que subía y bajaba, casi apartó las manos compulsivamente. La piel le hormigueaba mientras desataba la capa blanca. A pesar de lo afirmado por Lan, se imaginaba al hombre de huesudas facciones incorporándose inopinadamente. Tanteó deprisa a su alrededor hasta encontrar el hacha y luego se acercó a otro centinela. Le pareció extraño, al principio, no sentirse reacio a sentir el tacto de aquel hombre inconsciente, pero pronto dedujo el motivo. Todos los Capas Blancas lo odiaban, expresando así una emoción humana. Byar en cambio no los odiaba, no tenía ningún sentimiento; sólo pensaba que debían morir.
Con las dos capas en la mano, giró sobre sí… y el terror se apoderó de él. La oscuridad le había hecho perder de improviso el sentido de la orientación y se veía incapaz de encontrar a Lan y los demás. Sus pies permanecían clavados en el suelo, sin osar moverse. Incluso Byar yacía oculto por la noche sin su capa blanca. No había nada que pudiera orientarlo. Sus pasos podían adentrarlo en el campamento.
—Aquí.
Caminó a trompicones hacia el lugar donde Lan había emitido el susurro, hasta que lo detuvieron unas manos. Egwene era una lóbrega sombra y el rostro de Lan una mancha borrosa sin solución de continuidad con el resto de su cuerpo, que parecía no encontrarse allí. Sintió sus ojos prendidos en él y se preguntó si debía darles una explicación.
—Poneos las capas —ordenó Lan—. Rápido. Plegad las vuestras. Y no hagáis el más leve ruido. Todavía no estáis a salvo.
Perrin entregó enseguida una de las prendas a Egwene, aliviado por no tener que confesar sus temores. Luego cambió su capa por una de las blancas, que le produjo un hormigueo en los hombros, una punzada de desasosiego entre las clavículas. ¿Sería la capa de Byar la que le había tocado en suerte? Casi creía percibir el olor de aquel enjuto individuo.
Lan les indicó que se dieran la mano y Perrin aferró el hacha con una de ellas y la de Egwene con la otra, deseoso de que el Guardián dispusiera su pronta huida para contener el desafuero de su imaginación. Sin embargo, permanecieron inmóviles, rodeados por las tiendas de los Hijos, conformando un grupo de sombras envueltas en capas blancas y otra cuya presencia se detectaba, pero no se veía.
—Pronto —musitó Lan—. Muy pronto.
Un relámpago quebró la noche sobre el campamento, a tan corta distancia que Perrin sintió que se le erizaban los pelos de los brazos y la cabeza. Justo detrás de las tiendas la tierra entró en erupción a consecuencia de la descarga, entremezclando su explosión con la del cielo. Antes de que la luz se apagara, Lan los condujo hacia adelante.
Con el primer paso un nuevo centelleo sesgó la oscuridad. Los rayos caían como la lluvia, entre cuyos destellos se entreveían momentáneamente las tinieblas. Los truenos, encadenados entre sí, producían un fragor incesante. Los caballos, despavoridos, emitían relinchos que apagaban las detonaciones. Los hombres tropezaban al salir de las tiendas, algunos con sus capas blancas, otros a medio vestir, unos corriendo de un lado a otro y los demás inmóviles, de pie, como petrificados.
Lan los guiaba al trote en medio de la confusión. Los Capas Blancas los miraban pasar con estupor. Algunos los llamaban, confundiendo sus voces con el estrépito del cielo, pero, al estar envueltos en las capas blancas, nadie trató de detenerlos. Cruzaron las tiendas y abandonaron el campamento para perderse en la noche, sin que nadie alzara la mano contra ellos.
El suelo se volvió irregular bajo los pies de Perrin y la maleza lo arañó, mientras dejaba que tiraran de él. El relámpago parpadeó antes de apagar su luz. Los ecos de los truenos retumbaron en el cielo antes de que ellos desaparecieran también. Perrin miró hacia atrás. Entre las tiendas crepitaban varios fuegos, producidos tal vez por los rayos o por las lámparas caídas entre la barahúnda. Los hombres todavía gritaban, con voces que sonaban apagadas en la noche, intentando restablecer el orden y averiguar lo ocurrido. El terreno comenzó a formar una pendiente de subida, mientras los alaridos y las tiendas quedaban atrás.
De repente casi tropezó con los tobillos de Egwene, al pararse Lan. Más adelante se veían tres caballos.
Una sombra se movió y luego se oyó la voz de Moraine, impregnada de irritación.
—Nynaeve no ha vuelto. Me temo que esa joven habrá cometido alguna insensatez. —Lan giró sobre sus talones como si fuera a deshacer el camino recorrido, pero una única palabra de Moraine, emitida como un restallido, lo contuvo—. ¡No! —Permaneció inmóvil, mirándola de soslayo, con las manos y el rostro únicamente visibles, aunque reducidos a unas manchas sombreadas. La Aes Sedai prosiguió con un tono menos imperativo, que no dejaba de reflejar una inflexible firmeza—. Algunas cosas son más importantes que otras, ya lo sabes. —El Guardián continuó quieto y la voz de Moraine volvió a adoptar su dureza—. ¡Recuerda tus juramentos, al’Lan Mandragoran, Señor de las Siete Torres! ¿Qué vale el juramento de un señor que lleva la diadema de guerra de los malkieri?
Perrin pestañeó. ¿Lan era todo aquello? Egwene estaba murmurando, pero él no podía apartar los ojos de la escena que se desarrollaba ante sí, en la que Lan permanecía paralizado como un lobo de la manada de Moteado, un lobo mantenido a raya por la diminuta Aes Sedai, tratando en vano de escapar a su destino.
Un crujido de ramas quebradas en la espesura interrumpió aquel mudo forcejeo. En dos largas zancadas Lan se halló entre Moraine y la fuente del sonido, reflejando en la hoja de su espada la pálida luz de la luna. Entonces dos caballos surgieron de entre los árboles, uno de ellos con un jinete sobre su lomo.
—¡Bela! —exclamó Egwene.
—Por poco no os encuentro —confesó Nynaeve desde la silla de la yegua—. ¡Egwene! ¡Gracias a la Luz que estás viva!
Desmontó, pero, cuando caminaba hacia los dos muchachos, Lan la agarró del brazo y ella se detuvo en seco, levantando la mirada hacia él.
—Debemos partir, Lan —dijo Moraine, con voz tan imperturbable como antes.
Al oír a la Aes Sedai, el Guardián soltó a Nynaeve.
Frotándose el brazo, ésta corrió a abrazar a Egwene, pero Perrin creyó haberla oído emitir una queda carcajada antes. Aquello lo desconcertó, dado que le pareció que aquella risa no guardaba ninguna relación con su alegría por volver a verlos.
—¿Dónde están Rand y Mat? —preguntó.
—En otro lugar —respondió Moraine, mientras Nynaeve murmuraba algo que produjo asombro en Egwene. Perrin dio un respingo; había escuchado parte de un rudo juramento de carretero—. Quiera la Luz que estén bien —prosiguió la Aes Sedai como si no lo hubiera advertido.
—Ninguno de nosotros estará bien —terció Lan— si nos encuentran los Capas Blancas. Cambiaos las capas y subid a caballo.
Perrin montó el caballo que Nynaeve había traído detrás de Bela. La ausencia de silla no le molestaba en absoluto, puesto que, si bien no montaba a menudo en el pueblo, cuando lo hacía era siempre a pelo. Todavía conservaba la capa blanca, ahora: enrollada y atada a la cintura. El Guardián había dicho que no debían dejar más rastros que los imprescindibles. Aún creía percibir el olor de Byar en aquella prenda.
Cuando emprendían la marcha, Perrin sintió nuevamente la llamada de Moteado en su cerebro. «Hasta otro día.» Era más un sentimiento que una frase articulada, en el que percibía un suspiro y a la vez la promesa de un encuentro preestablecido, una previsión de un hecho futuro y la resignación por lo que había de suceder, todo dispuesto en capas superpuestas. Intentó preguntar cuándo y por qué, apresurado e invadido por un súbito temor. La huella de los lobos se debilitaba, amortiguándose. Sus frenéticas preguntas únicamente recibieron la misma respuesta cargada de significados. «Hasta otro día.» Aquella despedida ocupó su cerebro hasta mucho después de que se hubiera quebrado la comunicación con los lobos.
Lan se dirigió hacia el sur con paso lento, pero regular. La espesura encubierta por la noche, con el terreno ondulante, la maleza que no se percibía hasta hollarla y la profusión de árboles no admitían, en todo caso, una gran velocidad. El Guardián se separó de ellos en dos ocasiones y retrocedió en dirección a la luna con su semental, que al igual que él, se confundía con la propia noche. Las dos veces regresó con la información de que no había señales de persecución.
Egwene permanecía al lado de Nynaeve. Perrin percibía retazos de una excitada charla mantenida en voz baja. Ellas dos estaban tan animadas como si se encontraran en casa. Él se mantenía a la zaga de la reducida comitiva. La Zahorí se volvía de vez en cuando para mirarlo y él la saludaba con la mano, como para asegurarle que se encontraba perfectamente, y permanecía en el mismo lugar. Tenía mucho en que pensar, aun cuando no lograra poner orden en su mente. «Qué va a ocurrir? ¿Qué va a ocurrir?»
Según los cálculos de Perrin fue poco antes del amanecer cuando Moraine consintió en realizar una parada. Lan halló un barranco donde poder encender fuego, en una oquedad de una de las vertientes.
Finalmente les fue permitido deshacerse de las capas blancas, enterrándolas en un hoyo cavado cerca de la fogata. Cuando se disponía a arrojar la prenda que había utilizado, sus ojos toparon con el sol dorado bordado en el pecho y las dos estrellas debajo. Tiró la capa como algo pestilente y se alejó, limpiándose las manos con la suya, para sentarse a solas.
—Y ahora —insistió Egwene, mientras Lan cubría con tierra el agujero—, ¿va alguien a decirme dónde están Rand y Mat?
—Creo que se encuentran en Caemlyn —respondió prudentemente Moraine—o de camino hacia allí. —Nynaeve emitió un sonoro y despectivo gruñido, pero la Aes Sedai continuó hablando como si no hubiera habido ninguna interrupción—. Si no están allí, los localizaré de todas maneras. Puedo asegurarlo.
Tomaron en silencio una comida, consistente en pan, queso y té. Incluso el entusiasmo de Egwene sucumbió a la fatiga. La Zahorí sacó de su bolsa un ungüento para las llagas que habían dejado las ataduras en las muñecas de Egwene y otro para las contusiones. Cuando se aproximó a Perrin, sentado en el límite de la zona iluminada por la hoguera, éste no alzó la mirada.
Nynaeve se quedó inmóvil y lo observó en silencio un momento; luego se agazapó con su bolsa a un lado y empezó a hablar animadamente.
—Quítate la chaqueta y la camisa, Perrin. Según me han dicho, uno de los Capas Blancas la tomó contigo.
Obedeció con la mente todavía enfrascada en el mensaje de Moteado, hasta que Nynaeve soltó una exclamación. Perplejo, dirigió la mirada a la joven y luego a su propio pecho desnudo. Era una masa de colores, purpúreos los más recientes, superpuestos sobre otras manchas que se difuminaban en tonos pardos y amarillos. Únicamente la poderosa musculatura de su torso, formada en las numerosas horas de trabajo en la forja de maese Luhhan, lo había preservado de una rotura de costillas. Con la mente absorta en los lobos, había conseguido olvidar el dolor, pero ahora recobró con tristeza plena conciencia de él. Involuntariamente respiró hondo y apretó los labios, exhalando un gruñido.
—¿Cómo es posible que te odiara tanto? —preguntó, estupefacta, Nynaeve.
«Maté a dos hombres.»
—No lo sé —respondió en voz alta.
La Zahorí revolvió su bolsa y él se echó atrás cuando la joven comenzó a extender una grasienta pomada sobre sus morados.
—Hiedra machacada, cincoenrama y raíces secadas al sol —explicó.
Sintió frío y calor a