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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 129
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la falda abombada sobre el suelo. Rand se sobresaltó y luego se apresuró a imitar a Gawyn y a los demás varones, moviéndose con torpeza hasta conseguir la postura correcta, apoyado en la rodilla derecha, con la cabeza agachada y reclinado hacia adelante para tocar con los nudillos de la mano derecha las baldosas de mármol, mientras dejaba reposar la otra en la punta de la empuñadura de la espada. Gawyn, que no llevaba espada, se llevó la mano a la daga del mismo modo.

Rand aún estaba congratulándose por haber logrado adoptar aquella posición cuando advirtió que Tallanvor, con la cabeza inclinada aún, lo miraba airadamente de soslayo desde detrás de la cara de uno de los guardias. «¿Acaso esperaba que hiciera otra cosa?» Sintió un súbito acceso de furia, producido por el hecho de que Tallanvor quisiera que efectuara algo que nadie le había explicado, una furia que se superponía al temor a los guardias. Él no había hecho nada por lo que hubiera que temer. Sabía que Tallanvor no era culpable de su miedo, pero, aun así, su ira se centraba en él.

Todos conservaron aquel ademán, inmovilizados como si aguardaran el deshielo primaveral. Ignoraba qué esperaban, pero aquello le dio ocasión de estudiar la estancia a la que lo habían conducido. Mantuvo la rodilla hincada en el suelo, moviéndose sólo un poco para observar. Tallanvor incrementó la dureza de su mirada, pero él hizo caso omiso de ella.

La amplia sala tenía aproximadamente las mismas dimensiones que el comedor de la Bendición de la Reina y sus paredes presentaban escenas de caza labradas en relieve en una piedra de un blanco resplandeciente. Los tapices situados entre los grabados ofrecían suaves imágenes de luminosas flores y colibríes de reluciente plumaje, a excepción de los dos que se hallaban en el otro extremo de la habitación, donde el león blanco de Andor se alzaba con talla superior a la de un ser humano sobre un mar escarlata. Aquellas dos colgaduras flanqueaban un estrado, sobre el que había un trono dorado, donde se encontraba sentada la reina.

Un fornido hombre permanecía de pie, con la cabeza descubierta, a la derecha de la soberana, con cuatro galones dorados en la capa y amplios brazaletes del mismo color que resaltaban la blancura de los puños de su camisa. Tenía las sienes plateadas, pero parecía tan fuerte e inquebrantable como una roca. Aquél debía de ser el capitán general, Gareth Bryne. Al otro lado, detrás del trono, había una mujer ataviada con sedas de color verde oscuro, sentada en un taburete bajo, tejiendo algo con una lana oscura, casi negra. En un principio aquel detalle lo llevó a pensar que era una anciana, pero al observarla de nuevo fue incapaz de determinar su edad. Parecía centrar toda su atención en las agujas y en el hilo, como si no se hallara a menos de un metro de la reina. Era una mujer hermosa, de aspecto plácido y, sin embargo, su concentración auguraba algo terrible en ella. No se oía más sonido en la sala que el entrechocar’ de las agujas.

Trató de examinarlo todo, pero sus ojos no dejaban de posarse una y otra vez en la mujer tocada con una guirnalda de rosas finamente entrelazadas, la corona de rosas de Andor.

Una larga estola roja con el león de Andor pendías sobre su vestido de seda de pliegues blancos y rojos, y, cuando tocó el brazo del capitán general con la mano izquierda, un anillo con la forma de la Gran Serpiente, mordiéndose la cola, despidió destellos. No obstante, no era la magnificencia de sus ropajes y de sus joyas, ni siquiera de la corona, lo que atraía con insistencia la mirada de Rand, sino la mujer que los lucía.

Morgase poseía la misma belleza que su hija, en el pleno esplendor de la madurez. Su rostro y su figura, su presencia, llenaban la habitación como una luz que ensombrecía el resplandor de las otras dos mujeres. Si hubiera sido una viuda del Campo de Emond, habría tenido un enjambre de pretendientes ante su puerta aunque hubiera sido la peor cocinera y ama de casa de todo Dos Ríos. Al advertir que ella estaba observándolo, agachó la cabeza, temeroso de que ella leyera sus pensamientos. «¡Luz, estabas pensando en la reina como si fuera una pueblerina! ¡Insensato!»

—Podéis levantaros —autorizó Morgase, con una voz firme y cálida que centuplicaba el aplomo de Elayne.

Rand se puso en pie al igual que el resto.

—Madre… —comenzó a decir Elayne.

—Según parece —la interrumpió Morgase—, has estado trepando a los árboles, hija. —Elayne despegó un pedazo de corteza de su vestido y, al no hallar lugar donde depositarlo, lo guardó en la mano—. Y lo que es más —prosiguió tranquilamente Morgase—, se diría que, a pesar de mi prohibición, has ideado la manera de poder ver a ese Logain. Gawyn, te creía más juicioso. No sólo debes aprender a no obedecer a tu hermana, sino también a prevenirla del desastre. —Los ojos de la reina se desviaron hacia el imponente hombre que se hallaba a su lado para apartarse rápidamente de él. Bryne continuó impasible, como si no lo hubiera advertido, pero Rand pensó que sus ojos lo percibían todo sin excepción—. Esta, Gawyn, es la responsabilidad del Primer Príncipe, tan importante como la de estar al mando de los ejércitos de Andor. Tal vez si intensificamos tu instrucción, dispondrás de menos tiempo para dejar que tu hermana conduzca tus acciones. Solicitaré al capitán general que se ocupe de que no te encuentres desocupado durante el viaje hacia el norte.

Gawyn movió los pies como si fuera a protestar y luego inclinó la cabeza en su lugar.

—Como ordenéis, madre.

—Madre —intervino Elayne—, Gawyn no puede protegerme si está alejado de mí. Ha sido con este único propósito que ha abandonado sus aposentos. Mas sin duda no podía representar ningún peligro para nosotros que mirásemos a Logain. Casi todos los habitantes de la ciudad se hallaban más cerca de él que nosotros.

—No todos los habitantes de la ciudad son la heredera del trono —contestó con cierta dureza la reina—. Yo he visto de cerca a ese Logain, y es un hombre peligroso, hija. Enjaulado, vigilado constantemente por las Aes Sedai, continúa siendo tan temible como un lobo. Ojalá nunca lo hubieran traído a Caemlyn.

—Se encargarán de él en Tar Valon. —La mujer sentada en el taburete no apartó los ojos de su labor al hablar—. Lo importante es que la gente vea que la Luz ha vencido nuevamente a la Oscuridad. Y que se sientan partícipes de dicha victoria, Morgase.

Morgase hizo ondear la mano.

—Con todo, preferiría que nunca se hubiera aproximado a Caemlyn. Elaida, ya conozco vuestra opinión.

—Madre —protestó Elayne—, no es mi intención desobedeceros. De veras.

—¿De veras? —inquirió Morgase con irónica sorpresa, antes de echarse a reír—. Sí, tú intentas ser una hija responsable, pero siempre estás probando hasta dónde puedes llegar. Bien, yo hacía lo mismo con mi madre. Ese carácter te será útil cuando asciendas al trono, pero todavía no eres la reina, hija. Me has desobedecido al ir a contemplar a Logain. Durante el viaje hacia el norte no se te permitirá acercarte a más de cien pasos de él, ni a ti ni a Gawyn. Si no fuera consciente de la dureza del aprendizaje que realizaréis en Tar Valon, enviaría a Lini para que se ocupara de vigilaros. Ella, al menos, parece encontrarse en disposición de hacerte comportar como es debido.

Elayne inclinó tristemente la cabeza.

La mujer sentada detrás del trono parecía ocupada en contar los puntos.

—Dentro de una semana —anunció de pronto—, estaréis deseosos por regresar junto a vuestra madre. Dentro de un mes estaréis dispuestos a datos a la fuga con el Pueblo Errante. Sin embargo, mis hermanas os mantendrán alejados de los infieles. Ese tipo de experiencias no os convienen, por el momento. —Se volvió bruscamente para observar con fijeza a Elayne, con la placidez de su semblante desvanecida como por ensalmo—. Dispones de las cualidades para convertirte en la más grandiosa reina que Andor haya tenido nunca, que ningún país haya visto a lo largo de más de un siglo. Es para eso para lo que vamos a formarte, si conservas la entereza suficiente.

Rand la miró de nuevo. Aquélla debía de ser Elaida, la Aes Sedai. De improviso se alegró de no haber acudido a ella en busca de ayuda, pese a ignorar aún el Ajah al que pertenecía. Aquella Aes Sedai irradiaba una rigidez que superaba con creces la de Moraine. En ocasiones había considerado a Moraine como un ser de acero cubierto de terciopelo; con Elaida el terciopelo era sólo una ilusión.

—Basta, Elaida —la atajó Morgase, con el rostro ceñudo por la inquietud—. Ya he escuchado eso bastantes veces. La Rueda gira según sus designios. —Por un momento, guardó silencio, mirando a su hija—. Ahora debemos ocupamos del problema de este joven —señaló a Rand sin apartar los ojos de Elayne—, de cómo y por qué ha entrado aquí y de las razones que te han inducido a imponer a tu hermano su condición de huésped tuyo.

—¿Puedo hablar, madre?

Cuando Morgase asintió con la cabeza, Elayne expuso llanamente lo sucedido desde el momento en que vio cómo Rand subía por la ladera y escalaba luego el muro. Él esperaba que concluyera su exposición proclamando la inocencia de sus intenciones, pero en vez de ello, argumentó:

—Madre, con frecuencia me advertís de que debo conocer a nuestro pueblo, tanto a sus miembros más poderosos como a los de más humilde condición, pero siempre que me encuentro con alguno de ellos estoy en compañía de una docena de asistentes. ¿Cómo puedo llegar a conocer la realidad bajo tales circunstancias? Hablando con este joven ya he aprendido mucho más sobre la gente de Dos Ríos de lo que hubiera hallado en los libros. Es un detalle significativo que haya venido de tan lejos y haya adoptado el rojo cuando tantos otros forasteros llevan telas blancas únicamente por temor. Madre, os ruego que no deis mal trato a un súbdito leal, que además me ha enseñado algo acerca de los pueblos que gobernáis.

—Un leal súbdito de Dos Ríos —suspiró Morgase—. Hija mía, deberías prestar más atención a esos libros. Dos Ríos no ha visto un recaudador de impuestos durante seis generaciones, ni a un guardia de la reina en siete. Sospecho que en raras ocasiones deben de recordar que forman parte del reino. —Rand se encogió, incómodo, rememorando la sorpresa que le produjo enterarse de que Dos Ríos fuera una de las regiones integradas al reino de Andor. Al verlo, la reina sonrió pesarosamente a Elayne—. ¿Lo ves, hija?

Elaida había dejado de tejer, advirtió Rand, y lo examinaba con detenimiento. Entonces se levantó del taburete y descendió lentamente del estrado para pararse delante de él.

—¿De Dos Ríos? —dijo. Alargó una mano hacia su cabeza; él se zafó de su contacto, ante lo cual ella no insistió—. ¿Con este pelo rojizo y estos ojos grises? La gente de Dos Ríos tiene el cabello y los iris oscuros y rara vez es de estatura tan alta. —Le arremangó un trozo de manga y mostró una piel muy clara que pocas veces había sido expuesta a los rayos del sol—. Ni una piel tan blanca.

—Nací en el Campo de Emond —aseveró secamente, esforzándose por no apretar el puño—. Mi madre procedía de otras tierras, y de ella he heredado el color de mis ojos. Mi padre

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