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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 12
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uno sea lo bastante mayor para casarse —murmuró—, no quiere decir que tenga que hacerlo. No enseguida.

—Desde luego que no. La verdad es que puede no casarse nunca.

—¿Nunca? —inquirió con asombro Rand.

—Las Zahoríes no suelen casarse. Ya sabes que Nynaeve me ha estado enseñando algunas cosas. Dice que tengo talento y que puedo aprender a escuchar el viento. Nynaeve opina que no todas las Zahoríes pueden hacerlo, aunque afirmen lo contrario.

—¡Zahorí! —exclamó con una risotada, sin percibir un peligroso destello en los ojos de la muchacha—. Nynaeve será la Zahorí del Campo de Emond durante cincuenta años como mínimo, tal vez más. ¿Te vas a pasar el resto de tu vida siendo su aprendiza?

—Hay otros pueblos —respondió Egwene con vehemencia—. Nynaeve dice que los pueblos del norte del Taren siempre eligen a una Zahorí que no sea originaria de allí. Creen que de esa manera evitan los favoritismos entre la gente.

Su alborozo se desvaneció tan deprisa como había sobrevenido. —¿Fuera de Dos Ríos? No te vería más.

—¿Y no estarías contento? Últimamente no has dado ninguna muestra que indicara que eso te fuera a importar.

—Nadie se va nunca de Dos Ríos —prosiguió—. A veces alguna persona del Embarcadero de Taren, pero es toda gente rara, casi como si no fuera de la región.

—Bueno, tal vez yo sea un poco rara —contestó Egwene con un suspiro de exasperación—. Quizá desee ver algunos de los lugares que describen las historias. ¿A ti nunca se te había ocurrido?

—Claro que sí. A veces sueño despierto, pero reconozco la diferencia entre los sueños y la realidad.

—¿Y yo no? —preguntó furiosa ella, antes de volverle la espalda.

—Yo no he dicho eso. Estaba hablando de mí. ¡Egwene!

La muchacha se envolvió con la capa, como si fuese un muro alzado para separarse de él, y avanzó erguida unos pasos. Rand se acarició la frente presa de frustración. ¿Cómo iba a explicárselo? Aquélla no era la primera vez que ella captaba un significado en sus palabras que él no había querido conferir. Habida cuenta de su estado de humor actual, un paso en falso empeoraría aún más las cosas, y estaba casi seguro de que todo cuanto dijese sería dar un paso en falso. En aquel momento volvieron Mat y Perrin. Egwene hizo caso omiso de su llegada. La miraron dubitativos y luego se apiñaron en torno a Rand.

—Moraine también le ha dado una moneda a Perrin —le informó Mat—igual que la nuestra. —Hizo una pausa antes de anunciar—: Y él vio al jinete.

—¿Dónde? —preguntó Rand—. ¿Cuándo? ¿Lo ha visto alguien más? ¿Se lo has contado a alguien?

Perrin levantó las manos con ademán apaciguador.

—Vayamos por partes. Lo vi a la salida del pueblo, observando la herrería, ayer al atardecer. Me hizo poner la piel de gallina, te lo juro. Se lo dije a maese Luhhan, pero, como no había nadie cuando él miró…, dijo que sería alguna sombra. Sin embargo, después acarreaba todo el rato el martillo más grande que tiene, mientras cubríamos el fuego de la forja y ordenábamos las herramientas. Nunca había hecho una cosa así hasta ayer.

—Entonces te creyó —dedujo Rand.

Perrin, no obstante, se encogió de hombros.

—No lo sé. Le pregunté por qué llevaba el martillo, ya que lo que yo había visto sólo eran sombras, y respondió algo así como que los lobos se envalentonaban cada vez más y podían bajar hasta el pueblo. A lo mejor pensó que había visto un lobo, pero debería saber que distingo muy bien un lobo de un hombre a caballo, aunque esté oscuro. Yo sé lo que vi y nadie me va hacer cambiar de parecer.

—Yo te creo —dijo Rand—. Recuerda que yo también lo he visto.

Perrin exhaló un gruñido de satisfacción, como si hubiera tenido dudas al respecto.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó de súbito Egwene.

Rand deseó de pronto haber hablado en voz más baja. Lo habría hecho si hubiera sido consciente de que ella escuchaba. Sonriendo como estúpidos, Mat y Perrin se precipitaron a describirle sus encuentros con el jinete de la capa negra. Rand, sin embargo, permaneció en silencio. Sabía a todas luces de qué manera reaccionaría ella cuando hubieran terminado de explicárselo.

—Nynaeve tenía razón —anunció Egwene a los cuatro vientos cuando los dos chicos callaron—. Ninguno de vosotros tiene la más mínima madurez. La gente monta a caballo, ¿no lo sabíais? Y eso no los convierte en monstruos salidos de un cuento de juglar.

Rand asintió para sus adentros; estaba actuando exactamente como había supuesto. Entonces Egwene se volvió hacia él.

—Y tú has estado propagando esas tonterías. A veces demuestras muy poca sensatez, Rand al’Thor. Este invierno ha sido lo bastante espantoso como para que vayas por ahí asustando a los niños.

El semblante de Rand era una mueca agria.

—Yo no he propagado nada, Egwene. Pero he visto lo que he visto, y no era ningún campesino que había salido a buscar una vaca extraviada.

Egwene hizo acopio de aire y abrió la boca; sin embargo, lo que iba a decir quedó en suspenso al abrirse la puerta de la posada y aparecer en ella un individuo de enmarañados cabellos blancos que salía con tal apremio que parecía que lo persiguieran.

CAPÍTULO 4: El Juglar

La puerta se cerró con estrépito detrás del hombre de pelo blanco y éste dio media vuelta para fijar la mirada en ella. Delgado, hubiera sido alto a no ser por sus espaldas encorvadas, pero la ligereza de sus movimientos encubría la edad que aparentaba. Su capa parecía una masa de remiendos, de parches de todo tamaño, forma y color, que se agitaban al menor soplo de aire. En realidad era de tela bastante recia, según observó Rand, y los parches sólo estaban cosidos por encima a modo de decoración.

—¡El juglar! —susurró excitada Egwene.

El hombre giró sobre sí, haciendo revolotear la capa. Aquella larga prenda tenía unas curiosas mangas holgadas y unos grandes bolsillos. Un espeso bigote, tan blanco como el pelo de su cabeza, aleteaba en torno a su boca, y su rostro estaba igual de retorcido que un árbol que hubiera resistido terribles temporales. Realizó un gesto imperativo dirigido a Rand y a sus compañeros con una larga pipa profusamente adornada de la que brotaba un hilillo de humo. Sus ojos azules escrutaban el aire bajo la mata de sus cejas, perforando a quien quiera que mirase.

Rand dedicó a los ojos del hombre tanta atención como al resto de su persona. Todos los habitantes de Dos Ríos tenían los ojos oscuros, al igual que la mayoría de los mercaderes, guardas y demás gente que había visto. Los Congar y los Coplin se habían burlado de él porque tenía los ojos grises, hasta el día en que le propinó un puñetazo en la nariz a Ewal Coplin; la Zahorí no había descuidado reñirlo en aquella ocasión. Se preguntó si existiría un país donde nadie tuviera los iris oscuros. «Tal vez Lan también sea de allí», pensó.

—¿Qué clase de lugar es éste? —preguntó el juglar con una voz profunda que parecía resonar con más fuerza que la de un hombre normal. Aun al aire libre, se diría que llegaba hasta todos los rincones y retumbaba en las paredes—. Los patanes del pueblo de la colina me dicen que puedo llegar aquí antes de que caiga la noche, pero olvidan añadir que a condición de que saliera mucho antes del mediodía. Cuando por fin llego, helado hasta los huesos y ansioso por una cama caliente, vuestro posadero se queja de la hora como si yo fuera un porquero errante. Y vuestro Consejo del Pueblo todavía no se ha dignado pedirme que ofreciera una representación en esta fiesta que celebráis. Y el posadero ni me había informado de que era el alcalde.

Se contuvo para recobrar aliento al tiempo que abarcó a todos con la mirada, pero al instante ya había reemprendido su arenga…

—Cuando he bajado de la habitación para fumarme una pipa y tomar una jarra de cerveza, todos los hombres que hay en la sala me han mirado como si yo fuera el más detestable de sus cuñados que estuviera a punto de pedirles dinero prestado. Un abuelo se ha puesto a desvariar en mis barbas, diciéndome qué historias tengo o no tengo que contar y luego una chiquilla me dice que me largue a voz en grito y me amenaza con un garrote al no reaccionar yo tan rápido como ella quería. ¿Dónde se vio que alguien amedrente a un juglar de esta manera?

El semblante de Egwene era digno de contemplar, con los ojos desorbitados de asombro ante el juglar y su evidente deseo de defender a Nynaeve. —Excusad, maese el juglar —dijo Rand, consciente de que él mismo lucía una sonrisa bobalicona—. Ella es nuestra Zahorí y…

—¿Esa chiquilla tan bonita? —interrumpió el juglar—¿Una Zahorí de un pueblo? Vaya, a su edad haría mejor en coquetear con los jóvenes en lugar de profetizar el tiempo y curar a los enfermos.

Rand se revolvió embarazado. Confiaba en que la opinión del hombre no llegara nunca a oídos de Nynaeve, al menos hasta que éste hubiera terminado sus representaciones. Perrin pestañeó al oír las palabras del juglar, y Mat dejó escapar un nervioso silbido, como si ambos hubieran hecho las mismas reflexiones.

—Los hombres eran los miembros del Consejo —prosiguió Rand—. Estoy convencido de que no era su intención ser descorteses. ¿Sabéis?, acabamos de enterarnos de que hay guerra en Ghealdan y un hombre que dice ser el Dragón Renacido. Un falso Dragón. Las Aes Sedai van de camino hacia allí desde Tar Valon. El Consejo está intentando dilucidar si podríamos correr peligro aquí.

—Esto no es ninguna novedad ni siquiera en Baerlon —dijo con desdén el juglar—. Y éste es el último lugar del mundo adonde llegan las noticias. —Hizo una pausa y, tras una rápida mirada al pueblo, agregó con sequedad —Casi el último. —Entonces sus ojos se posaron en el carro parado delante de la posada, solitario ahora, con los varales apoyados en el suelo—. Vaya, creí haber reconocido a Padan Fain allá adentro. —Su voz era aún profunda, pero la resonancia había cedido paso al desprecio—. Fain siempre ha sido un tipejo a quien le encanta esparcir malas noticias, y, cuanto peores, mejor. Ése tiene más características de cuervo que de persona.

—Maese Fain ha venido a menudo al Campo de Emond, maese el juglar —apuntó Egwene, con un rastro de desaprobación patente en medio de su entusiasmo—. Siempre está dispuesto a reír y trae muchas más noticias buenas que malas.

El juglar la observó un momento y luego esbozó una amplia sonrisa. —Eres una chica muy hermosa. Deberías llevar capullos de rosa en el pelo. Por desgracia, este año no puedo crear rosas por arte de magia, pero ¿te gustaría participar conmigo mañana en mi espectáculo? Para darme la flauta cuando la necesite y determinados aparatos. Siempre escojo a la muchacha más bonita del pueblo como ayudante.

Perrin rió con disimulo y Mat, que también reía furtivamente, soltó una ruidosa carcajada. Rand parpadeó sorprendido al advertir que Egwene lo fulminaba con la mirada, cuando él no había sonreído siquiera. La muchacha enderezó el porte y respondió con insólita calma:

—Gracias, maese el juglar. Será un placer ayudaros.

—Thom Merrilin —dijo el juglar, sumiéndolos en estupor—. Mi nombre es Thom Merrilin, y no maese el juglar. —Se ató la capa multicolor sobre los hombros y, de pronto, su voz pareció resonar de nuevo en una gran sala—. Antaño bardo de la corte, me veo ahora, en efecto, elevado al exaltado rango de

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