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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 125
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los altozanos como si fueran formaciones naturales de la tierra. Las subidas y declives ofrecían sorprendentes perspectivas a cada giro: parques que podían ser vistos desde diferentes ángulos, cuyas alamedas y monumentos trazaban hermosas figuras a pesar de la escasez de verdor; torres súbitamente reveladas, con paredes cubiertas de azulejos que reflejaban la luz del sol en un sinfín de tonalidades; abruptas pendientes desde donde el ojo abarcaba la totalidad de la urbe y las ondulantes llanuras y bosques que se extendían más allá de sus límites. Después de todo, aquello habría sido algo digno de contemplar si aquel enjambre no lo hubiera impulsado hacia adelante antes de que tuviera ocasión de fijar la mirada. Y aquellas calles curvadas le impedían advertir lo que le aguardaba a unos pasos.

De pronto, dobló un recodo, y se encontró delante del palacio. Las calles, aun siguiendo en su trazado los contornos naturales del terreno, habían sido dispuestas en espiral en torno a aquella…, aquella edificación de cuento de hadas de pálidas agujas, cúpulas doradas e intrincadas tracerías en la piedra, con la bandera de Andor ondeando desde todos los salientes, una pieza central para la cual habían sido diseñadas las restantes panorámicas. Parecía más algo esculpido por artistas que construido como los demás edificios.

Al primer vistazo, dedujo la imposibilidad de acercarse más. A nadie le era permitido aproximarse al palacio. La guardia de la reina flanqueaba las puertas en diez rangos escarlata y en las almenas de las blancas paredes, en balcones y torres, había más soldados apostados con arcos inclinados sobre sus pechos acorazados de acero. Ellos también semejaban haber salido de un cuento de juglar, pero Rand no creía que su función fuera meramente decorativa. El vociferante gentío que atestaba las calles era una casi uniforme masa de espadas cubiertas de blanco y escarapelas y brazaletes del mismo color, que únicamente de tanto en tanto se teñía de manchas encarnadas. Los guardias de uniforme rojo parecían una tenue barrera contra la omnipresencia del blanco.

Cuando renunció a abrirse paso hacia las cercanías del palacio, buscó un lugar desde el que pudiera sacar provecho de su altura. No tenía por qué hallarse en primera línea para verlo todo. La muchedumbre se agitaba sin cesar con las personas que intentaban abrir una brecha para avanzar o las que se precipitaban hacia un punto que creían más ventajoso. Uno de aquellos vaivenes lo desplazó a tan sólo tres hileras del espacio acotado y todos cuantos se encontraban allí era más bajos que él, incluso los soldados. La gente se apiñaba contra él, que sudaba por la presión de tantos cuerpos. Los situados a su espalda se quejaban de que no les permitía ver y trataban de pasar a empellones. Mantuvo su posición, contribuyendo a formar una impenetrable barrera con los que se encontraban a ambos lados. Estaba exultante. Cuando el falso Dragón pasara por allí, podría verlo perfectamente a la cara.

Al otro lado de la calle, en dirección a las puertas y a las murallas, una oleada rizó la multitud; al final de la curva, un remolino de personas retrocedía para ceder el paso a alguien. No era el espacio que se abría ante las Capas Blancas en otros días. Aquella gente se echaba atrás con un sobresalto, con rostros sorprendidos que se transformaban en una mueca de disgusto. Giraban la cabeza ante lo que avanzaba, pero miraban con el rabillo del ojo hasta que los había superado.

Otros ojos a su alrededor percibieron asimismo el disturbio. Clavados en el suelo a la espera del Dragón, pero sin nada que hacer aparte de aguardar, la muchedumbre encontró algo digno de comentarios. Escuchó conjeturas que consideraban la posibilidad de que se trataba de una Aes Sedai o del propio Logain y algunas sugerencias más atrevidas que provocaron risotadas entre los hombres y rígidos mohínes entre las mujeres.

La perturbación en la masa humana iba desplazándose hacia el final de la calle. Nadie parecía dudar en permitirle dirigirse a donde se proponía, aun cuando ello representara perder un buen punto de mira en el momento en que la marca de gente iniciara el movimiento de reflujo. Al fin, barriendo también a Rand, la turba propasó los límites establecidos, e hizo retroceder con su impulso a los soldados que forcejeaban para contenerla. La encorvada figura que caminó vacilante hacia allí parecía más un montón de harapos que un hombre. Rand oyó murmullos de repugnancia a su alrededor.

El andrajoso individuo se detuvo en el otro extremo de la calle. Su cuello, impregnado de mugre, giraba de un lado a otro como si buscara o escuchara algo. De pronto exhaló un grito inarticulado y estiró una sucia mano, señalando a Rand. Inmediatamente comenzó a correr por el pavimento con la velocidad de una chinche.

«El mendigo.» Fuera cual fuera el azar que había conducido al hombre a dar con él, Rand tenía la certeza de que, fuese o no un Amigo Siniestro, no quería encontrarse frente a frente con él. Sentía la mirada acuosa del pedigüeño como algo grasiento sobre su piel. Especialmente no quería que aquel sujeto se la acercara, rodeado por un turba de gente al borde de un estallido de violencia.

Las mismas voces que habían reído antes soltaban maldiciones dirigidas a él, mientras se abría camino hacia atrás, alejándose de la aglomeración.

Aceleró el paso, consciente de que la tupida masa que debía atravesar a empellones se abriría ante su harapiento perseguidor. Forcejeando para franquearse un espacio, tropezó y estuvo a punto de caer cuando la multitud se dividió súbitamente. Se ayudó con los brazos a mantener el equilibrio y emprendió una carrera. La gente lo señalaba con el dedo; él era el único que caminaba a la inversa, corriendo además. Los gritos lo perseguían. Su capa ondeaba tras él, dejando al descubierto la espada envuelta en paño rojo. Al advertirlo, incrementó aun más la velocidad. Un partidario solo de la reina, corriendo, podía muy bien inducir a la muchedumbre a un ensañamiento, incluso en una jornada como aquélla. Siguió corriendo a toda velocidad sobre las piedras del pavimento y no se tomó un respiro hasta que ya no oyó gritos tras de sí. Por fin, jadeante, Se apoyó contra una pared.

Ignoraba dónde se hallaba, a excepción del hecho de encontrarse todavía en el casco antiguo. Era incapaz de recordar cuántas esquinas había doblado entre aquellas sinuosas calles. Dispuesto a echar a correr de nuevo, volvió la cabeza para mirar el camino recorrido. Sólo había una persona allí, una mujer que caminaba plácidamente con un cesto. Casi la totalidad de la gente se había congregado para tratar de ver al falso Dragón. «Es imposible que me haya seguido. Debe haberme perdido.»

El mendigo no renunciaría a su búsqueda, estaba convencido de ello. Aquella andrajosa silueta estaría abriéndose paso entre la multitud, escudriñando, y si Rand regresaba para ver a Logain, correría el riesgo de topar con ella. Por un momento se planteó volver a la Bendición de la Reina, pero estaba seguro de que no tendría otra oportunidad de ver a un falso Dragón. Se le antojaba un acto de cobardía permitir que un mugriento limosnero lo obligara a ocultarse.

Miró en torno a sí, reflexionando. Las edificaciones de la ciudad antigua eran bajas, por lo que era factible que alguien ubicado en un determinado lugar dispusiera de una panorámica ininterrumpida. Debía de haber sitios desde los que pudiera contemplar el paso de la procesión con el falso Dragón, y, aun cuando no viera a la reina, vería a Logain. Comenzó a caminar con resolución.

Durante la hora siguiente halló varios puntos de aquellas características, todos ocupados ya por una compacta masa de gente apostada en la ruta por donde había de pasar el desfile. Cada una de ellas era una monótona exposición de brazaletes y escarapelas blancas. Receloso de las consecuencias que podía tener su espada en una aglomeración como aquélla, se alejaba a toda prisa.

Desde la ciudad nueva llegaron gritos, sones de trompetas y el pulso marcial de los tambores. Logain y su escolta estaban ya en Caemlyn, de camino hacia el palacio.

Desanimado, vagó por la calles; aún conservaba débiles esperanzas de encontrar la manera de ver a Logain. Sus ojos se posaron en la ladera, no construida, que se alzaba junto a la vía por la que caminaba. En una primavera normal, aquella pendiente estaría cubierta de flores y hierba, pero ahora no presentaba más que un tapiz marrón hasta los altos muros que se elevaban en su cúspide, una pared por encima de cuyos remates sobresalían los árboles.

Esa parte de la calle no había sido diseñada para ofrecer una grandiosa panorámica, pero por encima de los tejados percibía algunas de las torres de palacio, coronadas por las banderas con el león blanco que flameaban al viento. No estaba seguro de hacia dónde doblaba la calle rodeando la colina, pero de improviso se le ocurrió una idea.

Los tambores y trompetas sonaban cada vez más cerca y el griterío era más intenso. Trepó la escarpada ladera, ayudado por las desnudas ramas de los arbustos en las que se agarraba. Jadeante tanto por el deseo como por el esfuerzo, cubrió a gatas el último trecho hasta la pared, la cual se alzaba sobre él y doblaba su propia altura. El aire vibraba con el estrépito de los tambores y trompetas.

La superficie del muro presentaba el aspecto natural de la piedra, cuyos enormes bloques estaban tan bien encajados que apenas se entreveían las junturas, lo cual unido a su tosquedad le confería casi la apariencia de un acantilado. Rand sonrió al recordar que incluso Perrin había escalado los acantilados de las Colinas de Arena. Sus manos buscaron las protuberancias y sus pies las estrías. Los tambores lo apremiaban a subir. Estableció una competición con ellos, con el propósito de coronar el muro antes de que éstos llegaran al palacio. Con la premura, la piedra le arañó las manos y las rodillas, pero apoyó los brazos en la cima y se alzó con un sentimiento de victoria.

Se apresuró a girarse para sentarse sobre el angosto y plano espacio en que culminaba la pared. Las frondosas ramas de un inmenso árbol le golpearon la cabeza sin que él casi lo advirtiera. Su mirada se extendía sobre los tejados, que apenas le obstruían la visión. Se inclinó levemente hacia adelante y vio las puertas del palacio, los guardias apostados allí y la multitud expectante. Los gritos quedaban ahogados por el estruendo de los tambores y trompetas, pero todavía aguardaban. Volvió a sonreír. «He ganado.»

En el preciso instante en que se arrellanaba, la primera parte de la comitiva dobló la curva final que conducía al palacio, precedida por veinte hileras de heraldos, que quebraban el aire con incesantes toques triunfales. Tras ellos, otros percutían igual número de tambores. Después venían los estandartes de Caemlyn, leones blancos sobre fondo rojo, portados por jinetes, seguidos de los soldados de Caemlyn a caballo, con armaduras relucientes, lanzas enhiestas con gallardía y ondeantes penachos carmesí. Iban flanqueados por columnas triples de piqueros y arqueros, los cuales continuaron caminando un buen trecho tras los jinetes cuando éstos comenzaron a aminorar la marcha entre los guardias que los aguardaban y traspusieron las puertas del palacio.

El último de los soldados de infantería dobló el recodo y a su espalda apareció un enorme carro tirado por dieciséis caballos. En el centro de la carreta había una amplia jaula de barrotes de hierro y, en cada una

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