sonoras carcajadas que atravesaban su ardiente boca—. De todas maneras, siempre te has comportado igual. En cada ocasión en que nos hemos encontrado, te has creído capaz de desafiarme.
—¿A qué os referís, en cada ocasión? ¡Reniego de vos!
—Siempre lo haces. Al principio. Esta contienda que mantenemos se ha reproducido infinidad de veces. En cada ocasión tu rostro es distinto, así como tu nombre, pero eres tú invariablemente.
—Reniego de vos. —Aquél era un susurro de desesperación.
—En cada ocasión diriges tu insignificante fuerza contra mí y al final siempre acabas reconociendo quién es el amo. Era tras era, te postras de rodillas ante mí, o pereces deseando poseer el vigor necesario para caer de hinojos. Pobre necio, jamás puedes vencerme.
—¡Embustero! —gritó—. Padre de las Mentiras. Padre de los Necios si no eres capaz de obtener resultados mejores. Los hombres te encontraron en la última era, la Era de Leyenda, y te confinaron a tu lugar de pertenencia.
Ba’alzemon volvió a reír, con imparables carcajadas burlonas, hasta que Rand sintió el impulso de taparse los oídos para no escucharlo. Se esforzó por conservar las manos en sus costados. A pesar del vacío logrado, estaban trémulas cuando las risotadas por fin enmudecieron.
—Gusano, tú no sabes nada de nada. Eres tan ignorante como un escarabajo que vive bajo una piedra y tan vulnerable como él ante un eventual pisotón. Los hombres lo consideran, sin excepción, una nueva guerra, cuando no es más que la misma que acaban de descubrir de nuevo. Pero ahora el cambio se aproxima con el soplo del viento de los tiempos. Esta vez no habrá retroceso. A esas altaneras Aes Sedai que piensan hacerte rebelar contra mí, las vestiré de cadenas y las haré correr desnudas a cumplir mi voluntad o arrojaré sus almas al Pozo de la Condenación para que emitan eternos alaridos. A todas menos a las que ya me obedecen ahora. Ellas sólo se encuentran a un paso tras de mí. Tú puedes elegir sumarte a ellas y dejar que el mundo se humille a tus pies. Te lo ofrezco una vez más, la última. Puedes alzarte sobre ellas, sobre todos los poderes y dominios salvo el mío. Se han dado ocasiones en las que has tomado esa vía, ocasiones en las que has vivido lo suficiente para conocer tu poderío.
«¡Reniega de él!» Rand salió al paso de lo que podía negar.
—Ninguna Aes Sedai sirve tu causa. ¡Es otra de tus mentiras!
—¿Es eso lo que te han dicho? Hace dos mil años envié a mis trollocs a través del mundo e incluso entre las Aes Sedai encontré a aquellas que sucumbieron a la desesperación, conscientes de que el mundo era incapaz de resistir los embates de Shai’tan. Durante dos milenios el Ajah Negro ha convivido con los otros, inadvertido entre las sombras. Tal vez incluso me sirven quienes pretenden querer ayudarte.
Rand agitó la cabeza, tratando de desprenderse de las dudas que lo asaltaban, la incertidumbre que abrigaba respecto a Moraine, respecto a lo que las Aes Sedai buscaban de él, sus verdaderas intenciones referentes a su persona.
—¿Qué queréis de mí? —gritó. «¡Reniega de él! ¡Luz, ayúdame a negarlo!»
—¡Arrodíllate! —Ba’alzemon apuntó al suelo, ante sus pies—. ¡Arrodíllate y reconóceme como amo! Al final, lo harás. Serás una de mis criaturas o morirás.
La última palabra resonó en toda la habitación, reproduciendo indefinidamente su eco, hasta que Rand levantó los brazos como si quisiera protegerse la cabeza de un golpe. Retrocedió, tambaleante, hasta chocar con la mesa y gritó, tratando de ahogar el sonido que hería sus oídos.
—¡Nooooooooooo!
Entre tanto, giró sobre sí, y arrojó las figuras al suelo. Sintió un pinchazo en la mano, del que hizo caso omiso, mientras machacaba la arcilla, hasta convertirla en una informe masa bajo sus pies. No obstante, cuando cesó su alarido, el eco continuaba resonando, incrementando su intensidad.
—…morirás—morirás—morirás—morirás—MORIRÁS—MORIRÁS—MORIRÁS—MORIRAS—MORIRÁS—MORIRÁS—MORIRÁS—MORIRÁS—MORIRÁS—MORIRÁS…
El sonido lo sumía en una especie de torbellino, lo absorbía, desgarraba en jirones el vacío creado en su mente. La luz se difuminó y su campo de visión se redujo a un estrecho túnel al fondo del cual se hallaba Ba’alzemon iluminado por el último rayo de claridad; fue menguando hasta adoptar el tamaño de su mano, de su dedo, y al fin desapareció. El eco seguía envolviéndolo, como un negro sudario.
El ruido que produjo su cuerpo al chocar con el suelo lo despertó, mientras todavía forcejeaba por desprenderse de la oscuridad. La habitación estaba en penumbras, pero la oscuridad no era total. Trató de aferrarse frenéticamente a la imagen de la llama y arrojar sus temores en ella, pero la calma del vacío lo rehuía. Le temblaban los brazos y las piernas, pero porfió en su intento hasta que la sangre dejó de martillearle los oídos.
Mat se revolvía en la cama, gruñendo en sueños.
—…reniego de vos, reniego de vos, reniego de vos… —Su voz se difuminó en ininteligibles gemidos.
Rand lo zarandeó para despertarlo, y al primer contacto Mat se sentó con un gruñido estrangulado. Por espacio de un minuto, Mat miró con ojos desorbitados a su alrededor; luego espiró largamente, estremeciéndose, y hundió la cabeza entre las manos. De repente se volvió, buscando a tientas debajo de la almohada, y luego se echó con la daga aferrada con ambas manos sobre el pecho. Volvió la cabeza para mirar a Rand, con el rostro velado por las sombras.
—Ha regresado, Rand.
—Lo sé.
—Tenía aquellas tres figuras…
—Yo también las he visto.
—Sabe quién soy, Rand. He levantado la que llevaba la daga y él ha dicho: «De modo que ése eres tú». Y, cuando la he mirado de nuevo, la escultura tenía mi cara. ¡Mi cara, Rand! Parecía real, de carne y hueso. Que la Luz me asista, he sentido cómo mi propia mano me agarraba, como si yo fuera el hombrecillo de arcilla.
Rand guardó silencio durante un momento.
—Debes continuar renegando de él, Mat.
—Lo he hecho, y se ha echado a reír. No ha parado de hablar de una guerra eterna y de afirmar que él y yo nos habíamos encontrado en mil ocasiones anteriores y… Luz, Rand, el Oscuro me conoce.
—A mí me ha dicho lo mismo. No creo que nos conozca —añadió lentamente—. No creo que sepa cuál de nosotros… —«¿Cuál de nosotros qué?»
Al incorporarse, sintió un agudo pinchazo en la mano. Tras abrirse paso hasta la mesa, logró encender la vela al tercer intento y luego abrió la mano para observarla. Tenía clavada en la palma una gruesa astilla de madera oscura, suave y pulida en una de sus caras. La contempló sin respirar. De improviso empezó a jadear, tirando de la astilla con pulso inseguro.
—¿Qué pasa? —preguntó Mat.
—Nada.
Finalmente consiguió arrancarla. La arrancó con un gruñido de repugnancia, que se paralizó en su garganta. Tan pronto como perdió contacto con sus dedos, el fragmento de madera se esfumó.
La herida, no obstante, todavía permanecía en su mano, sangrando. Había agua en un cántaro. Llenó la jofaina, con manos tan temblorosas que salpicó la mesa. Se lavó precipitadamente las manos, se apretó la palma con el pulgar hasta hacer brotar más sangre y volvió a sumergirlas en el líquido. La perspectiva de que la más pequeña astilla hubiera quedado clavada en su carne lo horrorizaba.
—Luz —exclamó Mat—, también me ha hecho sentir sucio. —Lo cual, no obstante, no lo obligó a moverse de donde estaba, empuñando el arma con ambas manos.
—Sí —confirmó Rand—. Sucio. —Buscó a tientas una toalla. Dio un brinco al oír un golpe en la puerta. Éste sonó una vez más—. ¿Sí? —dijo.
Moraine asomó la cabeza en la habitación.
—Ya estáis despiertos. Estupendo. Vestíos deprisa y bajad. Debemos partir antes del filo del alba.
—¿Ahora? —protestó Mat—. Si no hemos dormido ni una hora.
—¿Una hora? —dijo Moraine—. Habéis dormido cuatro. Ahora daos prisa, nos queda poco tiempo.
Rand intercambió una confusa mirada con Mat. Recordaba perfectamente cada segundo del sueño. Éste se había iniciado tan pronto como había cerrado los ojos y había durado tan sólo unos minutos.
Moraine advirtió, al parecer, algo en aquella muda comunicación, pues les dirigió una penetrante mirada y entró en el dormitorio.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Los sueños?
—Sabe quién soy —contestó Mat—. Conoce mis facciones.
Rand levantó la mano, mostrándole la palma, en la que, aun con la mortecina luz de la vela, era perceptible la sangre.
La Aes Sedai caminó hacia él y le asió la mano, taponando la herida con su pulgar. Una gelidez lo atravesó hasta la médula, agarrotándole los dedos de tal modo que hubo de luchar por no flexionarlos. Cuando la Aes Sedai desprendió su dedo, continuaba experimentando el mismo frío.
Entonces volvió la mano, estupefacto, y frotó la fina mancha de sangre. La herida había desaparecido. Alzó lentamente la mirada para enfocarla en la de Moraine.
—Apresuraos —indicó quedamente—. El tiempo se nos echa encima.
Tenía la certeza de que entonces ya no se refería a la hora en que habían de emprender viaje.
CAPÍTULO 44: La oscuridad reina en los Atajos
En las tinieblas previas al despuntar del alba, Rand siguió a Moraine hasta la entrada trasera, donde aguardaban maese Gill y los demás; Nynaeve y Egwene, con tanta ansiedad como Loial y Perrin, casi tan impasible como el Guardián. Mat permanecía pegado a los talones de Rand, como si temiera quedarse solo, aun cuando sólo fuera a unos pasos de distancia. La cocinera y sus ayudantes se detuvieron a observar al grupo que penetraba en silencio en la cocina, ya iluminada y caldeada con los preparativos del desayuno. No era habitual que los clientes de la posada se encontraran en pie a aquellas horas. Al escuchar las palabras tranquilizadoras de maese Gill, la cocinera exhaló un sonoro bufido y presionó con fuerza la masa. Antes de que Rand llegara a la puerta del patio, ya habían vuelto a centrar su atención en las sartenes y alimentos.
Afuera aún era noche cerrada. Para Rand, los otros no eran más que sombras imprecisas. Caminó a ciegas en pos del posadero y Lan, confiando en que el conocimiento que tenía el posadero de su propio patio y el instinto del Guardián les permitirían atravesarlo sin que nadie se rompiera una pierna. Loial tropezó más de una vez.
—No veo por qué no podemos llevar ni una lámpara —tronó el Ogier—. En el stedding no vamos deambulando por ahí a oscuras. Yo soy un Ogier, no un gato. —Rand imaginó de pronto las peludas orejas de Loial agitadas por la irritación.
Las caballerizas surgieron de pronto en la noche como una amenazadora masa, hasta que la puerta se abrió con un crujido y proyectó una angosta franja de luz en el patio. El posadero sólo abrió el espacio suficiente para permitirles entrar de uno en uno y luego la cerró deprisa tras Perrin; casi le golpeó los talones. Rand parpadeó ante la súbita iluminación del interior.
Los mozos de cuadra no quedaron tan sorprendidos por su aparición como la cocinera. Sus monturas estaban ensilladas. Mandarb se erguía con arrogancia, sin acusar más presencia que la de Lan, pero Aldieb estiró el cuello para olfatear la mano de Moraine. Había un caballo de carga, del que pendían voluminosos cestos de mimbre y un descomunal animal, incluso más alto que el semental del Guardián, para Loial. Parecía lo bastante corpulento como para tirar él solo de un carro cargado de heno, pero, comparado con el del Ogier, su tamaño quedaba reducido al de un poni.
—Mis propios pies siempre me han servido a las mil maravillas —murmuró, dubitativo, Loial, después de observar el enorme caballo.
Maese Gill hizo señas a Rand. El posadero le había adjudicado un caballo