mancha negra dejó de extenderse.
Mat miró en torno a sí en busca de un lugar donde depositar el arma, y luego la arrojó hacia Rand. Éste la tomó con cautela, como si de una culebra viva se tratara. A pesar de su ornamentación, parecía ordinaria, con un puño de marfil y una estrecha y rutilante hoja no más larga que la palma de la mano de Rand. Era sólo un puñal. Sin embargo, él había visto lo que era capaz de generar. La empuñadura no estaba ni siquiera tibia, pero su mano comenzó a sudar. Hizo votos para que no se le cayera sobre el heno.
La mujer no modificó su postura mientras observaba a Mat, que se volvía lentamente hacia ella. Lo observaba como si se preguntara qué iba a hacer a continuación, pero Rand percibió la súbita dureza que despidieron los ojos de Mat, y la presión de su mano en la daga.
—¡Mat, no!
—Ha intentado matarme, Rand, y también te habría dado muerte a ti. Es una Amiga Siniestra. —Mat pronunció la palabra como si escupiera.
—Pero nosotros no —arguyó Rand. La mujer abrió la boca como si acabara de advertir la intención de Mat—. Nosotros no lo somos, Mat.
Mat quedó paralizado por un momento. Luego asintió.
—Entra ahí —indicó a la mujer, señalando la puerta del cuarto de los arreos.
La Amiga Siniestra se puso en pie y se detuvo para sacudirse la paja prendida a su vestido. Incluso cuando avanzó en la dirección que indicaba Mat, se movía como si no tuviera necesidad de apresurarse. Aun así, Rand advirtió que no dejaba de mirar con recelo la daga incrustada con el rubí que Mat sostenía en la mano.
—Realmente deberíais dejar de luchar —les aconsejó—. Al final, sería para vuestro propio bien. Ya lo veréis.
—¿Nuestro bien? —repitió con amargura Mat, frotándose el pecho en el punto en que habría penetrado el puñal si no se hubiera apartado—. Sal por allí.
La mujer se encogió de hombros y obedeció.
—Un error. Ha habido una considerable… confusión desde lo sucedido con ese insensato y egocéntrico Gode. Por no mencionar a quienquiera que fuese el idiota que hizo cundir el pánico en el mercado de Sheran. Nadie tiene la certeza de lo que ocurrió allí ni de qué manera y eso no hace más que incrementar el peligro de vuestra situación, ¿no os dais cuenta? Dispondréis de una elevada posición si acudís al Gran Señor por vuestra propia voluntad, pero, mientras sigáis huyendo, la persecución no tendrá tregua, ¿y quién sabe en qué puede acabar?
Rand sintió un escalofrío. «Mis sabuesos te tienen envidia y tal vez no se comporten amablemente.»
—De modo que tenéis dificultades con un par de muchachos campesinos. —La risa de Mat era sarcástica—. Puede que los Amigos Siniestros no seáis tan peligrosos como había oído decir. —Abrió de par en par la puerta y retrocedió.
La mujer se paró en el umbral y lo miró por encima del hombro con una gelidez que sólo superó su voz.
—Ya sabréis lo peligrosos que llegamos a ser. Cuando el Myrddraal esté aquí…
Lo que había de añadir quedó interrumpido al cerrar Mat de un portazo. Luego corrió el cerrojo y se volvió con semblante preocupado.
—Un Fado —murmuró, volviendo a ocultar su daga—, que está en camino, según afirma. ¿Cómo van tus piernas?
—Soy incapaz de bailar —respondió Rand—, pero, si me ayudas a incorporarme, podré caminar. —Miró el puñal que tenía en la mano y se estremeció—. Diantre, hasta voy a correr.
Tras cargar precipitadamente sus pertenencias, Mat tiró de Rand hasta que éste se puso de pie. Le temblaban las piernas y debía apoyarse en su amigo para no caer, pero trató de no obstaculizar su marcha. Sostenía el arma de la mujer bien distanciada de su cuerpo. Afuera había un cubo de agua, en el que arrojó el puñal al pasar. La hoja produjo un silbido al entrar en contacto con el líquido, de cuya superficie brotó vapor al instante. Intentó emprender un paso más ligero.
Con el amanecer las calles se habían llenado de gente, a pesar de la hora temprana. No obstante, todos atendían sus ocupaciones y nadie desperdició tiempo en reparar en dos muchachos que salían del pueblo, habida cuenta de la abundancia de forasteros. Rand, sin embargo, tensó toda la musculatura, en un intento de mantenerse erguido. Se preguntaba a cada paso si alguno de los individuos que se afanaban en sus tareas sería un Amigo Siniestro. «¿Estará esperando alguno de ellos a la mujer del puñal? ¿Al Fado?»
A un kilómetro de distancia de la población, había agotado sus fuerzas. Un minuto después se arrastraba sin resuello, casi colgado de Mat; al siguiente ambos se encontraban en el suelo. Mat lo llevó al borde del camino.
—Tenemos que seguir —le recordó Mat; se peinó con la mano y después se cubrió los ojos con la bufanda—. Tarde o temprano, alguien la dejará salir y volverán a perseguirnos.
—Ya lo sé —jadeó Rand—. Lo sé. Dame la mano.
Mat volvió a tirar de él, pero Rand permanecía vacilante, pegado al suelo, con la conciencia de que no servirían de nada sus esfuerzos. En cuanto tratara de dar un paso, caería de bruces.
Sosteniéndolo de pie, Mat aguardó impaciente a que pasara el carro que se aproximaba. Mat emitió un gruñido de sorpresa cuando el vehículo se detuvo ante ellos. Un hombre de piel atezada los miró desde el pescante.
—¿Le ocurre algo? —preguntó el hombre, sin retirar la pipa de su boca.
—Sólo está cansado.
Rand estaba seguro que aquello no tendría verosimilitud si continuaba apoyado en Mat de aquel modo. Se separó de él y dio un paso por su cuenta. Las piernas le temblaban, pero logró mantenerse erguido.
—No he dormido en dos días. He comido algo que me sentó mal. Ahora estoy mejor, pero no he dormido nada.
El hombre exhaló una bocanada de humo por la comisura de los labios.
—¿Vais a Caemlyn, no? Si tuviera vuestra edad, creo que yo también iría a ver a ese falso Dragón.
—Sí —asintió Mat—. Eso. Vamos a ver al falso Dragón.
—Bien subid, pues. Tu amigo atrás. Si vuelve a encontrarse mal, estará mejor encima de la paja. Me llamo Hyam Kinch.
CAPÍTULO 34: El último pueblo
El carro traqueteaba bajo un cielo plomizo por el camino de Caemlyn. Rand se incorporó por encima de la paja de la parte trasera para mirar por el costado. Le resultó más fácil que una hora antes, a pesar de que sus brazos tendían a estirarse en lugar de afianzarlo y su cabeza prefería continuar flotando. Apoyó los codos en los tablones y contempló la tierra que se extendía ante sus ojos. El sol, todavía oculto por oscuras nubes, aún estaba alto. El vehículo se adentraba en un nuevo pueblo de casas de ladrillos rojos cubiertos de parras. La población era mucho más densa a medida que se alejaban de Cuatro Reyes.
Algunos lugareños saludaban a Hyam Kinch, el campesino propietario del carro, un hombre de rostro curtido y carácter taciturno que, sin retirarse la pipa de la boca, decía algunas palabras en respuesta. Sus mandíbulas cerradas las tornaban casi ininteligibles, pero su sonido era jovial y parecía dejar satisfechos a sus interlocutores, quienes reemprendían sus quehaceres sin dedicar una segunda mirada a la carreta. Por lo visto, nadie reparaba en sus dos pasajeros.
La posada del pueblo entró en el campo de visión de Rand. Estaba encalada y tenía un tejado de pizarra. La gente entraba y a modo de saludo agitaba la mano o afirmaba con la cabeza. Alguno de ellos se detenían a conversar. Se conocían entre sí. Gente de campo, en su mayoría, a juzgar por sus botas, pantalones y chaquetas que apenas diferían de los que vestía él mismo, a pesar de su insólita afición por las rayas de colores. Las mujeres llevaban profundas tocas que escondían sus rostros y delantales blancos a rayas. Tal vez todos eran habitantes del pueblo y granjeros de los alrededores. «¿Acaso ello modifica las cosas?»
Volvió a echarse sobre la paja y observó cómo el pueblo se iba reduciendo de tamaño. El camino estaba flanqueado por campos vallados y setos recortados, y pequeñas alquerías de cuyas chimeneas de adobe rojizo brotaban espirales de humo. Los únicos bosques cercanos a la carretera eran sotos, primorosamente cuidados para extraer leña de ellos, tan atendidos como un huerto. Sin embargo, las ramas perfilaban su desnudez contra el cielo, tan carentes de hojas como los árboles silvestres de las florestas occidentales.
Una hilera de carromatos que circulaban en dirección contraria avanzó con estrépito por el centro de la calzada, lo que obligó a llevar el carro a la orilla. Maese Kinch movió la pipa hacia la comisura de sus labios y escupió entre dientes. Miraba de reojo la rueda para cerciorarse de que no se enganchara en los matorrales mientras sostenía la marcha. Observó brevemente la caravana de mercaderes con labios fruncidos.
Ninguno de los carreteros que hacían restallar sus látigos en el aire por encima de los tiros de ocho caballos ni ninguno de los guardas de semblante adusto encorvados sobre sus monturas junto a los vehículos, se dignó dedicar una mirada al carro. Rand los observaba a su paso, con el pecho encogido. Con la mano bajo la capa, mantuvo aferrado el puño de la espada hasta que hubieron desaparecido.
Cuando el último carromato se alejó en dirección al pueblo que acababan de dejar, Mat, sentado en el pescante junto al campesino, se volvió hasta encontrar la mirada de Rand. La bufanda que utilizaba para protegerse del polvo, enrollada en su frente, le resguardaba los ojos de la luz. Aun así los entornaba al contacto de la grisácea luz reinante.
—¿Ves algo atrás? —preguntó en voz baja—. ¿Qué me dices de los carromatos?
Rand sacudió la cabeza. Él tampoco había visto nada.
Maese Kinch los miró de soslayo y luego volvió a cambiarse la pipa de sitio y agitó las riendas. Pese a que ésa fuera su única reacción, era evidente que lo había advertido. El caballo aligeró el paso.
—¿Aún te duelen los ojos? —inquirió Rand.
Mat se tocó la bufanda que llevaba liada en la cabeza.
—No, no mucho. Sólo cuando miro directamente al sol. ¿Y tú? ¿Te encuentras mejor?
—Un poco.
Cayó en la cuenta de que realmente se sentía mejor. Era casi milagroso recobrarse con tanta rapidez. Era casi un regalo de la Luz. «Tiene que ser la Luz. Tiene que ser eso.»
De improviso un grupo de jinetes se cruzó con el carro. Largos cuellos blancos pendían sobre las cotas de malla y armaduras y sus capas y camisas eran rojas como los uniformes de la guardia de la puerta de Puente Blanco, pero mejor confeccionadas. Todos llevaban yelmos cónicos que relucían como la plata. Cabalgaban con la espalda erguida. Unas delgadas cintas encarnadas ondeaban por encima de sus lanzas, inclinadas con el mismo ángulo.
Alguno de ellos miraron el carro a través del entramado de acero que les velaba el rostro. Rand se alegró de que su capa encubriese la espada. Unos cuantos saludaron con la cabeza a maese Kinch, no como si lo conocieran sino a modo de neutral reconocimiento. El granjero les respondió de la misma manera, pero, a pesar de su expresión imperturbable, su cabeceo expresaba un indicio de aprobación.
Las columnas marchaban al paso, pero, al añadir la velocidad del carro, su ritmo parecía más rápido. Diez…, veinte…, treinta…. treinta y dos, contó Rand. Enderezó la cabeza para contemplar las filas que difuminaban el camino.
—¿Quiénes eran? —preguntó Rand, entre asombrado y suspicaz.
—La guardia de la reina —repuso maese Kinch