Gode se lo había dicho a Ba’alzemon y éste lo había revelado a Paitr, aunque no lo creía probable. En su opinión, Paitr sólo tenía una vaga idea de lo sucedido en Cuatro Reyes. Aquél era el motivo por el cual se encontraba tan amedrentado.
La relativa claridad que se filtraba por la puerta contribuyó a que Mat se encaminara hacia ella, si no deprisa, al menos con un paso que no inducía sospechas. Rand lo seguía de cerca, rogando por que no se tambaleara. Por fortuna Mat disponía de un espacio despejado, sin sillas ni mesas que sortear.
—Esperad —dijo Paitr con desesperación, después de levantarse de súbito—. Debéis esperar.
—Déjanos tranquilos —replicó Rand sin volverse. Se encontraban casi junto a la puerta y Mat todavía no había dado ningún traspié.
—Escuchadme —pidió Paitr poniendo una mano sobre el hombro de Rand para detenerlo.
Un torbellino de imágenes se adueñó de su mente. El trolloc, Narg, cuando se abalanzó sobre él en su propia casa, el Myrddraal cuando lo amenazó en el Ciervo y el León, Semihombres en todas partes, Fados que los perseguían hasta Shadar Logoth o seguían su rastro hasta Puente Blanco, Amigos Siniestros por doquier. Giró sobre sí, cerrando la mano en un puño.
—¡Te he dicho que nos dejes tranquilos! —Descargó el puño en la nariz de Paitr.
El Amigo Siniestro cayó sentado en el suelo, desde donde continuó mirando a Rand, con un hilillo de sangre que manaba de su nariz.
—No escaparéis —espetó airado—. Por más fuertes que seáis, el Gran Señor de la oscuridad es más poderoso que vosotros. ¡La Sombra os engullirá en sus fauces!
Del otro lado de la habitación llegó un jadeo y el estrépito del mango de una escoba que golpeó el suelo. El viejo barrendero al final los había oído. Permanecía inmóvil y observaba a Paitr con ojos desorbitados. Su arrugado rostro estaba pálido y movía la boca, pero no produjo ningún sonido. Paitr le devolvió la mirada durante un instante; luego profirió una maldición, se puso en pie y salió a toda carrera, con tanto apremio como si lo persiguiera una manada de lobos hambrientos. El anciano desvió su atención hacia Rand y Mat y su mirada reflejó un miedo tan intenso como antes.
Rand salió de la posada y del pueblo empujando a Mat, a toda la velocidad que le permitían sus pies; esperaba oír de un momento a otro un clamoroso griterío que no llegó a producirse y, sin embargo, no dejaba de atormentarle los oídos.
—Rayos y truenos —gruñó Mat—, siempre están ahí, siempre pisándonos los talones. No conseguiremos huir de ellos.
—No, no es cierto —arguyó Rand—. Si Ba’alzemon hubiera sabido que estábamos aquí, ¿crees que habría delegado la responsabilidad en ese tipo? Habría enviado a otro Gode y a veinte o treinta matones. Todavía nos están buscando, pero no sabrán dónde estamos hasta que Paitr les informe de ello. Sin duda tendrá que ir hasta Cuatro Reyes.
—Pero él ha dicho…
—No importa. —No estaba seguro de a quién iba referido ese «él», pero aquello no modificaba las cosas—. No vamos a quedarnos tumbados y esperar a que nos atrapen.
Aquel día viajaron en seis vehículos distintos, si bien éstos los transportaron durante trechos cortos. Un granjero les contó que un alelado anciano que estaba en la posada del mercado de Sheran pretendía que había Amigos Siniestros en el pueblo. El campesino apenas podía hablar entre los accesos de risa. ¡Amigos Siniestros en el mercado de Sheran! Era la mejor historia que había escuchado desde que Ackley Farren se emborrachó y pasó toda la noche sobre el tejado de la posada.
Otro hombre, un carretero de rostro ovalado, les explicó una versión diferente, según la cual veinte Amigos Siniestros se habían dado cita en el mercado de Sheran. Hombres con cuerpos contrahechos, y las mujeres aún peor, sucias y vestidas con harapos. Sólo con mirarlo a uno eran capaces de hacerle temblar las rodillas y contraerle el estómago; y, cuando reían, sus repulsivas carcajadas resonaban en los oídos durante horas y uno sentía como si fuera a partírsele la cabeza. Él mismo los había visto, a cierta distancia, la suficiente para mantenerse a buen recaudo. Si la reina no hacía nada al respecto, alguien habría de solicitar la ayuda de los Hijos de la Luz. Alguien debería tomar medidas. Fue para ellos un alivio descender de aquel carro.
A la puesta del sol llegaron a un pueblecito, muy similar al mercado de Sheran. El camino de Caemlyn se bifurcaba en dos ramales, en cuyos márgenes se alzaban pequeñas casas de ladrillo y tejados de paja. Las paredes estaban cubiertas de parras, prácticamente desnudas de hojas. Aquel burgo tenía una posada, un diminuto establecimiento no mayor que la Posada del Manantial, con un letrero que crujía balanceado por el viento: el Vasallo de la Reina.
Era curioso considerar pequeña la Posada del Manantial. Rand recordaba el tiempo en que se le antojaba el mayor edificio que podía existir y en que creía que cualquier otra cosa de dimensiones superiores había de ser por fuerza un palacio. Sin embargo, había visto mundo, y de repente cayó en la cuenta de que nada tendría para él la misma apariencia cuando regresara al hogar. «Si alguna vez regresas.»
Vaciló delante de la posada, pero, incluso si los precios del Vasallo de la Reina no eran tan elevados como los del mercado de Sheran, no podían pagar comida y habitación.
Mat advirtió lo que retenía su mirada y dio una palmada en el bolsillo donde guardaba las bolas de colores de Thom.
—Veo bastante bien, siempre que no intente realizar números complicados. —Su visión había mejorado de modo sustancial pese a que todavía llevaba la bufanda enrollada en la frente y entornaba los ojos cuando miraba el cielo durante el día. Como Rand no decía nada, Mat continuó hablando—. No es posible que haya Amigos Siniestros en todas las posadas existentes de aquí a Caemlyn. Además, no quiero dormir debajo de un arbusto si puedo hacerlo en una cama. —No obstante, no dio ningún paso en dirección a la posada; esperaba la respuesta de Rand.
Su amigo asintió al cabo de un momento. Se sentía exhausto. Sólo de pensar en pasar la noche a la intemperie, le dolían los huesos. «Es la acumulación de esta continua carrera en constante vigilia.»
—No pueden estar en todas partes —acordó.
La primera imagen del interior les hizo preguntarse si no habrían cometido una equivocación. Era un lugar limpio, pero abarrotado de gente. Todas las mesas estaban ocupadas y algunos hombres se apoyaban en las paredes debido a la falta de sillas libres. A juzgar por el modo como las camareras circulaban entre las mesas con miradas escurridizas —y también el propietario—aquélla era una aglomeración a la que no estaban habituados; había demasiados clientes para un pueblo tan pequeño. Era sencillo distinguir a la gente que no era natural de allí. No es que vistiesen de forma diferente al resto, pero mantenían los ojos centrados en la comida y la bebida. Los lugareños dirigían sus miradas a los forasteros.
Debido al murmullo de voces que poblaba la estancia, el posadero los llevó a la cocina cuando Rand le dio a entender que querían hablar con él. El ruido era casi tan ensordecedor allí como en el comedor, compuesto principalmente por un estrépito de cazuelas y platos.
El posadero se enjugó el rostro con un pañuelo.
—Supongo que vais de camino a Caemlyn a ver al falso Dragón como todos los insensatos del reino. Bien, las condiciones son seis personas por habitación y dos o tres en una cama y si ello no os conviene no dispongo de nada mejor que ofreceros.
Rand emprendió su perorata, atenazado por una sensación de mareo. Si había tantos viajeros, cualquiera de ellos podía ser un Amigo Siniestro, y no había manera de distinguirlos de los demás. Mat ejecutó una demostración de sus habilidades, limitándose a tres pelotas, y Rand sacó la flauta. Después de interpretar únicamente doce notas de El viejo oso negro, el posadero asintió con impaciencia.
—Me seréis útiles. Necesito algo que distraiga la mente de esos idiotas que sólo piensan en Logain. Ya se han producido tres altercados para dirimir si es o no el Dragón. Colocad el equipaje en el rincón y despejaré un espacio para que podáis actuar, si consigo hacerlo. Necios. El mundo está plagado de necios que no saben que deberían quedarse en sus casas. Volvió a enjugarse el rostro y salió de modo precipitado de la cocina, murmurando para sí.
La cocinera y sus ayudantes no se dieron por enterados de su presencia. Mat no paraba de ajustarse la bufanda alrededor de la cabeza, levantándola para parpadear al sentir la luz y bajarla de nuevo. Rand no estaba seguro de si vería lo bastante bien como para realizar algo más complicado que hacer girar tres pelotas de forma simultánea. En lo que a él respectaba…
Tenía náuseas crecientes. Se desplomó en un taburete, con la cabeza apoyada en las manos. No era cálida aquella cocina. Sintió escalofrío. El aire estaba impregnado de vapor; los escalofríos se volvieron más violentos y le hicieron castañetear los dientes. Se arropó con los brazos, pero fue inútil. Tenía la impresión de que se le helaban los huesos.
Advirtió vagamente a Mat, que le preguntaba algo mientras le zarandeaba los hombros, y a alguien que salió corriendo de la habitación profiriendo maldiciones. Después el posadero estaba junto a él, con la cocinera, que fruncía el entrecejo a su lado, y Mat discutía a voz en grito con ellos. No discernía qué decían; las palabras sonaban como un zumbido y no se creía capaz de hilvanar ningún pensamiento.
De improviso Mat lo tomó del brazo y tiró de él para que se levantara. Todas sus cosas, alforjas, mantas, la capa anudada de Thom y los instrumentos, colgaban de la espalda de Mat junto con el arco. El posadero los observaba al tiempo que se secaba la cara ansiosamente. Zigzagueando, sostenido por Mat, Rand dejó que su amigo lo condujera a la puerta trasera.
—Lo siento, Mat —logró articular. No podía detener el castañeteo de sus dientes—. Debe de haber sido la lluvia. Otra noche fuera nos hará daño. —El crepúsculo ensombrecía el cielo, en el que ya se percibían algunas estrellas.
—Ni hablar de dormir al raso —replicó Mat. Trataba de infundir ánimo a su voz, pero Rand percibió un destello de inquietud en ella—. Tenía miedo de que la gente se enterara de que había alguien enfermo en su posada. Le he dicho que, si nos echaba, te llevaría al comedor. Eso le dejaría vacías la mitad de las habitaciones en menos de diez minutos y, por más que critique a los insensatos, eso no le conviene.
—¿Entonces d… dónde?
—Aquí —respondió Mat, y abrió la puerta del establo con un ruidoso chirrido de goznes.
La oscuridad era más intensa en el interior que en la calle y el aire olía a heno, grano y caballos, sumados al potente hedor a estiércol. Cuando Mat lo hubo depositado en el suelo cubierto de paja, plegó las rodillas contra el pecho, aquejado por convulsiones que le sacudían todo el cuerpo. Todo su vigor parecía dedicado a las convulsiones. Oyó cómo Mat tropezaba y soltaba una imprecación y volvía a tropezar; luego un tintineo metálico. De pronto se hizo la luz. Mat mantenía en lo alto una vieja linterna abollada.
El establo estaba tan abarrotado como la posada. Todos los pesebres estaban ocupados por caballos, algunos de los cuales erguían la cabeza y