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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 105
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su compañero y se encaminó hacia la anhelada población.

—¿Cuándo vamos a parar de andar? —volvió a preguntar Mat.

A juzgar por el modo como observaba, con la cabeza inclinada hacia adelante, Rand dudaba mucho de que lo viera a él, por no mencionar las luces del pueblo.

—Cuando estemos en un lugar caldeado —repuso.

La claridad que despedían las ventanas de las casas iluminaban las calles, por las que la gente caminaba tranquilamente, sin preocuparse de lo que pudiera acechar en la oscuridad. La única posada era un edificio achaparrado de un solo piso, cuyo aspecto indicaba que habían ido añadiéndole habitaciones con los años sin seguir ningún plan preciso. Al abrirse la puerta principal para dar paso a un cliente, una oleada de risas surgió tras él.

Rand se quedó petrificado en la calle al sentir en la cabeza el eco de las ebrias risotadas del Carretero Danzarín. Contempló al hombre que se alejaba con paso inseguro; después hizo acopio de aire y, tras asegurarse de que su capa ocultara la espada, empujó la puerta. Lo recibió un estruendo de carcajadas.

Las lámparas que colgaban del alto techo bañaban de luz la estancia, en la que advirtió de inmediato una gran diferencia con la del establecimiento de Sam Hake. En principio, porque allí no había borrachos. La clientela que llenaba la habitación parecía estar formada por lugareños y granjeros, los cuales, si no se encontraban totalmente sobrios, no distaban mucho de ello. Era gente que reía para olvidar sus problemas, pero con auténtica alegría. El comedor estaba limpio y ordenado, y el fuego que crepitaba en una gran chimenea caldeaba la atmósfera. Las sonrisas de las criadas eran tan cálidas como el propio hogar y era obvio que, cuando reían, lo hacían por propia voluntad.

El posadero, con un reluciente delantal blanco, era tan pulcro como su posada. Rand se animó al ver un hombre corpulento; abrigaba serias dudas de que fuera a depositar en adelante su confianza en un posadero flaco. Su nombre, Rulan Allwine, también le gustó, por su semejanza con los de la gente del Campo de Emond. Maese Allwine los miró de arriba abajo y luego sugirió con educación la conveniencia de pagar por adelantado.

—No estoy insinuando que vosotros seáis de esa clase de personas, comprendedlo, pero en estas épocas hay muchos caminantes que intentan irse sin pagar por la mañana. Parece que hay muchos jóvenes que van a Caemlyn.

Rand no tomó aquella consideración como una ofensa, habida cuenta de su lamentable aspecto. No obstante, cuando maese Allwine mencionó el precio, abrió desmesuradamente los ojos y Mat exhaló un sonido raro, como si se le hubiera atragantado algo.

La papada del posadero se agitó al mover éste pesarosamente la cabeza, pero, al parecer, ya estaba acostumbrado a situaciones similares.

—Corren tiempos difíciles —explicó con voz resignada—. Hay pocos alimentos y cuestan cinco veces más de lo normal. Y apostaría a que el mes que viene habrán subido aún más.

Rand sacó el dinero de que disponía y miró a Mat, el cual apretaba obstinadamente las mandíbulas.

—¿Acaso quieres dormir debajo de un matorral? —inquirió Rand.

Mat suspiró y se vació de mala gana el bolsillo. Una vez que hubieron pagado la cuenta, Rand observó con una amarga mueca lo poco que le había quedado para dividirlo con Mat.

Sin embargo, al cabo de diez minutos estaban en una mesa situada cerca del fuego, comiendo un estofado que acompañaban con pedazos de pan. Las raciones no eran tan abundantes como Rand hubiera deseado, pero estaban calientes y saciaban su hambre. Aun cuando tratara de centrar la vista en el plato sus ojos se desviaban con inquietud hacia la puerta. El hecho de que quienes la trasponían tuvieran aspecto de campesinos no bastaba para acallar sus temores.

Mat masticaba despacio, saboreando cada bocado, si bien protestaba acerca de la luz que emitían las lámparas. Al rato sacó la bufanda que le había regalado Alpert Mull, se la enrolló en la frente y la bajó hasta casi taparse los ojos. Aquello atrajo algunas miradas que Rand habría preferido evitar. Terminó precipitadamente la cena, instando a Mat a hacer lo mismo, y luego pidió a maese Allwine que les mostrara su habitación.

Al posadero pareció sorprenderle que se retiraran tan temprano, pero no efectuó ningún comentario. Tomó una vela y los condujo por un laberinto de corredores a un pequeño dormitorio, con dos estrechas camas, situado en un extremo de la posada. Cuando se marchó, Rand dejó caer sus bultos junto al lecho, colgó la capa en una silla y se tumbó vestido sobre la colcha. Todavía tenía la ropa húmeda, pero, si había que salir corriendo, tenía que estar preparado. También se dejó puesta la espada y se durmió con una mano en la empuñadura.

El canto de un gallo lo hizo despertar con un respingo por la mañana. Permaneció tendido, contemplando la luz del alba que penetraba en la habitación mientras se preguntaba si osaría dormir un rato más. Dormir y desaprovechar parte del día. Un bostezo le hizo crujir las mandíbulas.

—¡Eh! —exclamó Mat—. ¡Veo! —Se sentó en la cama, mirando con ojos entornados—. Un poco al menos. Todavía tienes la cara borrosa, pero puedo distinguir quién eres. Sabía que me repondría. Esta noche ya veré mucho mejor que tú. Como siempre.

Rand saltó del lecho y se rascó al ponerse la capa sobre los hombros. Su ropa, que se había secado mientras dormía, estaba arrugada y sentía picor.

—Estamos desperdiciando la luz del día —constató. Mat se apresuró a abandonar la cama; él también se rascaba.

Rand se encontraba con buen ánimo. Estaban a un día de camino de Cuatro Reyes y ninguno de los secuaces de Gode había dado señales de vida. A una jornada menos de distancia de Caemlyn, donde sin duda los esperaría Moraine. No bien se hubieran reunido con la Aes Sedai y el Guardián, la inquietud por los Amigos Siniestros habría quedado atrás. Era extraño anhelar con tanta fuerza la proximidad de una Aes Sedai. «¡Luz, cuando vuelva a ver a Moraine, le daré un beso!» Aquel pensamiento le provocó una carcajada. Tal era su buen humor que estaba dispuesto a invertir parte de sus menguados ahorros en un desayuno: una gran hogaza de pan y una jarra de leche bien fresca.

Comían situados al fondo del comedor cuando entró un joven, un muchacho del pueblo, por su aspecto, de andar engreído, quien hacía girar un sombrero de tela con una pluma sobre un dedo. La otra persona que había en la estancia era un anciano que barría el suelo, el cual no apartó en ningún momento la vista de la escoba. El joven recorrió con la mirada la habitación, con aire desenvuelto, pero, cuando reparó en Rand y Mat, se le cayó el sombrero del dedo. Los observó durante un minuto antes de recogerlo del suelo; después volvió a mirarlos mientras se peinaba con las manos sus espesos rizos negros. Por último se acercó a la mesa arrastrando los pies.

A pesar de que era mayor que Rand, permaneció tímidamente de pie.

—¿Os molesta si me siento con vosotros? —preguntó, y de inmediato tragó saliva, como si hubiera dicho algo inadecuado.

Rand pensó que tal vez quisiera compartir su desayuno, aun cuando su aspecto indicara que podía permitirse pagar uno por su cuenta. Su camisa de rayas azules estaba bordada y los bordes de su capa también. Sus botas de cuero nunca se habían aproximado a un lugar de labor que pudiera estropearlas, según observó Rand. Señaló una silla con la cabeza.

Mat miró fijamente al desconocido mientras éste retiraba una silla de la mesa. Rand no distinguía si estaba fulminándolo o sólo intentaba verlo con claridad. En todo caso, el ceño de Mat surtió efecto: el muchacho se paralizó en el proceso de sentarse y no descendió hasta que Rand le dirigió un nuevo gesto de asentimiento.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Rand.

—¿Que cómo me llamo? Ah… llamadme Paitr. —Sus ojos se movían con nerviosismo—. En… esto no ha sido idea mía, comprendedlo. Debo hacerlo. Yo no quería, pero me han obligado. Debéis comprenderlo. Yo no…

Rand comenzaba a ponerse en tensión cuando Mat gruñó:

—Amigo Siniestro,

Paitr dio un respingo y se enderezó parcialmente en la silla, mirando con ojos desorbitados en torno a sí como si hubiera cincuenta personas en disposición de escucharlos. La cabeza del anciano estaba todavía inclinada sobre la escoba. Paitr volvió a sentarse y miró con incertidumbre a Rand y a Mat. El sudor le resbalaba sobre el labio superior. Aquella acusación era lo bastante grave como para producir sudores a alguien, pero él no hizo ningún intento de negarla.

Rand sacudió la cabeza. Desde su encuentro con Gode sabía que los Amigos Siniestros no habían de llevar necesariamente el Colmillo del Dragón grabado en la frente, pero, a excepción de su atuendo, el tal Paitr no habría desentonado en el Campo de Emond. Nada en él hacía sospechar que fuera capaz de cometer un asesinato o algo peor. Nadie habría posado los ojos en él más de dos veces. Gode, en cambio, tenía un aspecto… diferente.

—Vete —espetó Rand—. Y di a tus amigos que nos dejen en paz. No queremos tener trato con ellos y no conseguirán nada de nosotros.

—Si no te vas ahora mismo —añadió con furia Mat—, delataré tu condición. Ya verás cómo reaccionan los del pueblo.

Rand abrigó la esperanza de que sólo lo dijera para intimidarlo, ya que, si cumplía lo prometido, ello tendría consecuencias tan catastróficas para ellos como para el propio Paitr.

El joven pareció tomar en serio el aviso.

—Yo… —balbució con el semblante pálido—me enteré de lo ocurrido en Cuatro Reyes. Las noticias circulan con rapidez. Disponemos de métodos para mantenernos al corriente. Pero aquí no hay nadie que pretenda haceros caer en una encerrona. Estoy solo… y sólo quiero hablar.

—¿De qué? —inquirió Rand, al tiempo que Mat contestaba: —No nos interesa. —Se miraron y Rand se encogió de hombros. —No nos interesa —confirmó.

Rand consumió de un trago la leche que quedaba y se introdujo el trozo de pan restante en el bolsillo. Habida cuenta de que apenas tenían dinero, aquello tal vez constituiría su próxima comida.

¿Cómo abandonar la posada? Si Paitr descubría que Mat estaba casi ciego, lo contaría a los otros… Amigos Siniestros. En una ocasión Rand había visto cómo un lobo separaba a un cordero lisiado del rebaño. Como había más lobos por los alrededores no pudo apartarse del rebaño y tampoco le era factible acertar a aquél con una flecha. Tan pronto como el cordero se quedó solo —balaba empavorecido y se debatía frenéticamente sobre sus tres piernas sanas—, el único lobo que lo perseguía se convirtió en diez como por ensalmo.

Aquel recuerdo le revolvió el estómago. De todas maneras, no podían quedarse allí. Incluso en el supuesto de que Paitr dijera la verdad respecto a que se encontraba solo, ¿Cuánto tiempo tardaría en recibir refuerzos?

—Es hora de marcharnos, Mat —dijo; luego retuvo el aliento. Mientras se incorporaba, Mat se inclinó hacia Paitr y lo amenazó:

—Déjanos en paz, Amigo Siniestro. No te lo repetiré otra vez. Déjanos en paz.

Paitr tragó saliva y se pegó al respaldo de la silla; no le quedaba ni una gota de sangre en el rostro. Aquello atrajo al Myrddraal a la memoria de Rand.

Cuando volvió la vista hacia Mat, éste ya estaba en pie y mantenía bajo control su torpeza. Rand se colgó precipitadamente sus alforjas y demás bultos al hombro, tratando de no dejar al descubierto la espada. Tal vez Paitr ya conocía su existencia; quizá

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