a hacer más malabarismos? —preguntó Ewin.
—Tragad fuego —pidió Mat—. Me gustaría veros tragar fuego.
—¡El arpa! —pidió una voz entre el gentío— ¡Tocad el arpa!
Otro solicitó la flauta.
En ese instante se abrió la puerta de la posada para dar paso al Consejo del Pueblo y a Nynaeve en medio. Padan Fain no salía con ellos, advirtió Rand; al parecer, el buhonero había decidido permanecer en la caldeada sala acompañado de su vino caliente.
Murmurando algo acerca de un fuerte licor, Thom Merrilin saltó del viejo cimiento y haciendo caso omiso de los gritos del público, se abrió camino entre los consejeros para penetrar en el establecimiento antes de que éstos hubieran acabado de salir.
—¿Qué se supone que es, un juglar o un rey? —inquirió Cenn Buie con tono preocupado—. Una buena manera de desperdiciar dinero, si queréis saber mi opinión.
Bran al’Vere hizo ademán de volverse hacia el juglar y luego sacudió la cabeza.
—Ese hombre puede ocasionar más problemas de lo que vale.
—Preocupaos por el juglar, si queréis, Brandelwyn al’Vere —dijo desdeñosamente Nynaeve—. Al menos él está en el Campo de Emond, lo cual es más de lo que se puede decir de ese falso Dragón. Pero ya que estáis dispuesto a inquietaros, hay otros aquí que deberían suscitar vuestra inquietud.
—Zahorí, hacedme el favor —contestó con sequedad Bran— de dejarme decidir los motivos de mi preocupación. La señora Moraine y maese Lan son huéspedes de mi posada y personas decentes y respetables, eso lo afirmo yo. Ninguno de ellos me ha llamado idiota delante de todo el Consejo y ninguno de ellos ha tildado de mentecatos a la totalidad de los miembros del Consejo.
—Según parece, mi estimación aun ha sido demasiada halagadora —replicó Nynaeve.
Después se alejó a grandes zancadas, sin dignarse mirar atrás, dejando a Bran con la mandíbula entreabierta, afanado en hallar una respuesta. Egwene posó la mirada en Rand como si estuviera a punto de hablar y luego se precipitó en pos de la Zahorí. Rand sabía que debía de existir alguna manera de impedir que se marchara de Dos Ríos, pero la única posibilidad que le venía a la mente representaba dar un paso para el que no estaba preparado, en el supuesto de que ella quisiera darlo. Y, por lo que se desprendía de sus palabras anteriores, ella no estaba de ningún modo dispuesta a acceder a ello, lo cual lo hacía sentir todavía peor.
—Esa joven necesita un marido —gruñó Cenn Buie, con los pies de puntillas y el semblante purpúreo—. No sabe guardar el respeto debido. Nosotros somos el Consejo del Pueblo y no los mozos que le rastrillan el jardín, y…
Tras hacer acopio de aire, el alcalde se encaró de pronto con Buie. —¡Cállate, Cenn! ¡Deja de actuar como si fueras un Aiel con la cara velada de negro! —El enjuto anciano quedó paralizado de estupor, pues el alcalde perdía raras veces los estribos—. Voto a bríos —prosiguió Bran, horadándolo con la mirada—, tenemos cosas más importantes que atender que esas estupideces. ¿O pretendes demostrar que Nynaeve está en lo cierto?
Dicho lo cual, regresó renqueando a la posada y cerró ruidosamente la puerta tras él. Los miembros del Consejo se dispersaron en distintas direcciones, no sin antes dedicar una fulminante mirada a Cenn. Sólo se quedó con él Haral Luhhan, quien comenzó a hablarle de forma pausada. El herrero era la única persona capaz de hacer entrar en razón a Cenn.
Rand salió al encuentro de su padre y sus amigos caminaron tras él. —Nunca había visto a maese al’Vere tan furioso —fue lo primero que dijo Rand.
—El alcalde y la Zahorí raras veces comparten las mismas opiniones —respondió Tam—, y hoy sus posiciones han sido más encontradas de lo habitual. Eso es todo. En todos los pueblos sucede lo mismo.
—¿Y qué hay del falso Dragón? —inquirió Mat, respaldado por los vehementes murmullos de Perrin—¿Y de las Aes Sedai?
—Maese Fain apenas sabía más de lo que ya había contado. En todo caso, poco que pueda sernos de interés. Batallas ganadas o perdidas, ciudades tomadas y sitiadas nuevamente… Todo en Ghealdan, la Luz sea loada. La guerra no se ha extendido, o no lo había hecho según las últimas informaciones recibidas por Fain.
—Las batallas me interesan —afirmó Mat.
—¿Qué ha dicho Fain de las batallas? —agregó Perrin.
—A mí no me interesan las batallas, Matrim —repuso Tam—, pero estoy seguro de que a él le encantará explicároslo más tarde. Lo que considero importante es que la gente de aquí no tiene por qué preocuparse, por lo que el Consejo ha podido deducir. No hemos visto que haya ningún motivo para que las Aes Sedai vengan aquí de camino hacia el Sur. Y, por lo que respecta al viaje de regreso, no es probable que quieran cruzar el Bosque de las Sombras y atravesar a nado el Río Blanco.
Rand y sus compañeros exhalaron risas ahogadas. Existían tres razones por las que nadie llegaba a Dos Ríos, excepto desde el Norte, pasando por el Embarcadero de Taren. Las Montañas de la Niebla, en el oeste, eran la principal, desde luego, y la Ciénaga cerraba con igual efectividad el lado este. El límite sur lo marcaba el Río Blanco, el cual debía su nombre al modo como las rocas y los cantos rodados agitaban sus turbulentas aguas hasta convertir su superficie en espuma. Y más allá del Río Blanco crecía el Bosque de las Sombras. Eran pocos los habitantes de Dos Ríos que hubieran cruzado alguna vez el Blanco, y menos los que habían salido con vida. No obstante, la creencia general era que el Bosque de las Sombras se extendía hasta más de cien kilómetros en dirección sur sin ningún camino ni pueblo entre medio, sólo poblado, en abundancia, por lobos y osos.
—De manera que aquí se acaban las novedades para nosotros —concluyó Mat, con tono ligeramente decepcionado.
—No del todo —repuso Tam—. Pasado mañana enviaremos hombres a Deven Ride y la Colina del Vigía, y también al Embarcadero de Taren, para acordar una vigilancia conjunta, con jinetes que bordeen el Río Blanco y el Taren y patrullas entre medio. Los demás no se han atrevido a pedir a nadie que pase la fiesta de Bel Tine cabalgando los caminos.
—Pero me ha parecido que habíais dicho que no teníamos de qué preocuparnos —adujo Perrin.
—He dicho que no deberíamos, no que no lo hiciéramos. He visto morir a hombres debido a la certeza que tenían de que nada podía ocurrirles. Además, los enfrentamientos incitarán a desplazarse a toda suerte de gentes. La mayoría lo hará sólo para buscar un lugar más seguro, pero otros intentarán aprovecharse de la confusión. A los primeros les ofreceremos la mano para ayudarlos, pero debemos estar preparados para mantener alejados a los sujetos indeseables.
—¿Podemos participar nosotros? —preguntó de repente Mat—. Yo me ofrezco a hacerlo. Ya sabéis que puedo cabalgar tan bien como cualquiera del pueblo.
—¿Quieres pasar unas cuantas semanas soportando el frío, el aburrimiento y durmiendo en el suelo? —propuso Tam con risa ahogada—. Lo más probable es que eso sea lo único que haya que afrontar. Eso espero. Esta zona queda muy apartada, incluso para los refugiados. De todos modos, puedes hablar con maese al’Vere si estás decidido. Rand, ya es hora de que volvamos a la granja.
—Creía que íbamos a pasar aquí la Noche de Invierno —respondió Rand, sorprendido.
—Hay cosas que atender en la granja y necesito que vengas conmigo.
—Aun así, todavía nos quedan unas horas. Y yo también quiero presentarme voluntario para las patrullas de vigilancia.
—Nos vamos ahora —replicó su padre en un tono que no invitaba a discusión. Con voz más suave añadió—: Mañana volveremos y tendrás tiempo de sobra para hablar con el alcalde, y también para los festejos. Ahora, cinco minutos, y luego te reúnes conmigo en el establo.
—¿Vendrás con Rand y conmigo a hacer guardia? —preguntó Mat a Perrin mientras se alejaba Tam—. Apuesto a que hasta ahora no había ocurrido nada igual en Dos Ríos. Hombre, si llegamos hasta el Taren, podríamos ver hasta soldados, o quién sabe qué otras cosas; gitanos incluso.
—Espero que sí —respondió lentamente Perrin—, es decir, si maese Luhhan no me necesita.
—La guerra es en Ghealdan —puntualizó Rand. Luego, bajó con esfuerzo el tono de la voz—: La guerra transcurre en Ghealdan y sólo la Luz sabe dónde están las Aes Sedai, pero en todo caso no están aquí. El hombre de la capa negra sí se encuentra aquí, ¿o acaso ya lo habéis olvidado?
—Perdona, Rand —murmuró Mat—. Pero no se me presenta a menudo una oportunidad de hacer algo aparte de ordeñar las vacas de mi padre. —Se irguió ante las miradas atónitas de sus amigos—. Pues, sí, las ordeño, y cada día.
—El jinete negro —les recordó Rand—. ¿Qué pasará si hace daño a alguien?
—Sea quien sea —contestó Mat—, la guardia dará con él.
—Tal vez —dijo Rand—, pero se diría que desaparece cuando quiere. Sería preferible que lo supieran para buscarlo.
—Se lo contaremos a maese al’Vere cuando nos presentemos como voluntarios —propuso Mat—. Él se lo dirá al Consejo y ellos avisarán a las patrullas.
—¡El Consejo! —exclamó Perrin con incredulidad—. Estaremos de suerte si el alcalde no se echa a reír delante de nosotros. Maese Luhhan y el padre de Rand ya se han forjado la opinión de que fueron imaginaciones nuestras.
—Si tenemos que decírselo —apuntó Rand con un suspiro—, tanto da que se lo digamos ahora. No va a reírse más hoy que mañana.
—Quizás —aventuró Perrin, mirando de reojo a Mat— deberíamos tratar de encontrar a otra gente que lo haya visto. Esta noche veremos a casi todos los del pueblo. —Aunque Mat fruncía el entrecejo, no dijo nada. Los tres comprendían que la intención de Perrin era buscar testigos que gozaran de más credibilidad que Mat—. Tampoco se reirá más mañana —añadió Perrin al percibir dudas en Rand—, y preferiría contar con el apoyo de alguien más antes de ir a verlo. La mitad de las personas del pueblo me parecerían apropiadas.
Rand asintió. Ya se imaginaba las risas de maese al’Vere. Por cierto, no vendría mal contar con más testigos, y, si ellos tres habían visto a aquel sujeto, era probable que también lo hubieran visto otros. Seguro que lo habrían visto.
—Mañana, entonces. Vosotros dos os encargáis de indagar esta noche y mañana iremos a hablar con el alcalde. Después…
Sus dos compañeros lo miraban en silencio, sin atreverse a formular la pregunta sobre lo que ocurriría si no lograban encontrar a nadie que hubiera visto al hombre de la capa negra. La pregunta, sin embargo, estaba expresada en sus ojos, y él no podía darles ninguna respuesta. Suspiró profundamente.
—Será mejor que me vaya —concluyó—. Mi padre debe de estar preguntándose si me he caído dentro de un pozo.
Tras despedirse, salió corriendo hacia el patio del establo, donde se encontraba su carro apoyado sobre los varales.
El establo era un edificio largo y estrecho, rematado por un puntiagudo techo de paja. Los pesebres, con el suelo cubierto de paja, flanqueaban ambos lados del interior en penumbra, iluminado tan sólo por las puertas dobles abiertas en ambos extremos. Los caballos del buhonero mascaban sus raciones de avena en ocho comederos, y los magníficos ejemplares de maese al’Vere —el tiro que alquilaba a los granjeros cuando éstos debían arrastrar pesos superiores a la capacidad de sus monturas— ocupaban seis plazas más, pero las restantes permanecían vacías, a excepción de tres. Rand pensó que podía identificar sin problemas a los propietarios de cada uno de los caballos. El poderoso