y Rand cerró los ojos. Había oído proferir el mismo exabrupto al mozo de cuadra de la Bendición de la Reina, y ya en aquella ocasión lo había dejado perplejo. Segundos después ya había recobrado el aplomo.
Gawyn y Elayne parecían contentos de quedarse donde estaban, pero él no podía enfrentarse a los guardias de la reina con tanta calma. Comenzó a caminar hacia el muro una vez más, consciente de que no lo alcanzaría antes de que llegaran los guardias, pero incapaz de permanecer quieto.
No había dado tres pasos cuando una patrulla de hombres con uniformes rojos aparecieron por el sendero, reflejando los rayos del sol con sus bruñidos petos. Otros se acercaban como manchas danzantes de escarlata y acero procedentes, al parecer, de todas direcciones. Algunos llevaban las espadas desenvainadas, otros sólo aguardaban a afianzar los pies para levantar los arcos y aprestar flechas en ellos. Detrás de la malla que protegía sus rostros, todas las miradas eran unánimemente hostiles y cada una de las flechas de punta ancha apuntaba sin vacilar hacia él.
Elayne y Gawyn saltaron a la vez y se situaron entre él y los proyectiles, con los brazos extendidos para cubrirlo. Él permaneció inmóvil, con las manos alejadas de la espada.
Mientras el martilleo de las botas y el crujido de los arcos tensados flotaba todavía en el aire, uno de los soldados, con la insignia de oficial al hombro, gritó:
—¡Milady, milord, al suelo, rápido!
A pesar de tener los brazos en cruz, Elayne se irguió majestuosamente.
—¿Cómo osáis mostrar el acero desnudo en mi presencia, Tallanvor? ¡Gareth Bryne os enviará a limpiar el estiércol de los establos de la tropa más ínfima por esto, si la suerte os acompaña!
Los soldados intercambiaron miradas de estupor y algunos de los arqueros hicieron ademán de bajar las armas. Sólo entonces Elayne bajó los brazos, como si los hubiera alzado por mero antojo. Tras un instante de vacilación, Gawyn siguió su ejemplo. Rand contaba los arcos que permanecían en alto. Los músculos de su estómago se tensaron tanto que habrían podido repeler una flecha disparada a veinte pasos.
El oficial parecía el más perplejo de todos.
—Milady, perdonadme, pero lord Galadedrid informó de que había un sucio campesino armado que merodeaba por los jardines y que su presencia ponía en peligro a mi señora Elayne y a mi señor Gawyn. —Su mirada se posó en Rand y su voz recobró firmeza—. Si milady y milord son tan amables de hacerse a un lado, me llevaré custodiado a este villano. Hay demasiada chusma en la ciudad estos días.
—Dudo mucho que Galad os diera tal información —objetó Elayne—. Galad no miente nunca.
—En ocasiones desearía que lo hiciera —le dijo quedamente al oído Gawyn a Rand—. Aunque sólo fuera por una vez. La vida con él resultaría más soportable.
—Este hombre es mi invitado —prosiguió Elayne—y está aquí bajo mi protección. Podéis retiraros, Tallanvor.
—Me temo que ello no será posible, milady. Como milady sabe, la reina, vuestra señora madre, ha dado órdenes concernientes a todo aquel que entre en el recinto palaciego sin su autorización expresa y ya se ha avisado a Su Majestad de la existencia de este intruso.
La voz de Tallanvor expresaba un indicio de satisfacción más que prudente. Rand dedujo que el oficial debía de verse obligado con frecuencia a obedecer órdenes de Elayne que no consideraba atinadas y que en aquella ocasión no estaba dispuesto a someterse a ella, habida cuenta de que disponía de una excusa perfecta.
Por primera vez, Elayne pareció perder parte de su entereza.
Rand dirigió una muda pregunta a Gawyn, que éste comprendió enseguida.
—La prisión —murmuró. Al ver que le palidecía el rostro, agregó—: Sólo durante algunos días y nadie te causará ningún daño. Te interrogará Gareth Bryne, el capitán general, pero te dejarán en libertad cuando haya comprobado que no planeabas nada malo. —Se detuvo, reflexionando—. Confío en que nos hayas dicho la verdad, Rand al’Thor de Dos Ríos.
—Nos conduciréis a los tres hasta mi madre —anunció de repente Elayne. Gawyn esbozó una sonrisa.
Detrás del entramado de acero que velaba su rostro, Tallanvor pareció titubear.
—Milady, yo…
—O de lo contrario nos escoltaréis a los tres hasta una celda —añadió Elayne—. No nos separaremos. ¿O vas a dar orden de que alguien me ponga las manos encima? —Su sonrisa era de victoria y, a juzgar por la manera como Tallanvor miró en torno a sí como si esperara obtener ayuda de los árboles, él también consideró que ella había ganado.
«¿Ganado qué? ¿Cómo?»
—Madre está examinando a Logain —explicó en voz baja Gawyn, como si hubiera leído los pensamientos de Rand—e, incluso si no estuviera ocupada, Tallanvor no se atrevería a llevarnos a Elayne y a mí a su presencia, como si estuviéramos bajo arresto. Nuestra madre tiene un poco de mal genio a veces.
Rand recordó lo que maese Gill le había contado respecto a la reina Morgase. «¿Un poco de genio?»
Otro soldado de uniforme rojo se acercó corriendo por el sendero y se paró en seco para dar un Saludo marcial a Tallanvor, con el cual intercambió unas palabras que devolvieron la satisfacción a su rostro.
—La reina, vuestra señora madre —anunció Tallanvor—, ordena que llevemos al intruso a su presencia inmediatamente. La reina ordena asimismo que mi señora Elayne y mi señor Gawyn se personen ante ella también de inmediato.
Gawyn pestañeó y Elayne tragó saliva. Una vez recobrada la compostura del semblante, comenzó a sacudir laboriosamente el vestido, que no mejoró en nada aparte de desprender algunos minúsculos pedazos de corteza.
—Si milady me permite… —dijo con altanería Tallanvor—. Milord…
Los soldados se dispusieron en formación en torno a ellos y comenzaron a caminar por la avenida, encabezados por Tallanvor. Gawyn y Elayne flanqueaban a Rand, perdidos en lúgubres pensamientos. Los soldados habían enfundado las espadas y devuelto las flechas a los carcajes, pero, pese a ello, mantenían una estricta vigilancia, observando a Rand como si esperaran que éste fuera a desenvainar el arma e intentar abrirse paso a mandobles.
«¿Que voy a intentar algo? No voy a intentar hacer nada. ¡Inadvertido! ¡Ja!»
Al mirar a los soldados, adquirió súbita conciencia del jardín. Para entonces ya se había recobrado por completo de la caída. Los acontecimientos se habían sucedido de modo tan vertiginoso y lo habían dejado en suspenso sin tiempo para recuperarse, que los contornos no habían sido para él más que un fondo borroso, a excepción de la pared y su intenso deseo de regresar al otro lado. Ahora veía el tupido césped en el que no había reparado antes. «¡Verde!> Un centenar de formas verdes, de árboles y arbustos verdes y lozanos, cargados de follaje y de frutos. Los troncos que bordeaban el sendero estaban cubiertos de lujuriantes hiedras y había flores por doquier, innumerables flores que salpicaban el suelo de color.
Conocía algunas de ellas —brillantes botones de oro, diminutas pulsatillas rosadas, gotas de sangre carmesí y glorias de Emond purpúreas, rosas de todos los matices desde el más puro blanco hasta el encarnado más intenso—, pero otras eran extrañas, de formas y tonos tan curiosos que le asombraba que pudieran ser naturales.
—Está verde —musitó—. Verde.
Los soldados murmuraron para sí; Tallanvor les asestó una dura mirada y volvieron a guardar silencio.
—Gracias a Elaida —explicó, distraído, Gawyn.
—No es justo —comentó Elayne—. Me preguntó si quería escoger la granja en la que produciría iguales resultados, mientras a su alrededor no brota ninguna hierba, pero aun así no es justo que nosotros tengamos flores cuando hay gente que no dispone de suficientes alimentos. —Respiró hondo, haciendo acopio de vigor—. Recuerda esto —dijo de improviso a Rand—: habla en voz alta y clara cuando te lo ordenen y mantén silencio en caso contrario. Y sigue mis indicaciones. Todo saldrá bien.
Rand deseó compartir su confianza. Gawyn habría contribuido a ello si hubiera dado muestras de poseerla a su vez. Mientras Tallanvor los conducía al interior del palacio, miró por última vez los jardines, con su verdor interrumpido por la variopinta floración, un colorido ofrendado a una reina por la mano de una Aes Sedai. Se hallaba a merced de la corriente, sin perspectivas de llegar a buen puerto.
Los corredores estaban llenos de sirvientes vestidos con libreas rojas con cuellos y puños blancos y el león blanco bordado en el pecho izquierdo, que se afanaban en tareas que en apariencia no requerían su empeño. Cuando los soldados prosiguieron su marcha, con Elayne, Gawyn y Rand en el centro, se detuvieron en seco para mirarlos con la boca abierta.
En medio de la unánime consternación, un gato de piel veteada de gris atravesó tranquilamente el pasillo, serpenteando entre la perpleja servidumbre. De pronto a Rand le pareció raro ver un solo gato. Durante su estancia en Baerlon había observado que incluso la más ínfima tienda tenía gatos merodeando en todos los rincones. Desde que había entrado en el palacio, aquél era el único felino que había visto.
—¿No tenéis ratas? —preguntó con incredulidad, pensando que había ratas en todos los lugares.
—A Elaida no le gustan las ratas —murmuró vagamente Gawyn, con el rostro ceñudo, previendo sin duda el inminente encuentro con la reina—. Nunca tenemos ratas.
—Callaos los dos. —La voz de Elayne era autoritaria, pero ella parecía tan abstraída como su hermano—. Estoy intentando pensar.
Rand continuó mirando el gato por encima del hombro hasta que los guardias le hicieron doblar una esquina. Habría preferido ver muchos animales como aquél, pues aquello hubiera sido indicio de que al menos algo seguía un curso normal en el palacio, aunque se tratara de la presencia de roedores.
La ruta que seguía Tallanvor viraba tantas veces que Rand perdió el sentido de la orientación. Por fin el joven oficial se detuvo ante unas altas puertas de reluciente madera oscura, no tan magnífica como algunas de las que habían cruzado, pero también labrada con hileras de leones, meticulosamente trazados. A ambos lados había un soldado con librea.
—Al menos no es la gran sala —señaló con una risa inquieta Gawyn—. Nunca he oído que madre condenara a la guillotina a nadie desde aquí. —Su tono de voz denunciaba su temor de que aquel día sentara un precedente.
Tallanvor alargó la mano hacia la espada de Rand, pero Elayne lo interceptó.
—Es mi invitado y, según la ley y la tradición, los invitados de la familia real están autorizados a ir armados en presencia de mi madre. ¿Acaso vais a poner en duda mi palabra, negándoos a considerarlo como huésped mío?
Tallanvor titubeó, clavó su mirada en la de la muchacha y asintió.
—Muy bien, milady. —Elayne sonrió a Rand, mientras Tallanvor retrocedía, pero su júbilo fue pasajero.
—Que me acompañe la primera fila —ordenó Tallanvor—. Anunciad a la señora Elayne y al señor Gawyn a Su Majestad —indicó a los porteros—. También al lugarteniente de guardia Tallanvor, con la venia de Su Majestad, y al intruso bajo custodia.
Elayne miró ceñuda a Tallanvor, pero las puertas ya estaban abriéndose en aquel momento. Una sonora voz anunció a los que se disponían a entrar.
Elayne penetró con paso altanero, desmereciendo ligeramente su majestuosa entrada al hacerle señales a Rand para que permaneciera detrás de ella. Gawyn henchió el pecho y avanzó a tan sólo un paso de distancia. Rand la siguió, manteniéndose dudosamente a la altura de Gawyn en el lado opuesto al de aquél. Tallanvor caminaba cerca de él, acompañado de diez soldados. Las puertas se cerraron en silencio a sus espaldas.
De improviso Elayne se postró de hinojos, ofreciendo simultáneamente una reverencia de cintura para arriba, y conservó aquella postura, con las manos en los extremos de