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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 134
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campesinos aseguraban entre murmullos haber visto cosas extrañas en la oscuridad. El Myrddraal consiguió, de algún modo, atacar por sorpresa en el Campo de Emond, pero con cada día que transcurre se aproximan más a quienes pueden hacer que los persigan los soldados. Con todo, no se arredrarán por nada, pastor.

—Pero ahora estamos en Caemlyn —objetó Egwene—. No pueden atraparnos mientras…

—¿Que no pueden? —la atajó el Guardián—. Los Fados están concentrándose en los alrededores. De ello hay señales evidentes para quien sabe cómo interpretarlas. Ya hay más trollocs de los estrictamente necesarios para vigilar todas las puertas de salida de la ciudad, una docena de pelotones, como mínimo. Y eso sólo puede tener una explicación: cuando los Fados hayan reunido las fuerzas suficientes, entrarán en la ciudad a buscaros. Dicho acto hará, sin duda, que la mitad de los ejércitos del sur se pongan en camino hacia las tierras fronterizas, pero lo cierto es que están dispuestos a afrontar ese riesgo. Vosotros tres le habéis rehuido durante demasiado tiempo. Según parece, habéis atraído una nueva Guerra de los Trollocs a Caemlyn, pastor.

Egwene exhaló un sollozo y Perrin sacudió la cabeza, con ademán de negar lo escuchado. Rand sintió un nudo en el estómago al considerar la perspectiva de que los trollocs penetraran en las calles de Caemlyn. Toda esa gente, que malgastaba su animosidad con los vecinos sin caer en la cuenta de que el auténtico peligro los acechaba al otro lado de las murallas. ¿Qué harían cuando de pronto se encontraran rodeados de trollocs y Fados, atacándolos? Imaginó las torres ardiendo, las cúpulas escupiendo llamaradas, los trollocs saqueando entre las curvadas calles del casco antiguo, el propio palacio en llamas. Elayne, Gawyn y Morgase… muertos.

—Todavía no —afirmó Moraine con mente ausente, todavía absorta en Mat—. Si hallamos la manera de salir de Caemlyn, los Semihombres no tendrán ningún motivo de interés por esta ciudad. Claro, suponiendo que logremos cumplir dicha condición.

—Sería mejor que estuviéramos todos muertos —declaró de repente Perrin, al tiempo que Rand se sobresaltaba al escuchar el eco de sus propios pensamientos. Perrin continuaba mirando el suelo, ahora con furia, y su voz era amarga—. Dondequiera que vayamos, acarreamos con nosotros el dolor y el sufrimiento. Sería preferible para todos que estuviéramos muertos.

Nynaeve se encaró a él, con el rostro dividido entre el enojo y la preocupación, pero Moraine se le adelantó.

—¿Qué crees que ibas a ganar, para ti y para los demás, con tu muerte? —preguntó la Aes Sedai, con voz apacible e hiriente a un tiempo—. Si el Señor de la Tumba ha obtenido el grado de libertad que yo temo para manipular el Entramado, ahora es capaz de hacerse con vosotros con mayor facilidad que en vida. Muertos, no podréis auxiliar a nadie, ni siquiera a quienes os han ayudado, ni a vuestros amigos y familiares que permanecieron en Dos Ríos. La Sombra se cierne sobre el mundo y nadie modificará ese hecho con su muerte.

Cuando Perrin levantó la cabeza para mirarla, Rand tuvo un nuevo sobresalto. El iris de los ojos de su amigo era más amarillo que marrón. Con el pelo alborotado y la intensidad de su mirada, desprendía algo… que Rand no acertó a determinar.

Perrin habló con un tono quedo que confirió más peso a sus palabras que si hubiera gritado.

—Tampoco podemos modificarlo estando vivos, ¿no es así?

—Más tarde dispondré de tiempo para conversar contigo —dijo Moraine—, pero ahora tu amigo me necesita.

Dio un paso a un lado, de manera que todos pudieran ver con claridad a Mat. Este, taladrándola todavía con una mirada cargada de odio, no se había movido lo más mínimo. Tenía el rostro sudoroso y sus labios exangües formaban el mismo rictus. Todo su vigor parecía destinado al esfuerzo de descargar sobre Moraine la daga que Lan mantenía inmovilizada.

—¿O acaso lo has olvidado? —añadió.

Perrin se encogió de hombros, azorado, y extendió las manos en un gesto mudo.

—¿Qué le ocurre? —inquirió Egwene.

—¿Es contagioso? —añadió Nynaeve—. De todas maneras podría tratarlo. Por lo visto, nunca me contagio, sea cual sea la enfermedad.

—Oh, sí es contagioso —repuso Moraine—, y vuestra… protección no os preservaría en este caso. —Señaló la daga con el rubí, poniendo buen cuidado en no tocarla con el dedo. La hoja temblaba mientras Mat porfiaba por darle alcance con ella—. Esto procede de Shadar Logoth. No hay ni un guijarro en esa ciudad que no esté contaminado y no entrañe gran peligro para quien lo lleve afuera, y esto es más que un simple guijarro: está impregnado del mal que llevó a su fin a Shadar Logoth, al igual que lo está Mat ahora. El recelo y el odio son tan intensos que incluso los más próximos son considerados enemigos, están tan enraizados que la única noción que puebla finalmente la mente es el instinto de matar. Al sacar el arma fuera de los muros de Shadar Logoth liberó de sus límites la semilla de ese mal. Éste ha crecido y menguado en su interior, estableciendo una batalla entre su verdadera naturaleza y lo que pretendía hacer de él el hálito de Mashadar, pero ahora su lucha interna está tocando a su fin y él se encuentra al borde de la derrota. Dentro de poco, si no lo ha llevado antes a la muerte, extenderá ese mal como una plaga dondequiera que vaya. De la misma manera que esta hoja es capaz de infectar y destruir con un solo rasguño, pronto serán igualmente mortíferos cinco minutos en compañía de Mat.

—¿Podéis hacer algo vos? —susurró Nynaeve, con el semblante pálido.

—Eso espero. —Moraine emitió un suspiro—. Por el bien del mundo, confío en que no sea demasiado tarde. —Su mano hurgó en la bolsa que pendía de su cinturón y extrajo el angreal envuelto en seda—. Dejadme a solas. Permaneced juntos y buscad un lugar donde no os vean, pero idos de aquí. Haré cuanto pueda por él.

CAPÍTULO 42: Remembranza de sueños

Era un grupo derrotado el que Rand condujo escaleras abajo. Ninguno de ellos quería hablarle ya, como tampoco sentían deseos de hablar entre sí. Él mismo tampoco se encontraba de humor conversador. El sol, pronto a ocultarse, dejaba en penumbra las escaleras, donde aún no habían encendido las lámparas, y componía en ellas una combinación de luces y sombras. Perrin tenía un semblante tan circunspecto como los demás, pero no ceñudo como ellos. Rand dedujo que el rostro de Perrin era el reflejo de la resignación. No sabiendo a qué atribuirlo, deseaba preguntárselo, pero, siempre que Perrin atravesaba una zona semioscura, sus ojos parecían absorber la escasa luz de allí y relumbraban como el ámbar pulido.

Rand se estremecía y trataba de concentrarse en los objetos inmediatos, en las paredes cubiertas con paneles de nogal y en el pasamanos de madera de roble. Se enjugó las manos en la chaqueta varias veces, pero en cada ocasión el sudor volvía a reproducirse en sus palmas. «Ahora todo irá bien. Volvemos a estar juntos y… Luz, Mat.»

Los llevó a la biblioteca por el corredor trasero que pasaba junto a la cocina, evitando la sala principal. Eran escasos los viajeros que hacían uso de aquella estancia; la mayoría de los que sabían leer se alojaban en las más elegantes posadas del casco antiguo. Maese Gil la mantenía más para su propio solaz que para los pocos clientes que de vez en cuando le solicitaban un libro. Rand prefería no pensar en la razón por la que Moraine deseaba que permanecieran inadvertidos, pero no paraba de evocar la amenaza del oficial Capa Blanca que prometió regresar, ni los ojos de Elaida cuando ésta le había preguntado dónde se hospedaba. Fueran cuales fuesen las intenciones de Moraine, aquellos dos recuerdos constituían para él motivos de sobrado peso.

Avanzó cinco pasos en el interior de la biblioteca antes de advertir que los demás se habían detenido y estaban arracimados bajo el dintel, boquiabiertos y con ojos desorbitados. Un vivo fuego crepitaba en la chimenea y Loial estaba tendido en un diván, leyendo, con un gatito negro de patas blancas enroscado y adormilado sobre su vientre. Al entrar ellos, cerró el libro, marcando la página con uno de sus enormes dedos, depositó con suavidad al animal en el suelo y luego se levantó e hizo una formal reverencia.

Rand estaba tan acostumbrado a la presencia del Ogier que tardó un minuto en caer en la cuenta de que éste era el objeto de las miradas de sus compañeros.

—Éstos son los amigos a quienes esperaba, Loial —le presentó—. Esta es Nynaeve, la Zahorí de mi pueblo. Y Perrin. Y ésta es Egwene.

—Ah, sí —tronó Loial—. Egwene. Rand me ha hablado mucho de ti. Sí. Yo soy Loial.

—Es un Ogier —explicó Rand.

Después observó cómo su asombro variaba de naturaleza. Incluso después de haber padecido la proximidad de los trollocs y Fados, resultaba sorprendente conocer a una leyenda de carne y hueso. Recordando su primera reacción al ver a Loial, sonrió tristemente. Ellos estaban comportándose mejor que él.

Las zancadas del Ogier incrementaron la estupefacción de los recién llegados. Rand supuso que él apenas reparaba en tal actitud, comparándola con una multitud que lo perseguía al grito de «trollocs.»

—¿Y la Aes Sedai, Rand? —inquirió Loial.

—Arriba, con Mat.

—Entonces está mal —concluyó el Ogier después de enarcar una ceja en ademán pensativo—. Propongo que nos sentemos. ¿Se reunirá ella con nosotros? Sí. En ese caso, no hay más que aguardar.

El hecho de tomar asiento surtió un efecto apaciguador en los jóvenes del Campo de Emond, como si el estar arrellanados en una mullida silla junto al fuego, en compañía de un gato acurrucado en el hogar, les devolviera la sensación de hallarse en casa. Tan pronto como se hubieron instalado en las sillas, comenzaron excitados a formular preguntas al Ogier. Para sorpresa de Rand, Perrin fue el primero en tomar la palabra.

—Los steddings, Loial, ¿son en verdad refugios, tal como dicen las historias? —Su voz era intensa, como si tuviera un motivo concreto para preguntar aquello.

Loial estuvo encantado de aportar explicaciones sobre los steddings, su recorrido hasta llegar a la Bendición de la Reina y lo que había visto en el transcurso de sus viajes. Rand pronto se inclinó sobre el respaldo y escuchaba sólo en parte. Ya lo había oído con anterioridad y con todo lujo de detalles. A Loial le gustaba hablar, y lo hacía largamente cuando disponía de la más mínima ocasión, aun cuando, por lo general, daba la impresión de que necesitaba exponer lo acaecido dos o tres siglos antes para crear un marco que propiciara la comprensión. Su sentido del tiempo era muy extraño; para él era razonable que una historia o una explicación cubriera un espacio de tiempo de trescientos años. Siempre hablaba de su partida del stedding como si ésta hubiera tenido lugar sólo unos meses antes, cuando, según había averiguado finalmente él, hacía más de tres años que lo había abandonado.

Los pensamientos de Rand derivaron hacia Mat. «Una daga. Un condenado cuchillo, que podría acabar con su vida únicamente por llevarlo. Luz, no quiero vivir más aventuras. Si Moraine es capaz de curarlo, deberíamos irnos todos… no, a casa no. No podemos regresar al hogar. A algún otro sitio. A un lugar donde no hayan oído hablar de Aes Sedai ni del Oscuro. Algún lugar.»

Se abrió la puerta y, por un momento, Rand creyó que aún se encontraba en alas de la imaginación. Mat estaba allí de pie, con la chaqueta abotonada hasta arriba y la

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