenes del Campo de Emond también dejaron escapar un suspiro de alivio en ese momento.

Al parecer, Loial seguía el camino más directo hacia la puerta del Atajo. En ocasiones trotaban por amplias avenidas solitarias, en las que sólo se advertía algún perro que se escondía en la penumbra; en otras se abrían paso entre callejones tan angostos como el de la parte trasera de la posada, donde los pies resbalaban al pisar las inmundicias esparcidas por el suelo. Nynaeve se quejó en voz baja de la pestilencia que ello producía, pero nadie disminuyó el paso.

La oscuridad comenzó a remitir y dio paso a un gris mortecino. El tenue resplandor del amanecer perlaba el cielo por encima de los tejados del lado este. En las calles fueron apareciendo algunas personas, arrebujadas para protegerse del fresco de la mañana y cabizbajas, sumidas aún en la añoranza de sus lechos. La mayoría de ellas no prestaba ninguna atención a los escasos viandantes. Únicamente cuatro o cinco de ellas dedicaron una ojeada a la comitiva de jinetes encabezada por Loial y, con todo, uno solo reparó realmente en ellos.

Aquel hombre les echó un vistazo, al igual que los demás, y ya regresaba a sus propias cavilaciones cuando de improviso tropezó y casi perdió el equilibrio, al volverse para observarlos. La luz sólo permitía distinguir las siluetas, pero aquello ya era suficiente. Percibido solo a aquella distancia, el Ogier habría podido pasar por un hombre de elevada estatura montado sobre un caballo normal, o por un hombre ordinario a lomos de una montura ligeramente achaparrada. Sin embargo, en compañía de los demás, Loial ofrecía una idea exacta de sus dimensiones, que duplicaban las habituales en una persona. El desconocido le dirigió una mirada y, exhalando un grito inarticulado, echó a correr, seguido de su ondeante capa.

Pronto…, muy pronto afluiría más gente a la calle. Rand vio a una mujer que caminaba con paso presuroso al otro lado de la rúa, sin percibir más que el pavimento que se encontraba frente a sus pies. Dentro de poco habría también más gente que se fijaría en ellos. El cielo iba adquiriendo mayor luminosidad.

—Allí —anunció por fin Loial—. Está allí debajo.

Señalaba a una tienda todavía cerrada. Las mesas dispuestas junto a la fachada estaban vacías, los toldos que debían guarecerlas, enrollados y la puerta, con los postigos firmemente cerrados. Las ventanas del piso de arriba, donde vivía el propietario, no mostraban ninguna luz.

—¿Debajo? —exclamó Mat con incredulidad—. ¿Cómo diablos vamos a…?

Moraine levantó una mano que interrumpió sus palabras y les indicó que la siguieran hacia el callejón que bordeaba el establecimiento., Los caballos y jinetes llenaron el espacio que mediaba entre dos edificios. Escudados por las paredes, la oscuridad los rodeaba de nuevo, como si hubiera vuelto a caer la noche.

—Debe de haber una puerta que dé a la bodega —murmuró Moraine—. Ah, sí.

De repente se encendió una luz. Una bola que despedía un mortecino brillo, del tamaño del puño de un hombre, pendía de la palma de la Aes Sedai, moviéndose al compás de su mano. Rand reflexionó que el hecho de que todos tomaran aquel fenómeno como algo natural daba una idea de lo que cada uno había experimentado aquella última temporada. La acercó a las puertas que había encontrado, inclinadas casi a ras del suelo, sujetas por unos cerrojos y una cerradura de hierro mayor que la mano de Rand, invadida por la herrumbre.

Loial dio un tirón al cierre.

—Puedo arrancarlo, con el cerrojo y todo, pero el ruido despertará a la totalidad del vecindario.

—Es preferible no dañar la propiedad de ese buen hombre si es posible evitarlo. —Moraine examinó con atención la cerradura durante un momento y, de pronto, dio un golpecito con su vara y el hierro se corrió limpiamente.

Loial abrió enseguida las puertas y Moraine descendió por la rampa que éstas habían dejado al descubierto, iluminándose con su reluciente esfera. Aldieb caminó con elegancia tras ella.

—Encended los candiles y entrad —les indicó en voz baja—. Es muy espacioso. Apresuraos. Pronto será de día.

Rand corrió a desatar los palos que sostenían las linternas, pero aun antes de alumbrar la primera advirtió que distinguía con nitidez las facciones de Mat. En pocos minutos, las calles se llenarían de gente, el tendero bajaría a abrir su establecimiento y todos se extrañarían de que hubiera tantos caballos en el callejón. Mat murmuró con nerviosismo algo que hacía referencia a la necesidad de ocultar las monturas, pero Rand ya se precipitaba por la rampa guiando al suyo. Mat siguió su ejemplo, rezongando, pero no a menor velocidad.

El candil de Rand se bamboleaba en el extremo del bastón, chocando contra el techo al menor descuido, y ni Rojo ni la bestia de carga veían con buenos ojos la rampa. Finalmente llegó abajo y cedió el paso a Mat. Moraine dejó extinguir su luz flotante, pero, cuando los demás se reunieron con ellos, sus linternas contribuyeron a iluminar el recinto.

La mayor parte del espacio de la bodega, de iguales dimensiones que el edificio que sobre ella se asentaba, estaba ocupado por columnas de ladrillo, que ascendían desde estrechas bases que se ensanchaban con la altura, conformando una serie de arcos. A pesar de lo espacioso del subterráneo, Rand tenía la sensación de que se encontraban apretujados. La cabeza de Loial rozaba el techo.

Tal como había augurado la oxidada cerradura,

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