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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 124
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también podrías tomar un baño. —Mat se revolvió en la cama, como si intentara sumergirse en ella. Rand suspiró y luego se encaminó a la Puerta—. Es la última vez que te lo digo. Ahora me voy. —Cerró lentamente a Puerta, con la esperanza de que Mat cambiara de opinión, pero su amigo se quedó quieto. La puerta encajó en las jambas.

En el corredor, se apoyó en el umbral. Maese Gill decía que había una anciana a tres calles de distancia, la Madre Grubb, que vendía hierbas y cataplasmas, además de atender partos, cuidar a los enfermos y decir la buenaventura. Se parecía un poco a lo que hacía una Zahorí. A quien Mat necesitaba era a Nynaeve, quizás a Moraine, pero la Madre Grubb era la única persona a quien podía recurrir. Si la llevaba a la Bendición de la Reina posiblemente atraería el tipo de atención no deseado, suponiendo que ella se aviniese a ir a visitar a Mat, y aquello sería tan perjudicial para la mujer como para ellos dos.

Los herboristas y los curanderos no gozaban entonces de buena reputación en Caemlyn; existía una animadversión casi generalizada contra aquellos que efectuaban algún tipo de curas o de predicciones. Cada noche el Colmillo del Dragón se grababa impunemente en una puerta u otra, a veces incluso a la luz del día, y la gente estaba dispuesta a olvidar a quien había sanado sus fiebres o aplicado cataplasmas a sus muelas doloridas tan pronto como escuchaba la acusación de Amigo Siniestro. Aquél era el clima que reinaba en la ciudad.

Tampoco era que Mat se encontrara en verdad enfermo. Comía todo lo que Rand le llevaba de la cocina —aunque no habría aceptado nada que viniera de otras manos— y nunca se quejaba de dolores ni calenturas. Simplemente se negaba a abandonar la habitación. Rand, sin embargo, había abrigado la certeza de que aquel día se avendría a salir.

Se puso la capa sobre los hombros e hizo girar el cinto de manera de que la espada y el paño rojo que la envolvía quedaran más encubiertos.

Al pie de la escalera encontró a maese Gil, que se disponía a subir.

—Hay alguien que va preguntando por vosotros en la ciudad —anunció el posadero. Rand sintió cómo se avivaban sus esperanzas—. Preguntan por vosotros y esos amigos vuestros, por el nombre. El de los jóvenes, en todo caso. Parece que lo que más le interesa son los tres muchachos.

La ansiedad sustituyó a las esperanzas.

—¿Quién? —inquirió Rand, mientras miraba con inquietud a un lado y otro del pasillo: no había nadie.

—No sé cómo se llama. Sólo he oído hablar de él. Es un mendigo. —El posadero soltó un gruñido—. Medio loco, según dicen. No obstante ello, podría ir a buscar la limosna real a palacio, a pesar de la carestía actual. En las fechas señaladas, la reina la entrega con sus propias manos y nunca echa a nadie bajo ningún concepto. Nadie tiene necesidad de mendigar en Caemlyn. Incluso un hombre buscado por la justicia no puede ser arrestado mientras está recibiendo la limosna real.

—¿Un Amigo Siniestro? —aventuró Rand con reluctancia. «Si los Amigos Siniestros conocen nuestros nombres…»

—Tienes metidos a los Amigos Siniestros en la sesera, chico. Hay algunos; es cierto, pero el hecho de que los Capas Blancas estén soliviantando los ánimos no ha de inducirte a pensar que la ciudad esté plagada de ellos. ¿Sabes qué rumor han difundido esos necios ahora? «Formas extrañas.» Es increíble. Unas formas extrañas que se deslizan fuera de las murallas por la noche. —El posadero rió entre dientes, hasta agitar su voluminoso vientre.

Rand, en cambio, no estaba de humor para reír. Hyam Kinch había hablado de extraños seres y, sin duda, era un Fado lo que ellos habían visto.

—¿Qué tipo de formas?

—¿Qué tipo? Lo ignoro. Extrañas formas. Trollocs, probablemente. El Hombre de la Sombra. El propio Lews Therin Verdugo de la Humanidad, que ha regresado con una estatura de doce metros. ¿Qué clase de siluetas piensas que imaginará la gente ahora que les han metido la aprensión en la cabeza? —Maese Gil lo observó por un instante—. ¿Vas a salir, eh? Bueno, no diré que me importe, pero apenas ha quedado nadie aquí hoy. ¿No te acompaña tu amigo?

—Mat no se encuentra muy bien, Tal vez venga más tarde.

—Bien, que sea lo que la Luz quiera. Cuídate. En una jornada como hoy los fieles súbditos de la reina se hallarán en minoría, que la Luz fulmine el día en que vislumbré la posibilidad de presenciar tal cosa. Hay dos de esos malditos traidores sentados al otro lado de la calle vigilando la puerta de mi posada. ¡Por la Luz, saben bien cuáles son mis simpatías!

Rand asomó la cabeza y miró a ambos lados antes de adentrarse en el callejón. Un fornido hombre contratado por maese Gill montaba guardia en la salida a la calle; apoyado en una lanza observaba a la gente con aparente desinterés. Rand sabía que sólo era aparente. Aquel tipo —su nombre era Lamgwin lo veía todo a través de sus párpados entornados y, a pesar de su tamaño, se movía con la agilidad de un gato. Él también creía que la reina Morgase era la Luz encarnada, o casi. Había una docena de sujetos como él distribuidos por la Bendición de la Reina.

Lamgwin se movió imperceptiblemente cuando Rand llegó a la boca del callejón, pero no apartó un instante la vista de la calle. Rand estaba convencido de que lo había oído aproximarse.

—Vigila a tu espalda hoy, muchacho. —La voz de Lamgwin sonaba como arenilla restregada—. Cuando comiencen los problemas, nos convendrá tenerte a mano, y no con un cuchillo clavado a traición.

Rand observó por un instante al vigoroso vigilante con muda sorpresa. Siempre trataba de mantener oculta la espada, pero aquélla no era la primera vez que uno de los empleados de maese Gill daba por supuesto que él era un avezado luchador. Lamgwin no desvió la mirada hacia él. Su tarea era guardar la posada y la cumplía a la perfección.

Deslizó el arma un poco más hacia atrás bajo la capa antes de sumarse al reguero de viandantes. Advirtió a los dos hombres que había mencionado el posadero, subidos a unas barricas al otro lado de la calle para poder observar por encima de la muchedumbre. Le pareció que no habían reparado en él. Aquellos dos individuos mostraban a las claras sus preferencias y, no conformes con llevar las espadas envueltas en paño blanco, lucían brazaletes y escarapelas blancas.

Poco después de su estancia en Caemlyn había sabido que las envolturas rojas de la espada, o un brazalete o escarapela encarnados, eran una expresión de lealtad a la reina Morgase, mientras que el blanco significaba que la reina y su adhesión a las Aes Sedai y Tar Valon eran los causantes del giro negativo tomado por los acontecimientos, del mal tiempo, las cosechas fallidas e incluso tal vez de la insurrección del falso Dragón.

Él no deseaba involucrarse en los asuntos políticos de Caemlyn. El inconveniente era que ya era demasiado tarde para evitarlo. Y no era sólo que él se hubiera decantado por una opción de modo… accidental, pero lo había hecho. El ambiente de la ciudad era tal que no permitía a nadie permanecer en la neutralidad. Incluso los forasteros llevaban escarapelas o brazaletes o envolvían sus espadas, con mayor frecuencia de blanco que de rojo. Posiblemente no todas sostuvieran aquella postura, pero se hallaban lejos del hogar y temían convertirse en blanco de iras. En aquel clima, los hombres que apoyaban a la reina —aquellos que osaban salir a la calle—se agrupaban para autoprotegerse.

Ese día, sin embargo, era distinto; al menos en apariencia. Era una fecha en que se celebraba la victoria de la Luz sobre la Sombra, una jornada en que se llevaba al falso Dragón a la ciudad, a presencia de la reina, antes de trasladarlo a Tar Valon.

Ningún alma viviente hablaba de aquel aspecto. A excepción de las Aes Sedai, nadie era capaz de enfrentarse a un hombre que controlaba el Poder único, de ello no cabía duda, pero la gente prefería obviar ese tema. La Luz había derrotado a la Sombra y los soldados de Andor se habían encontrado en el frente de batalla. Eso era lo único que importaba aquel día y lo demás podía quedar relegado al olvido.

Rand se preguntó hasta qué punto eso era cierto. La muchedumbre corría, cantaba y agitaba banderas entre risas, pero los súbditos que ostentaban el rojo se mantenían en grupos de diez o veinte y no había mujeres ni niños con ellos. Calculó que habría como mínimo diez hombres con símbolos blancos por cada uno que proclamaba su devoción por la reina. No fue aquélla la primera ocasión en que deseó que la tela blanca hubiera sido más barata. «¿Pero te habría prestado su ayuda maese Gill si hubieras llevado ese color?»

La muchedumbre era tan compacta que era inevitable recibir codazos. Incluso los Capas Blancas debían prescindir del disfrute de un espacio abierto entre el gentío. Mientras dejaba que la multitud lo arrastrara a la ciudad vieja, Rand advirtió que no todo el mundo controlaba su animosidad. Vio cómo uno de los Hijos de la Luz recibía un golpe tan contundente que casi lo derribó al suelo. Apenas el Capa Blanca recobró el equilibrio, comenzó a proferir imprecaciones dirigidas al hombre que lo había agredido, cuando otro individuo avanzó hacia él con paso decidido. Antes de que la situación empeorara, los compañeros del Capa Blanca lo arrastraron hacia un lado de la calle para cobijarlo en un portal. Los tres parecían oscilar entre sus impávidas miradas habituales y la incredulidad. La muchedumbre continuó caminando como si nadie hubiera presenciado lo sucedido y quizás ello había sido así.

Nadie habría osado llevar a cabo un ataque parecido dos días antes. Y lo que era más, caviló Rand, los agresores llevaban escarapelas blancas en los sombreros. Existía la creencia común de que los Capas Blancas apoyaban a los opositores de la reina y de su consejera Aes Sedai, pero aquello no establecía diferencias. Las personas se entregaban a actos que no habían sospechado antes. Zarandear a un Capa Blanca hoy… ¿Tal vez derrocar a la reina mañana? Súbitamente, experimentó una curiosa soledad entre tantos brazaletes y escarapelas blancas y rogó por que hubiera más hombres con símbolos encarnados a su alrededor.

Los Capas Blancas repararon en su mirada, a la que correspondieron con un inconfundible fulgor de desafío. Dejó que la multitud lo llevara consigo y se sumó a su canto.

Adelante León, adelante León, el León Blanco toma el campo.

Ante la Sombra ruge desafiante.

Adelante, Andor triunfante.

La ruta por la que había de entrar a Caemlyn el falso Dragón era de todos conocida. Tupidas hileras de guardias de la reina y soldados armados con picas mantenían despejadas aquellas calles, pero la gente abarrotaba sus márgenes e incluso las ventanas y tejados. Rand se abrió camino hacia el casco antiguo, tratando de aproximarse al palacio. Guardaba ciertas expectativas de poder ver a Logain en presencia de la reina. Ver al falso Dragón y a la reina: aquello era algo que no habría soñado cuando se encontraba en su pueblo.

La ciudad vieja estaba construida sobre colinas y en ella se conservaba la mayor parte de la obra realizada por los Ogier. Mientras que las calles de la zona más reciente formaban en su mayoría un anárquico laberinto, las de allí seguían las curvas de

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