sonriente el libro, disfrutando de su tacto antes de sentarse junto a la chimenea a leerlo mientras fumaba una pipa, le hizo agarrar el puño de la espada, invadido por un sentimiento de pérdida y vacuidad que entorpeció el placer producido por la visión de los libros.
De pronto, oyó que alguien carraspeaba a su espalda y advirtió que no se encontraba solo. Se giró, dispuesto a disculparse por su rudeza. Estaba habituado a superar en estatura a la mayoría de las personas que conocía, pero en aquella ocasión hubo de levantar la cabeza hasta posar, boquiabierto, los ojos en una cabeza que casi rozaba el techo, situado a tres metros de altura. Tenía una nariz tan amplia como la cara, tan grande que era más un hocico que una nariz, unas cejas que pendían como colas, enmarcando unos pálidos ojos del tamaño de un tazón, unas orejas que asomaban entre los mechones de una enmarañada crin negra. «¡Trolloc!» Soltó un alarido, tratando de retroceder y desenfundar la espada, pero tropezó y cayó sentado al suelo.
—Me gustaría que los humanos no reaccionarais de ese modo —tronó una voz tan poderosa como un tambor. Sus copetudas orejas se agitaron violentamente, al tiempo que su tono se imbuía de tristeza—. Hay tan pocos que se acuerden de nosotros. Debe de ser por nuestra culpa, supongo. Han sido pocos, tan pocos los de nuestra especie que han convivido con los hombres desde que la Sombra se abatió sobre los Atajos. De eso hará… oh, seis generaciones ahora. Justo después de las Guerras de los Trollocs, fue cuando se produjo. —La encrespada cabeza se agitó y exhaló un suspiro que no hubiera envidiado nada al de un toro—. Demasiado tiempo, demasiado tiempo y tan pocos que han viajado para ver mundo, que casi podría decirse que nadie se ha dado a conocer.
Rand permaneció sentado allí con la boca abierta por espacio de un minuto, observando a la aparición calzada con enormes botas de caña alta y vestida con chaqueta azul marino que iba abotonada del cuello al pecho y luego descendía hasta el extremo de las botas como si llevara faldas sobre sus abombachados pantalones. En una de las manos asía un libro, que parecía diminuto en proporción, marcando una página con un dedo de un grosor de tres de los suyos.
—Creí que erais… —balbució antes de recobrar la compostura—. ¿Qué sois…? —Aquello era una nueva inconveniencia. Se puso en pie y le ofreció la mano—. Me llamo Rand al’Thor.
Otra mano, tan grande como un muslo, englutió la suya, acompañada de una ceremoniosa reverencia.
—Loial, hijo de Arent hijo de Halan. Tu nombre es como una canción en mi oído, Rand al’Thor.
Aquello le pareció un saludo ritual a Rand, y a su vez hizo una reverencia.
—Tu nombre es como una canción en mi oído, Loial, hijo de Arent… ah…, hijo de Halan.
Se le antojó una escena irreal. Todavía desconocía qué era Loial. El apretón de las enormes manos de Loial fue sorprendentemente suave, lo cual no fue óbice para que sintiera un gran alivio al recobrar la suya sana y salva.
—Los humanos sois muy exaltados —opinó Loial con un fragor de barítono—. Había escuchado todas las historias y leído los libros, claro está, pero no había caído en la cuenta de ello. En mi primer día de estancia en Caemlyn, no podía creer que fuera cierto el alboroto que se armó. Los niños lloraban, las mujeres chillaban y una multitud me persiguió por toda la ciudad; blandían garrotes, cuchillos y antorchas, gritando «¡Trolloc!». Siento tener que afirmar que estaba comenzando a perder los estribos. No sé qué habría ocurrido de no aparecer entonces la guardia de la reina.
—Una intervención afortunada —comentó Rand.
—En efecto, pero incluso los guardias parecían tenerme igual temor que los demás. Llevo cuatro días en Caemlyn y no he podido ni asomar la nariz a la calle. El bueno de maese Gill incluso me pidió que no utilizara la sala principal. —Enderezó las orejas—. No es que no reconozca que ha sido muy hospitalario, comprendedlo, pero aquella primera noche surgieron algunos problemas. Todos los humanos querían marcharse de inmediato. Unos gritos y alaridos y todos queriendo traspasar la puerta al mismo tiempo. Algunos incluso resultaron heridos.
Rand contempló fascinado aquellas orejas que se movían.
—Si he de serte sincero, no abandoné el stedding para vivir de esta manera.
—¡Eres un Ogier! —exclamó Rand—. Un momento. ¿Seis generaciones? ¡Has dicho las Guerras de los Trollocs! ¿Cuántos años tienes? —Tan pronto como la hubo expresado, reparó en la falta de educación que denotaba aquella pregunta. Loial, sin embargo, adoptó una actitud defensiva en lugar de mostrarse ultrajado.
—Noventa años —respondió, envarado, el Ogier—. Dentro de diez, ya me permitirán dirigirme a la tribuna. Me parece que los mayores hubieran debido dejarme hablar a mí, dado que estaba decidiéndose si yo me iría o no. Lo cierto es que siempre les causa preocupación que alguien, tenga la edad que tenga, salga al exterior. Los humanos, en cambio, sois tan irreflexivos, tan volubles. —Parpadeó y esbozó una reverencia—. Te ruego me disculpes. No he debido decir eso. Pero siempre estáis peleando, incluso cuando no es preciso.
—Tienes razón —lo tranquilizó Rand, tratando todavía de hacerse a la idea de la edad de Loial. Más viejo que Cenn Buie y aún lo bastante joven para… Tomó asiento en una de las sillas de altos respaldos. Loial también se sentó, en una en la que cabían dos personas, pero que él llenó ampliamente. Sentado, era tan alto como la mayoría de los hombres de pie—. Al menos te dejaron marchar.
Loial dirigió una mirada al suelo; arrugó la nariz y se la frotó con uno de sus enormes dedos.
—Bien, en cuanto a eso, verás. La tribuna no llevaba reunida mucho tiempo, ni siquiera un año, pero por lo que oía deduje que, cuando hubieran tomado una decisión, ya tendría la edad necesaria para irme sin su permiso, de modo que… me fui. Los mayores siempre decían que yo era demasiado impulsivo y me temo que eso no hará más que corroborar su opinión. Me pregunto si ya se habrán percatado de mi partida. Pero tenía que irme.
Rand se mordió los labios para contener la risa. Si Loial era un Ogier impulsivo, no acertaba a imaginar cómo serían la mayoría de ellos. ¿Que no llevaba reunida mucho tiempo, ni siquiera un año? Maese al’Vere quedaría perplejo al oírlo, pues bien sabía él que ningún miembro del Consejo del Pueblo, ni el propio Haral Luhhan, resistiría una reunión que durara más de media jornada. Lo invadió una oleada de añoranza, en la que se congregaban los recuerdos de Tam, Egwene, la Posada del Manantial, Bel Tine en el Prado en los tiempos felices. Los confinó todos en un rincón de su mente.
—Si no es mucho preguntar —dijo, aclarándose la garganta—, ¿por qué deseabas tanto salir…? Ojalá nunca hubiera abandonado yo mi hogar.
—Vaya, para ver —repuso Loial como si fuera la cosa más evidente del mundo—. He leído libros, todos las descripciones de viajeros, y comencé a adquirir la convicción de que, aparte de leer, había que observar. —Sus pálidos ojos se tornaron brillantes y las orejas, enhiestas—. Estudié todos los borradores que me fue posible encontrar que informaran sobre viajes, los Atajos, las costumbres reinantes en el territorio de los humanos y las ciudades que nosotros construimos para éstos después del Desmembramiento del Mundo. Y, cuanto más leía, más ansias tenía de salir, de ir a esos lugares donde no había estado y ver las arboledas con mis propios ojos.
—¿Las arboledas? —inquirió Rand, extrañado.
—Sí, las arboledas, los árboles. Sólo unos cuantos grandes árboles, claro está, que despuntan hacia el cielo para mantener vivo el recuerdo del stedding. —Su silla crujió al inclinarse hacia adelante, gesticulando con ambas manos, una de las cuales todavía retenía el libro. Sus ojos aparecían más animados y sus orejas no dejaban de agitarse—. Generalmente utilizaron ejemplares del lugar, habida cuenta de que no es posible obrar contra natura, no por mucho tiempo; de lo contrario la tierra se rebela. Deben ajustarse las plantas al paisaje y no a la inversa. En cada una de las arboledas se plantaron todos los árboles que crecerían en un clima propicio en aquel sitio, equilibrados con los troncos contiguos, para completar mejor su desarrollo, desde luego, pero también para que la armonía tuviera el efecto de un canto para la vista y el corazón. Ah, los libros hablan de arboledas capaces de provocar el llanto y la risa en los mayores, arboledas cuyo verdor permanecerá indeleble en el recuerdo.
—¿Y qué hay de las ciudades? —preguntó Rand. Loial lo miró con estupor—. Las ciudades. Las ciudades que levantaron los Ogier. Ésta por ejemplo, Caemlyn. Los Ogier construyeron Caemlyn, ¿no es cierto? Al menos eso cuentan los relatos.
—Trabajando la piedra… —Se encogió de hombros—. Aquélla fue sólo la técnica que aprendieron en los años posteriores al Desmembramiento, durante el exilio, cuando todavía trataban de encontrar nuevamente el stedding. Por más que se intente, y he leído que los Ogier que construyeron esas ciudades se esforzaron de veras por conseguirlo, no es posible insuflar vida a una piedra. Algunos aún trabajan la piedra, pero únicamente porque los humanos dañáis con mucha frecuencia los edificios con vuestras guerras. Había unos cuantos Ogier en… eh… Cairhien, lo llaman ahora…, cuando pasé por allí. Afortunadamente, eran de otro stedding, por lo que no me conocían, si bien les parecía sospechoso que me encontrara fuera siendo tan joven. Supongo que también es verdad que no había ningún motivo por el que yo debiera vagar por ahí. En todo caso, el trabajo de picapedreros fue algo impuesto por los hilos del Entramado, mientras que las arboledas fueron producto de nuestros corazones.
Rand sacudió la cabeza, comprendiendo que la mayoría de las historias que les habían contado de pequeños no se ajustaban mucho a la realidad.
—No sabía que los Ogier creyeran en el Entramado, Loial.
—Por supuesto que creemos en él. La Rueda del Tiempo teje el Entramado de las eras y las vidas son los hilos que utiliza. Nadie puede predecir cómo va a entretejerse el hilo de su propia vida en el Entramado ni cómo se intercalará la hebra de un pueblo. Nos condujo al Desmembramiento del Mundo, al exilio, a labrar la piedra y a la nostalgia, hasta que finalmente nos concedió el regreso al stedding antes de que pereciéramos todos. A veces pienso que el motivo de vuestra naturaleza es que los humanos disponéis de un hilo muy corto. Debéis ir saltando para que no se os acabe tan deprisa. Oh, vaya, ya he vuelto a decir una inconveniencia. Según cuentan los mayores, a los humanos no les gusta que les recuerden la brevedad de su vida. Espero no haber herido tus sentimientos.
Rand negó con la cabeza, riendo.
—En absoluto. Supongo que sería divertido vivir tanto tiempo como vosotros, pero nunca se me había ocurrido la idea. Creo que si vivo tantos años como el viejo Cenn Buie, me daré por satisfecho.
—¿Es un hombre muy anciano?
Rand se limitó a asentir, ya que no iba a explicarle a Loial que el viejo Cenn Buie era más joven que él.
—Bien —prosiguió Loial—, si bien es cierto que los humanos disponéis de una vida muy breve, os cunde para hacer muchas cosas, siempre afanosos y atareados. Y, además, tenéis todo el mundo para ocuparlo. Nosotros los Ogier estamos confinados en nuestro stedding.
—Ahora estás fuera.
—Temporalmente, Rand. Sin embargo,