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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 132
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perfecto estado. De todas maneras, hay otras cosas que ver en el mundo aparte de las arboledas. Tú eres realmente ta’veren, Rand. El Entramado está tejiéndose a tu alrededor y en ti se concentran los hilos.

«Este hombre es una pieza central en todo el proceso.» Rand sintió un estremecimiento.

—En mí no se concentra nada —dijo con tono desabrido.

Maese Gill parpadeó y el propio Loial pareció acusar su rudeza. El posadero y el Ogier intercambiaron una mirada, que luego posaron en el suelo. Rand respiró hondo, tratando de recobrar la calma. Inopinadamente halló el vacío que lo había rehuido con tanta frecuencia en los últimos tiempos, y la placidez. Aquellas dos personas no tenían por qué ser blanco de sus iras.

—Puedes venir conmigo, Loial —admitió—. Ignoro qué te impulsa a ello, pero agradeceré tu compañía. Ya…. ya sabes cómo está Mat.

—Lo sé —reconoció Loial. Todavía no puedo ir por la calle sin provocar un motín de gente persiguiéndome al grito de «trolloc». Pero Mat, al menos, sólo agrede de palabra y no ha intentado matarme.

—Por supuesto que no —aseguró Rand—. Mat no haría tal cosa. «No llegaría tan lejos. No sería propio de Mat.»

Una de las criadas, Gilda, asomó la cabeza por la puerta después de llamar con los nudillos. Tenía la boca fruncida y el semblante preocupado.

—Maese Gill, venid deprisa, por favor. Hay Capas Blancas en la sala. Maese Gill se levantó profiriendo una imprecación, tras lo cual la gata saltó de la mesa y caminó hacia la salida con la cola tiesa.

—Ya voy. Corre a decirles que ya voy y luego mantente alejada de ellos. ¿Me oyes, muchacha? No te acerques a ellos. —Gilda inclinó la cabeza y desapareció—. Será mejor que te quedes aquí —indicó a Loial.

El Ogier resopló, produciendo un sonido como el de un desgarrón en una sábana.

—No tengo ningunas ganas de volver a encontrarme con los Hijos de la Luz.

Maese Gill posó la mirada en el tablero, lo cual pareció devolverle parte de su buen ánimo.

—Me temo que deberemos dejar la partida para más tarde.

—No será necesario. —Loial alargó un brazo hacia los estantes y tomó un libro, un grueso volumen forrado de tela que pareció empequeñecerse al pasar a sus manos—. Podemos reemprenderla a partir de las posiciones del tablero. Ahora os tocaba a vos.

Maese Gill esbozó una mueca.

—Cuando no es una cosa, es otra —murmuró mientras abandonaba deprisa la habitación.

Rand lo siguió, pero con paso lento. Al igual que Loial, no tenía el más mínimo interés en tener contacto con los Hijos. «Este hombre es una pieza central en todo el proceso.» Se detuvo junto a la puerta del comedor, desde donde podría presenciar lo que iba a acaecer, pero lo bastante alejado para tener la confianza de pasar inadvertido.

Un silencio mortal reinaba en la estancia, en medio de la cual permanecían de pie cinco Capas Blancas, a quienes pretendían no ver los clientes sentados a las mesas. Uno de ellos lucía el relámpago plateado de suboficial bajo el sol bordado en su capa. Lamgwin estaba apoyado en la pared, al lado de la entrada; se limpiaba las uñas con un palillo. En la misma pared había otros cuatro vigilantes contratados por maese Gill, que se aplicaban con esmero en no prestar ninguna atención a los Capas Blancas. Si los Hijos de la Luz habían reparado en ellos, no parecían acusarlo. El único que mostraba alguna emoción era el suboficial, que no paraba de golpear impacientemente sus guanteletes reforzados de acero contra la palma de su mano mientras aguardaba al posadero.

Maese Gill cruzó la habitación rápidamente y se aproximó a él con una cautelosa expresión neutral en el rostro.

—La Luz os ilumine —los saludó con una prudente reverencia, no demasiado pronunciada, pero tampoco lo suficientemente ligera como para ser interpretada como un insulto—. Y también a nuestra buena reina Morgase. ¿En qué puedo servir…?

—No dispongo de tiempo para malgastarlo en tonterías, posadero —espetó el suboficial—. Ya he visitado veinte posadas hoy, a cual más cochambrosa, y debo entrar en otras veinte antes de que anochezca. Estoy buscando a unos Amigos Siniestros, un muchacho de Dos Ríos…

A maese Gill se le iba congestionando la cara con cada palabra. Su vientre estaba hinchado como a punto de estallar, lo cual hizo al fin, interrumpiendo a su vez al Capa Blanca.

—¡No hay Amigos Siniestros en mi establecimiento! ¡Todos mis clientes son fieles súbditos de la reina!

—Sí, y todos sabemos qué posiciones mantiene Morgase —el suboficial pronunció el nombre de la reina con sarcasmo—y la bruja de Tar Valon, ¿no es cierto?

Se produjo un sonoro ruido de sillas arrastradas, tras lo cual todos los hombres de la sala se hallaron en pie. Estaban inmóviles como estatuas, pero todos miraban airadamente a los Capas Blancas. El suboficial no pareció reparar en ellos, pero sus cuatro subalternos miraban azorados a su alrededor.

—Os será más ventajoso que cooperéis con nosotros, posadero —advirtió el suboficial—. Actualmente, quienquiera que dé refugio a un Amigo Siniestro será blanco de las iras. No creo que una posada con el Colmillo del Dragón en la puerta atraiga mucha clientela. También podrían prenderle fuego, con esa marca en la puerta.

—Marchaos de aquí ahora mismo —ordenó, parsimonioso, maese Gill—o llamaré a la guardia real para que acarree hasta un estercolero las piltrafas en que quedaréis convertidos.

Lamgwin desenvainó ruidosamente la espada y la rasposa fricción del acero con el cuero de las fundas se repitió a lo ancho de la estancia cuando todos los hombres empuñaron dagas y espadas. Las criadas se deslizaron hacia las puertas. El cabecilla de los Capas Blancas miró incrédulo en torno a sí.

—El Colmillo del Dragón…

—No os vendrá a ayudar ahora —finalizó la frase maese Gill en su lugar.

Puso un puño en alto e irguió uno de su dedos—. Uno.

—Debéis de estar loco, posadero, para amenazar a los Hijos de la Luz.

—Los Capas Blancas no ostentan ningún poder en Caemlyn. Dos.

—¿De veras creéis que esto va a acabar así?

—Tres.

—Volveremos —aseveró el suboficial, antes de apresurarse a hacer una señal a sus hombres para que giraran, en un intento de dar la impresión de que partía tranquilamente y a su debido tiempo. Sus inferiores, no obstante, no disimularon sus ansias de salir de allí.

Lamgwin, de pie bajo el dintel con la espada en la mano, únicamente les cedió al paso ante las frenéticas indicaciones de maese Gill. Cuando los Capas Blancas hubieron partido, el posadero se dejó caer pesadamente en una silla. Se pasó una mano por la frente y luego la contempló, sorprendido de que ésta no estuviera empapada de sudor. Los otros hombres volvieron a tomar asiento, riendo de la hazaña realizada. Algunos fueron a darle una palmada en el hombro a maese Gill.

Al ver a Rand, el posadero se levantó vacilante y se acercó a él.

—¿Quién hubiera pensado que tenía madera de héroe? —comentó con asombro—. Que la Luz me ilumine. —De pronto se estremeció y su voz recobró su tono habitual—. Deberéis permanecer escondidos hasta que pueda sacaros de la ciudad. —Dirigiendo una mirada recelosa a la sala, hizo retroceder a Rand hacia el corredor—. Esos tipos volverán por aquí, y si no algunos espías con telas rojas para disimular. Después de la pequeña escena que he representado, dudo mucho que les importe si estás aquí o no, pero se comportarán como si te encontraras en la posada.

—Eso es absurdo —se indignó Rand, que bajó el tono de la voz ante un gesto del posadero—. Los Capas Blancas no tienen ningún motivo para perseguirme.

—Desconozco cuáles serán las razones, chico, pero lo que sí es seguro es que os están buscando a ti y a Mat. ¿Qué demonios habrás hecho? Elaida y los Capas Blancas.

Rand levantó las manos a modo de protesta y luego las dejó caer. A pesar de que aquello careciera de sentido, él mismo había oído las palabras del Capa Blanca.

—¿Y qué me decís de vos? Los Capas Blancas os buscarán complicaciones aunque no nos encuentren a nosotros.

—No te preocupes por eso, chico. Los guardias de la reina aún mantienen el orden, aun cuando dejen que los traidores hagan ostentación del blanco por las calles. En cuanto a la noche…, bien, es posible que Lamgwin y sus amigos no puedan dormir mucho, pero casi siento pena por aquellos que intenten garabatear una marca en mi puerta.

Gilda apareció tras ellos, dedicando una reverencia a maese Gill.

—Señor, hay…, hay una dama. En la cocina. —Parecía escandalizada por la ubicación de tal persona en semejante lugar—. Pregunta por maese Rand, señor, y maese Mat, con sus propios nombres.

Rand cruzó una perpleja mirada con el posadero.

—Muchacho —dijo maese Gill—, si realmente has conseguido hacer desplazar a lady Elayne del palacio a mi posada, acabaremos todos en el patíbulo. —Gilda exhaló un chillido ante la mención de la heredera de la corona y miró a Rand con ojos desorbitados—. Retírate, muchacha —ordenó secamente el posadero—. Y no digas nada de lo que has oído, que no es asunto de la incumbencia de nadie. —Gilda inclinó la cabeza y se alejó corriendo por el pasillo, mirando de tanto en tanto a Rand por encima del hombro—. Dentro de cinco minutos —suspiró maese Gil¡—, estará contando a las otras mujeres que eres un príncipe disfrazado de campesino y esta noche ya correrá la noticia por toda la ciudad nueva.

—Maese Gill —señaló Rand—. Yo no le he hablado de Mat a Elayne. No puede ser… —Con el rostro iluminado por una súbita sonrisa, echó a correr en dirección a la cocina.

—¡Espera! —le gritó el posadero—. Espera hasta saberlo. ¡Espera, necio!

Rand abrió la puerta de la cocina, y allí estaban. Moraine le dedicó una serena mirada, exenta de sorpresa. Nynaeve y Egwene se precipitaron riendo en sus brazos, seguidas de Perrin, quien, al igual que ellas, le palmeó el hombro como si hubiera de convencerse de que realmente se encontraba allí. En el umbral que daba al patio, Lan apoyaba una bota en la jamba, dividiendo su atención entre la cocina y el exterior.

Rand trató de abrazar a las dos jóvenes y estrechar la mano de Perrin simultáneamente, lo cual produjo un enredo de brazos y un estallido de risas que se complicó con el intento de Nynaeve de tocarle la cara para comprobar que no tuviera fiebre. En realidad, ellos presentaban peor aspecto —Perrin tenía morados en la cara y rehuía la mirada de un modo extraño en él—, pero estaban vivos y se habían reunido de nuevo con él. Tenía la garganta tan atenazada que apenas fue capaz de hablar.

—Temía no volver a veros más —logró articular finalmente—. Tenía miedo de que todos estuvierais…

—Sabía que estabas vivo —confesó Egwene con la cabeza recostada sobre su pecho—. Siempre lo supe. Siempre.

—Yo no —reconoció Nynaeve, con súbita amargura en la voz, que se desvaneció un segundo después, cuando su semblante volvió a sonreír—. Tienes buena cara, Rand. No se ve que hayas comido en exceso, pero estás bien, gracias a la Luz.

—Bien —dijo maese Gill a sus espaldas—. Supongo que, después de todo, conoces a estas personas. ¿Son esos amigos que esperabas?

—Sí, mis amigos —asintió Rand. Entonces los presentó a todos, sintiendo extrañeza al utilizar los verdaderos nombres de Lan y Moraine, lo cual le acarreó una dura mirada por parte de ambos.

El posadero saludó a todos con una franca sonrisa, pero no pudo ocultar la impresión que le produjo conocer a un Guardián, y más aún a Moraine. La miró boquiabierto —una cosa era saber que

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