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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 11
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Hu y Tad, aun cuando estaba bien claro lo que ellos sabían. Los dos impasibles mozos de cuadra articulaban un gruñido a modo de respuesta y proseguían metódicamente el proceso de desenganchar el tiro. Uno a uno, fueron llevándose los caballos hasta que no quedó ninguno y, entonces, ya no regresaron.

Rand hizo caso omiso de la aglomeración de gente. Se sentó en un extremo de los viejos cimientos de piedra, se arrebujó en la capa y dejó vagar la mirada hacia la puerta de la posada. Ghealdan, Tar Valon. Sólo los nombres provocaban ya una sensación de extrañeza y excitación. Aquéllos eran lugares que conocía únicamente gracias a las noticias de los buhoneros y los cuentos relatados por los guardas de los mercaderes. Aes Sedai, guerras y falsos Dragones: aquélla era la temática propia de las historias contadas a última hora de la noche delante del fuego, con una vela que proyecta extrañas formas en la pared y el viento aullando contra los postigos. Con todo, era su creencia que más valía soportar ventiscas y lobos. De todas maneras, todo debía de ser distinto por aquellas tierras, más allá de Dos Ríos; como vivir sumergido en un cuento de un juglar. Una aventura, una larga aventura que duraría toda una vida.

Todavía entre murmullos y sacudidas de cabeza, los lugareños poco a poco se dispersaron. Wit Congar se detuvo para observar el solitario carromato, como si pudiera encontrar a otro buhonero oculto en su interior. Por último sólo quedaron algunos jóvenes y chiquillos. Mat y Perrin se aproximaron entonces a Rand.

—No veo de qué manera podrá superar esta historia el juglar —dijo entusiasmado Mat—. Me pregunto si llegaremos a ver alguna vez a ese falso Dragón.

Perrin sacudió su enmarañada cabellera.

—Yo no quiero verlo. En algún otro sitio quizá, pero no en Dos Ríos. No si eso representa una guerra.

—Ni si significa la presencia de las Aes Sedai —agregó Rand—. ¿O acaso habéis olvidado quién causó el Desmembramiento? Es cierto que el Dragón lo originó, pero fueron las Aes Sedai quienes desmembraron el mundo.

—Una vez, un guarda de un mercader de lana me contó una historia. Dijo que el Dragón renacería cuando la humanidad se hallara más indefensa y que nos salvaría a todos.

—Pues era un estúpido si creía eso —dijo con firmeza Perrin—, y tú fuiste igual de estúpido por escucharlo. —No parecía enfadado; su carácter era apacible. Pero a veces lo exasperaban las descabelladas fantasías de Mat, y eso era lo que le sucedía en esta ocasión—. Supongo que también pretendía que todos viviríamos después en una nueva Era de Leyenda.

—Yo no he dicho que lo creyera —protestó Mat—, sólo que lo oí. Nynaeve también lo escuchó, y pensé que iba a desollarnos vivos al guarda y a mí. Dijo…, el guarda dijo… que mucha gente lo creía, pero que tenía miedo de decirlo, miedo de las Aes Sedai o de los Hijos de la Luz. Después de que irrumpiera Nynaeve ya no dijo nada más. Ella se lo contó al mercader y éste respondió que aquél era el último viaje que el guarda hacía con él.

—Vaya una cosa —dijo Perrin—. ¿Que el Dragón nos va a salvar? Parecen los mismos chismes que les gusta contar a los Coplin.

—¿Cómo podría llegar a estar tan indefensa la humanidad para solicitar la ayuda del Dragón? —musitó Rand—. Sería como pedírsela al Oscuro.

—Él no lo explicó —repuso azorado Mat—. Y no mencionó para nada la Era de Leyenda. Dijo que el mundo se rompería en pedazos con la llegada del Dragón.

—Seguro que eso nos salvaría —espetó con sequedad Perrin—, otro Desmembramiento.

—¡Diantres! —rugió Mat—. Sólo repito lo que dijo el guarda.

—Confío únicamente en que las Aes Sedai y ese Dragón, sea o no falso, se queden en donde están. Así no traerán la destrucción a Dos Ríos.

—¿De veras crees que son Amigos Siniestros? —Mat arrugaba la frente en actitud pensativa.

—¿Quiénes? —inquirió Rand.

—Las Aes Sedai.

Rand desvió la mirada hacia Perrin, pero éste se encogió de hombros. —Las historias… comenzó a decir, pero Mat lo interrumpió de improviso.

—No todas las historias dicen que sirvan al Oscuro, Rand.

—Caramba, Mat —replicó Rand—, las Aes Sedai causaron el Desmembramiento. ¿Qué más quieres?

—Supongo que tienes razón —admitió Mat con un suspiro. Sin embargo, al cabo de un instante sonreía de nuevo—. El viejo Bili Congar dice que no existen Aes Sedai ni Amigos Siniestros. Dice que son nada más que cuentos, y que él no cree ni siquiera en el Oscuro.

—Chismorreos de los Coplin en boca de un Congar —bufó Perrin—. ¿Qué otra cosa puede esperarse de ellos?

—El viejo Bili pronunció el nombre del Oscuro. Apuesto a que no lo sabías.

—¡Cielos! —musitó Rand.

—Fue la primavera pasada —explicó Mat con una sonrisa aún más amplia—, justo antes de que la oruga invadiera sus campos y no los de los demás y de que toda su familia cayera enferma de fiebre amarilla. Yo escuché cómo lo decía. Todavía pretende que no cree en él, pero siempre que le pido que nombre al Oscuro, me tira algo a la cabeza.

—¿De modo que eres lo bastante necio como para hacer eso, eh, Matrim Cauthon?

Nynaeve al’Meara se aproximó hacia ellos, con la larga trenza apoyada sobre un hombro casi erizada de furor. Rand se levantó de un salto. Delgada y de estatura que apenas sobrepasaba los hombros de Mat, en aquel momento la Zahorí parecía más alta que cualquiera de ellos, y en ello no intervenían para nada su juventud y su hermosura.

—Ya entonces sospeché que Bili Congar había cometido alguna locura semejante convino—, pero no pensaba que tuvieras tan poco juicio como para inducirlo a repetir una cosa así. Aunque ya tengas edad de casarte, Matrim Cauthon, todavía tendrías que estar pegado a las faldas de tu madre. Sólo te falta que te pongas a nombrar al Oscuro tú también.

—No, Zahorí —protestó Mat, con aire de querer poner pies en polvorosa a la primera oportunidad—. ¡Fue el viejo Bil… maese Congar, quería decir, no yo! ¡Rayos y truenos, yo…!

—¡Vigila esa lengua, Matrim!

Rand permanecía de pie, envarado, aunque la airada mirada de la muchacha no fuera dirigida a él. Perrin parecía igualmente avergonzado. Más tarde ninguno de ellos omitiría quejarse de tener que soportar una reprimenda por parte de una mujer apenas mayor que ellos… Todo el mundo lo hacía después de una de sus regañinas, si bien nunca delante de ella…, pero la diferencia de edad siempre adquiría una extraña dimensión a la hora de enfrentarse cara a cara con ella. Sobre todo cuando estaba enfadada. El bastón que llevaba en la mano la Zahorí tenía un extremo grueso y otro delgado como una aguja y no cabía ninguna duda de que lo asestaría sobre cualquiera que no se comportara como era debido —sobre cabeza, manos o pies—sin tener en cuenta la edad ni la posición del agredido.

Rand tenía la atención tan concentrada en la Zahorí que al principio no se percató de que no estaba sola. Al advertir su error, comenzó a considerar la posibilidad de marcharse, por mucho que hiciera o dijera Nynaeve después.

Egwene se hallaba a varios pasos detrás de la Zahorí y observaba con atención. En aquellos momentos, con los brazos cruzados bajo el pecho y un rictus de desaprobación en los labios, hubiera podido pasar por un vivo reflejo del estado de humor de Nynaeve. La capucha de su capa gris sombreaba su cara y la risa estaba ahora ausente de sus grandes ojos castaños.

Pensaba que, si existiera la justicia, el hecho de tener dos años más que ella le aportaría alguna ventaja, pero no era así. A diferencia de Perrin, ni en las ocasiones más propicias era locuaz o brillante al hablar con cualquiera de las chicas del pueblo, pero siempre que Egwene lo atravesaba con aquella mirada alerta, con los ojos tan abiertos como si fueran a saltar, como si hasta el último gramo de su atención estuviera clavada en él, se veía sencillamente incapaz de articular las palabras. Tal vez se alejaría tan pronto como hubiera acabado de hablar Nynaeve. Sin embargo, sabía que no lo haría, aun cuando no comprendiera el motivo.

—Si ya te has cansado de mirar como si estuvieras alelado, Rand al’Thor —dijo Nynaeve—, quizá podrías explicarme por qué estabais hablando de algo que incluso unos cabezas de chorlito como vosotros deberíais poner buen cuidado en no mencionar.

Con un sobresalto, Rand apartó la vista de Egwene; ésta había empezado a sonreír de manera desconcertante cuando comenzó a hablar la Zahorí. La voz de Nynaeve era áspera, pero en su rostro iba dibujándose una sonrisa de complicidad… hasta que Mat soltó una carcajada. La mujer adoptó otra vez una expresión severa y atajó con una mirada las risas de Mat.

—¿Y bien Rand? —inquirió Nynaeve.

Por el rabillo del ojo vio cómo Egwene continuaba sonriendo. «¿Qué será lo que encuentra tan divertido?», se preguntó.

—Era normal que habláramos de ello, Zahorí —repuso apresuradamente—. El buhonero… Padan Fain… ah…, maese Fain…, ha traído noticias sobre un falso Dragón que hay en Ghealdan y una guerra, y Aes Sedai. El Consejo lo consideró un tema lo suficientemente importante como para reunirse. ¿De qué otra cosa íbamos a hablar?

Nynaeve sacudió la cabeza.

—De modo que éste es el motivo por el que ha quedado solitario el carro. He oído cómo la gente corría a su encuentro, pero no he podido dejar a la señora Ayellan hasta que no le ha cedido la fiebre. ¿El Consejo está interrogando al buhonero sobre lo ocurrido en Ghealdan, no es así? Los conozco, estarán haciendo todas las preguntas inadecuadas y ninguna de las necesarias. Corresponde al Círculo de mujeres averiguar cuanto sea de utilidad.

Dicho esto, fijó con resolución la capa sobre sus espaldas y desapareció en el interior de la posada.

Egwene no siguió a la Zahorí. Al cerrarse la puerta del establecimiento tras Nynaeve, la muchacha se acercó a Rand hasta detenerse frente a él. Ya no aparecía ceñuda y, sin embargo, su mirada imperturbable lo incomodaba. Buscó el apoyo de sus amigos, pero éstos se alejaron con grandes muecas risueñas a modo de despedida.

—No deberías permitir que Mat te involucrara en sus chiquilladas, Rand —dijo Egwene, con tanta solemnidad como si fuera una Zahorí. Luego, de improviso, soltó una risita—. No te había visto así desde que Cenn Buie os atrapó a ti y a Mat encaramados en sus manzanos, cuando tenías diez años.

Movió los pies y echó una ojeada alrededor. Sus amigos no estaban a mucha distancia. Mat gesticulaba con excitación mientras charlaba sin cesar.

—¿Bailarás conmigo mañana?

No había tenido intención de decir aquello. Deseaba bailar con ella, pero al mismo tiempo era consciente de que querría huir de la desazón que le provocaba su presencia, la misma desazón que sentía entonces.

Las comisuras de sus labios esbozaron una leve sonrisa.

—Por la tarde —respondió—Por la mañana estaré ocupada.

A pesar del frío, se bajó la capucha de la capa y con aparente despreocupación empujó el cabello hacia adelante. La última vez que la había visto, las oscuras ondas de su pelo le cubrían los hombros, atadas únicamente con una cinta roja; ahora estaban peinados con una trenza.

Dirigió una mirada a aquella trenza como si fuera una víbora, luego lanzó una ojeada hacia la Viga de Primavera, dispuesta para el día siguiente. Por la mañana las mujeres solteras en edad de casar bailarían alrededor de la Viga. Tragó saliva. Nunca había dado en pensar que ella alcanzaría la edad de contraer matrimonio al mismo tiempo que él.

—Porque

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