cuyas aguas discurrían perezosas, apenas tenía treinta metros de ancho allí, pero el fuerte se había desmoronado mucho tiempo atrás. Los siglos de lluvia y viento habían corroído los contrafuertes de piedra hasta conferirles la apariencia de formaciones naturales. El continuo tránsito de carros y caravanas de mercaderes había desgastado asimismo las gruesas planchas de madera. Algunos tablones sueltos resonaban bajo sus botas con el mismo estrépito que la percusión de un tambor. Hasta mucho después de haber atravesado el pueblo y haberse adentrado en la campiña, Mat mantuvo la aprensión a oír una voz que exigiera saber quiénes eran. O, aún peor, que conociera realmente su identidad.
A medida que avanzaban, el campo presentaba una población más densa. Siempre percibían alguna luz que indicaba la cercanía de una granja; los setos y las vallas cercaban el camino y los campos que se extendían en la distancia. Siempre había campos junto al camino, pero ni un árbol. Tenían la constante sensación de hallarse a las afueras de un pueblo, aun cuando se encontraran a horas de distancia de la próxima población. Belleza y paz; allí no había indicios del posible acecho de Amigos Siniestros.
De repente Mat se sentó en el camino. Tenía la bufanda encima de la cabeza, ahora que la única iluminación emanaba de la luna.
—Dos pasos para un palmo —murmuró—. Cien palmos para un kilómetro, cinco kilómetros para una legua… No voy a dar diez pasos más a menos que me lleven a un sitio donde dormir. Y tampoco estaría mal algo de comer. ¿No estarás escondiendo algo en los bolsillos, eh? ¿Una manzana tal vez? La compartiría contigo si la tuviera. Al menos podrías mirar.
Rand escrutó ambos lados de la vía. Eran los dos únicos seres que se movían en la noche. Echó una ojeada a Mat, que se había quitado una bota y se frotaba el pie. Él también tenía los pies doloridos. Un temblor le recorrió las piernas, como para recordarle que todavía no había recobrado todo el vigor que él pensaba.
Unos bultos oscuros se elevaban en un campo contiguo. Almiares, que habían ido reduciéndose durante la alimentación invernal del ganado, pero que aún conservaban cierto espesor.
—Dormiremos aquí —anunció su amigo, colocándose otra vez la bota, y se incorporó de inmediato.
El viento estaba alzándose e incrementaba la gelidez de la noche. Saltaron la valla y se zambulleron deprisa en el heno. La lona alquitranada que lo protegía de la lluvia, contenía también las ráfagas de viento.
Rand se revolvió en el orificio que había franqueado hasta hallar una postura cómoda. Aun así, las hierbas lograban abrirse camino por su ropa, pero no tuvo más remedio que conformarse. Intentó calcular el número de almiares en los que había dormido desde que habían partido de Puente Blanco. Los héroes de los relatos nunca se veían obligados a pasar la noche entre pajas ni bajo los matorrales. Sin embargo, ya no le resultaba sencillo imaginarse como un héroe de aventuras, ni siquiera durante un rato. Suspirando, se subió el cuello de la camisa con la esperanza de que el heno no penetrara en su espalda.
—Rand… —lo llamó quedamente Mat—. Rand, ¿crees que lo conseguiremos?
—¿Tar Valon? Todavía falta mucho, pero…
—Caemlyn. ¿Crees que llegaremos a Caemlyn?
Rand irguió la cabeza, pero aquella improvisada madriguera estaba tan oscura como una boca de lobo y lo único que le indicaba la posición de Mat era su voz.
—Maese Kinch ha dicho que estaba a dos jornadas. Pasado mañana o un día después estaremos allí.
—Si no hay Amigos Siniestros que acechen en el camino, o un Fado o dos. —Tras una pausa Mat agregó—: Creo que somos los únicos que quedamos con vida, Rand. —Parecía amedrentado—. Sea lo que sea lo que nos persigue, sólo quedamos dos ahora. Sólo nosotros dos.
Rand sacudió la cabeza. Sabía que Mat era incapaz de verlo en la oscuridad, pero de todos modos era ante todo un gesto dirigido a sí mismo. —Duérmete, Mat —aconsejó fatigado.
Él, sin embargo, tardó largo rato en conciliar el sueño. «Sólo nosotros dos.»
Al despertar con el canto de un gallo, salió de su escondrijo y sacudió el heno de su ropa. A pesar de sus precauciones algunas briznas se le habían colado por la espalda; las pajitas prendidas a los hombros le producían escozor. Se quitó la chaqueta y se sacó la camisa de los pantalones para hacerla caer. Fue mientras tenía una mano en la nuca y la otra torcida hacia atrás cuando advirtió la proximidad de la gente.
El sol todavía no se había levantado del todo, pero el camino ya estaba transitado por una procesión de personas que caminaban solas o acompañadas en dirección a Caemlyn, unas con fajos a los hombros, otras únicamente con un bastón de apoyo y había algunas muchachas e incluso gente de más edad. Todos sin excepción tenían el polvoriento aspecto de los caminantes que habían cubierto largas jornadas a pie. Parte de ellos clavaban la mirada en el suelo con hombros abatidos; algunos fijaban la vista en cierto punto del horizonte, algo que se encontraba más allá de su visión.
Mat salió rodando del almiar y se puso a rascarse con violencia. Sólo se detuvo el momento justo para enrollarse la bufanda en la frente; aquella mañana se cubrió menos los ojos.
—¿Confías en que podamos llevarnos algo a la boca hoy?
El estómago de Rand rugió ante aquella mención. —Ya pensaremos en eso de camino respondió.
Cuando llegaron a la cerca, Mat reparó en el gentío que recorría la carretera y se detuvo ceñudo en el campo, mientras Rand saltaba. Un joven, apenas mayor que ellos, les dedicó una mirada al pasar. Tenía la ropa polvorienta, al igual que la manta enrollada que colgaba de su espalda.
—¿Adónde te diriges? —le preguntó Mat.
—Hombre, a Caemlyn, a ver al Dragón —repuso a gritos el interpelado sin aminorar el paso. Enarcó una ceja y señaló las mantas y la alforja que ellos acarreaban y añadió—: Igual que vosotros. —Continuó andando, con los ojos ávidos prendidos en la lejanía.
Mat formuló la misma pregunta varias veces en el transcurso del día y las únicas personas cuyas respuestas difirieron fueron las de los habitantes de los alrededores, que normalmente se limitaban a escupir y desviar la mirada con aire despreciativo. Miraban a todos los viajeros del mismo modo: de soslayo, con una expresión que indicaba que los forasteros podían causar contratiempos si no los vigilaba alguien.
La gente que vivía en la zona no sólo mostraba recelo ante los desconocidos, sino un leve enfado. La gran cantidad de gente que ocupaba el camino constreñía la marcha de sus carros, ya de por sí lenta. Ninguno de ellos se encontraba de humor para invitar a alguien a subir a sus vehículos. Lo más probable era observar en ellos una amarga mueca y tal vez escuchar una maldición referente al trabajo que no llegaban a tiempo para atender.
Los carromatos de mercaderes avanzaban coro escaso impedimento entre los puños alzados hacia ellos, ya fuera en dirección a Caemlyn o a la inversa. Cuando apareció la primera caravana, temprano por la mañana, aproximándose a un trote regular cuando el sol apenas superaba la altura de los carruajes, Rand se hizo a un lado. No parecían dispuestos a detenerse por nada y vio cómo los otros caminantes hubieron de cederles el paso con urgencia. Él se apartó al margen, pero continuó caminando.
Un asomo de movimiento al acercarse el primer carromato rodando con gran estrépito fue el único aviso que tuvo. Se echó al suelo un segundo antes de que el látigo del carretero restallara en el aire que había ocupado su cabeza. Tendido en el suelo, percibió la dura mirada del conductor. Unos ojos imperturbables sobre una boca deformada en una rígida mueca. A aquel hombre no le importaba si le había hecho brotar sangre o le había arrancado un ojo.
—¡Así os ciegue la Luz! —gritó Mat detrás del carruaje—. No tenéis derecho… —Un guardián a caballo le golpeó el hombro con el mango de su lanza y lo derribó encima de Rand.
—¡Fuera del camino, asqueroso Amigo Siniestro! —gruñó el guarda sin detenerse.
Después de aquello, se mantuvieron alejados de los carromatos. Su circulación era frecuente, por desgracia. Apenas se había amortiguado el estrépito de uno cuando ya se oía aproximarse otro. Los guardas y los conductores miraban sin excepción a los viajeros que caminaban hacia Caemlyn como si fueran basura ambulante.
En una ocasión, Rand calculó mal la longitud de un látigo y éste le abrió un profundo tajo encima de la ceja. Tragó saliva para contener su protesta. El carretero le sonrió de modo afectado. Agarró a Mat de la mano para evitar que colocara una flecha en el arco.
—Déjalo —dijo. Dio un respingo al advertir a los guardas que cabalgaban cerca de los carromatos. Algunos reían; otros miraron con fiereza el arco de Mat—. Con suerte, sólo nos aporrearían las lanzas. Con suerte.
Mat gruñó con amargura, pero permitió que Rand tirara de él hacia el camino.
Dos escuadrones de la guardia de la reina se acercaron al trote, con las cintas de sus lanzas flameantes en el viento. Algunos granjeros los saludaban, deseosos de expresarles la necesidad de reaccionar ante la presencia de tantos forasteros, y los guardias se detenían cada vez para escuchar pacientemente. Cerca del mediodía Rand se paró para oír una de aquellas conversaciones.
Detrás de la rejilla de su yelmo, la boca del capitán de la guardia formaba una fina línea.
—Si uno de ellos roba algo o traspone el límite de vuestras tierras —explicaba al desgarbado campesino que fruncía el entrecejo junto a los estribos—, lo llevaré ante un magistrado, pero no infringen ninguna ley real por caminar por la carretera pública.
—Pero están por todas partes —objetó el campesino—. ¿Quién sabe quiénes son ni de dónde vienen? Todas estas habladurías acerca del Dragón…
—¡Luz, hombre! Aquí sólo hay un puñado. Las murallas de Caemlyn están a punto de rebosar y cada día llegan más. —La hosca expresión del capitán se agudizó al advertir a Rand y Mat, plantados al lado. Señaló el camino con un guantelete reforzado con acero—. Continuad camino u os arrestaré por interrumpir el tránsito.
Su voz no fue más ruda al hablarle a ellos que al hacerlo con el granjero, pero sus palabras surtieron efecto. La mirada del capitán los siguió durante unos minutos; Rand la sentía clavada en su espalda. Habiendo concluido que a los guardianes les quedaría poca paciencia con los vagabundos y poca compasión para un ladrón hambriento, decidió contener a Mat cuando pretendía robar huevos otra vez.
De todos modos, el hecho de que el camino se hallara tan abarrotado de vehículos y personas que se encaminaban a Caemlyn, en especial de hombres jóvenes, tenía su lado bueno. Por más Amigos Siniestros que pretendieran darles caza, su tarea sería tan difícil como la de distinguir dos palomas concretas en medio de una bandada de ellas. Si el Myrddraal que había atacado la Noche de Invierno no sabía exactamente a quién buscaba, tal vez sus secuaces se hallarían igual de desorientados allí.
Su estómago lo atormentaba con frecuencia, recordándole que no les quedaba dinero, en todo caso no lo suficiente para pagar una comida con los precios tan desmesurados que pedían en las cercanías de Caemlyn. Se sorprendió una vez con la funda de la flauta en la mano y la empujó con firmeza hacia su espada. Gode sabía lo de los conciertos de flauta y los juegos malabares. No había otra forma de averiguar qué había transmitido