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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 107
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parpadeaban ante el súbito contacto con la luz. Mat echó una ojeada a la escalera que conducía al pajar; luego miró a Rand, agazapado en el suelo, y sacudió la cabeza.

—Nunca conseguiría subirte allí —murmuró Mat. Después de colgar la linterna de un clavo, trepó por la escalera y comenzó a arrojar fajos de heno. Luego bajó deprisa y arregló un lecho en el fondo de la caballeriza, sobre el cual tendió a Rand. Mat lo tapó con las dos capas, pero Rand las apartó casi de inmediato.

—Tengo calor —musitó. Tenía la vaga conciencia de que sentía frío momentos antes, pero ahora le parecía encontrarse dentro de un horno—. Calor. —Notó la mano de Mat pegada a su frente.

—Vuelvo ahora mismo —prometió Mat antes de desaparecer.

Se revolvió en el heno durante un tiempo que no alcanzó calcular, hasta que Mat regresó con un plato repleto en una mano, un cántaro en la otra y dos tazas blancas asidas con los dedos.

—No hay Zahorí aquí —dijo. Se dejó caer de rodillas junto a Rand. Llenó una de las tazas y la acercó a la boca de Rand, el cual engulló el agua como si no hubiera bebido desde hacía días—. Ni siquiera saben qué es una Zahorí. Lo que tienen es a alguien llamada Madre Brune, pero está fuera haciendo de comadrona y nadie sabe cuándo va a volver. He traído pan, queso y salchichón. El bueno de maese Inlow nos dará cualquier cosa con tal de que no nos vean sus clientes. Vamos, come un poco.

Rand apartó la cabeza de la comida. Su solo aspecto le producía náuseas. Un minuto después Mat exhaló un suspiro y se sentó para comer él. Rand fijó la vista en otro lugar e intentó no escuchar.

Tuvo un nuevo acceso de escalofríos, que cedió paso a la fiebre, para sustituirla de nuevo en un ciclo intermitente. Mat lo tapaba cuando temblaba y le daba agua cuando la pedía. La noche era ya entrada y el establo se agitaba con la vacilante luz de la linterna. Las sombras adoptaban otros contornos y se movían por cuenta propia. Entonces vio a Ba’alzemon: caminaba por el corral con ojos ardientes, flanqueado por dos Myrddraal, cuyos rostros permanecían ocultos bajo sus capuchas.

Arañando la empuñadura de la espada, trató de levantarse, gritando: —¡Mat! ¡Mat, están aquí! ¡Luz, están aquí!

Mat, sentado con las piernas cruzadas, se despertó sobresaltado. —¿Quiénes? ¿Amigos Siniestros? ¿Dónde?

Tambaleándose sobre las rodillas, Rand señaló lleno de nerviosismos hacia el fondo del establo… y abrió la boca asombrado. Las sombras se movían y un caballo golpeó el suelo con un casco. Nada más. Volvió a recostarse.

—No hay nadie aparte de nosotros —afirmó Mat. —Déjame que te guarde esto. —Alargó la mano hacia la correa de la espada, pero Rand aferró con más fuerza la empuñadura.

—No, no. Tengo que llevarla. El es mi padre, ¿comprendes? ¡Es m… mi p… padre! —Los escalofríos hicieron de nuevo presa de él, pero continuaba cogido al arma como si fuera una tabla de salvación—. ¡M… mi p… padre! —Mat desistió de cogerla y lo tapó de nuevo con las capas.

Mientras Mat dormitaba, recibió otras visitas aquella noche, aun cuando él no pudiera dilucidar si eran reales o imaginarias. En ocasiones miraba a Mat, que tenía la cabeza apoyada en el pecho, y se preguntaba si él también las habría visto de estar despierto.

Egwene surgió de las sombras, con el pelo peinado en una larga trenza oscura, como cuando se encontraba en el Campo de Emond, y el semblante pesaroso y entristecido.

—¿Por qué nos abandonasteis? —inquirió—Estamos muertos porque no nos prestasteis ayuda.

Rand sacudió débilmente la cabeza.

—No, Egwene. Yo no quería abandonaros. De veras.

—Todos estamos muertos —repitió con melancolía—y la muerte es el dominio del Oscuro. Nos hallamos a merced del Oscuro por tu culpa.

—No, yo no tenía más alternativa. Debes comprenderlo, por favor. Egwene, no te vayas. ¡Vuelve, Egwene!

Sin embargo, la muchacha se dio la vuelta y en un instante se fundió en la penumbra.

Moraine lucía una expresión serena, pero su rostro estaba pálido y macilento. Su capa habría podido ser una mortaja y su voz sonaba como un azote.

—Es cierto, Rand al’Thor. No dispones de alternativa. Debes ir a Tar Valon o el Oscuro te tomará en su poder y te hallarás encadenado a la Sombra para toda la eternidad. Únicamente las Aes Sedai pueden salvarte. Únicamente las Aes Sedai.

Thom le dirigió una sonrisa sarcástica. Las ropas del juglar pendían en harapos chamuscados que le trajeron a la mente los estallidos de luz brotados de la batalla que éste mantuvo con el Fado para que ellos tuvieran tiempo de huir.

—Confía en las Aes Sedai, chico, y pronto desearás haber fallecido. Recuerda; el precio que hay que pagar por la ayuda de una Aes Sedai es siempre menor del que parece creíble y a un tiempo mayor de lo que puedes imaginar. ¿Y qué Ajah te encontrará primero, eh? Tal vez sea el Negro. Es preferible correr, chico, escapar.

Lan, con la cara bañada en sangre, lo observó con la dureza del granito.

—Es extraño ver una espada con la marca de la garza en manos de un pastor. Ahora estás solo. No hay nada que vigile en avanzadilla ni en retaguardia, y todos pueden ser Amigos Siniestros. —Esbozó una sonrisa lobuna, dejando resbalar un hilo de sangre por la barbilla—. Todos.

Perrin también hizo acto de presencia; reclamaba su asistencia con tono acusador; la señora al’Vere que sollozaba por la pérdida de su hija; Bayle Domon, quien lo hacía responsable del asalto de los Fados a su barco; maese Fitch, que se retorcía las manos ante las cenizas de su posada; Min, gritando con la garganta atenazada por un trolloc, y otra gente que apenas conocía. No obstante, ninguno le produjo tanta desazón como Tam. Este permaneció de pie junto a él con el rostro ceñudo y sacudía la cabeza sin decir nada.

—Debes decírmelo —le imploró Rand—. ¿Quién soy? Responde, por favor. ¿Quién soy? ¿Quién soy? —gritó.

—Calma, Rand.

Por un momento creyó que era Tam quien le respondía, pero luego advirtió que éste había desaparecido. Mat estaba inclinado sobre él y le acercaba una taza de agua a los labios.

—Debes descansar. Eres Rand al’Thor, ése eres tú; el que tiene la cara más fea y la cabeza más dura de todo Dos Ríos. ¡Eh, estás sudando! La fiebre ha remitido.

—¿Rand al’Thor? —musitó Rand. Mat asintió y aquello le resultó tan tranquilizador que se durmió al instante, sin haber tocado siquiera el agua.

Aquel sueño no se vio turbado por pesadillas, pero era lo suficientemente ligero como para que sus ojos se abrieran cada vez que Mat comprobaba su estado. En una ocasión se preguntó si Mat dormiría algo aquella noche, pero volvió a sumirse en el sopor antes de desgranar el hilo de aquel pensamiento.

El chirrido de los goznes lo despertó totalmente, si bien en el primer momento se limitó a yacer sobre el heno deseando que no lo hubieran arrancado del sueño, pues éste le permitía olvidarse de su cuerpo. Los músculos le dolían como si alguien se los hubiera retorcido. En su debilidad, trató de enderezar la cabeza; lo logró al segundo intento.

Mat estaba sentado en el mismo sitio, apoyado en la pared a su lado. Su pecho se elevaba y se abatía rítmicamente y la bufanda se había corrido hasta taparle los ojos.

Rand dirigió la mirada hacia la puerta.

Una mujer estaba de pie allí y la mantenía abierta con una mano. Por un instante sólo fue una oscura silueta ataviada con un vestido, recortada por la tenue claridad de la alborada; luego dio unos pasos hacia el interior y cerró la puerta tras ella. La distinguió con más nitidez a la luz de la linterna. Tenía aproximadamente la edad de Nynaeve, pero no era una mujer de pueblo. La seda verde de su vestido despedía destellos cuando ella se movía. Su capa era de un delicado tono gris y llevaba los cabellos recogidos con un lujoso lazo. Tocaba una maciza cadena de oro mientras los observaba abstraída.

—Mat —llamó Rand—. ¡Mat! —repitió en voz más alta.

Mat exhaló un ronquido y estuvo a punto de caer al despertarse. Miró a la mujer, frotándose los ojos con somnolencia.

—He venido a ver cómo sigue mi caballo —explicó, e hizo un gesto vagamente en dirección a los pesebres. Sus ojos, sin embargo, no se apartaron ni un momento de ellos—. ¿Estás enfermo?

—Está bien —contestó con sequedad Mat—. Sólo se ha resfriado a causa de la lluvia.

—Tal vez debiera examinarlo —apuntó ella—. Tengo cierta experiencia…

Rand se preguntó si sería Aes Sedai. Su atuendo y, más aún, la seguridad de su porte, la manera en que mantenía erguida la cabeza como si estuviera a punto de dar una orden, indicaban a las claras que no era una persona vulgar. «Y si es Aes Sedai, ¿a qué Ajah pertenece?»

—Me encuentro bien ahora —le dijo—. De veras, no es necesario.

No obstante, ella recorrió la distancia que los separaba. Mantenía levantada la falda y posaba con cautela sus zapatos de tela gris. Con una mueca de disgusto a causa de la paja, se arrodilló junto a él y llevó la mano a su frente.

—No tienes fiebre —concluyó, observándolo ceñuda. Era hermosa, pero su semblante no expresaba calidez. Tampoco reflejaba frialdad, sino ausencia de sentimientos—. Pero has estado enfermo. Sí, sí. Y todavía te encuentras débil como un gatito recién nacido. Creo… Introdujo la mano bajo su capa, y de pronto los acontecimientos se sucedieron tan vertiginosamente que Rand sólo alcanzó a emitir un grito estrangulado.

Su mano surgió con la velocidad de un resorte; algo relució mientras la mujer se abalanzaba sobre Mat por encima de Rand. Mat se hizo a un lado y entonces se escuchó un sonido que evidenciaba claramente el choque del metal contra la madera. Todo ocurrió en unos segundos, tras los cuales reinó la calma más completa.

Mat yacía de costado; con una mano atenazaba la muñeca de la mujer justo a unos centímetros del puñal que ella había clavado en la pared, en el punto donde había reposado su espalda, y con la otra mantenía la daga de Shadar Logoth pegada a su garganta.

Sin mover más que los ojos, la desconocida trató de llevar la mirada al arma con que la amenazaba Mat. Con ojos desorbitados, respiró jadeante, intentando apartarse de ella, pero Mat no separó la hoja de su piel. Después, permaneció inmóvil como una piedra.

Rand contempló la escena que se desarrollaba encima de él. Aun cuando no hubiera estado tan débil, no creía que hubiera sido capaz de moverse. Entonces sus ojos repararon en el puñal: la madera se ennegrecía a su alrededor y descendía en delgadas espirales de humo.

—¡Mat! ¡Mat, su puñal!

Mat miró el arma y luego a la mujer. Esta se humedecía los labios con nerviosismo. Mat le hizo separar bruscamente la mano de la empuñadura y le dio un empellón; la agresora cayó de espaldas, lejos de ellos, con la mirada todavía clavada en la mano de Mat.

—No te muevas —dijo—. La utilizaré si lo haces. Créeme que lo haré. —La mujer asintió sin apartar los ojos de la daga de Mat—. Vigílala, Rand.

Rand no estaba seguro de qué se suponía que debía hacer si ella intentaba hacer algo gritar, tal vez; por cierto no podía correr tras ella si trataba de escapar—, pero ella permaneció paralizada mientras Mat arrancaba el puñal de la pared. Si bien todavía emanaba de él un tenue hilillo de humo, la

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