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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 103
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la alejada puerta: Jak o Strom, que montaban guardia.

Una rápida ojeada a la puerta le informó lo que necesitaba conocer. La constatación no era halagüeña, pues si bien las hojas eran gruesas y firmes, no había cerradura ni cerrojo en el interior. No obstante, se abría del lado de la habitación.

—Pensaba que iban a atacarnos —confesó Mat—. ¿Qué están esperando? —Su daga, que aferraba con un puño de nudillos emblanquecidos, era visible ahora. El arco y el carcaj yacían olvidados en el suelo.

—A que nos acostemos. —Rand empezó a revolver entre las barricas y los cajones—. Ayúdame a buscar algo para atrancar la puerta.

—¿Para qué? ¿No querrás quedarte a dormir aquí, no? Salgamos por la ventana. Prefiero mojarme a estar muerto.

—Uno de ellos está al fondo del pasillo. Al menor ruido, se encontrarán aquí en un abrir y cerrar de ojos. Me parece que Hake se enfrentaría a nosotros despiertos antes de arriesgarse a que huyamos.

Mat se sumó a la búsqueda, pero no hallaron nada útil en la porquería que alfombraba el suelo. Los barriles estaban vacíos, los cajones astillados, y ni siquiera todo su conjunto apilado delante de la puerta impediría a alguien abrirla. Entonces una forma familiar llamó su atención en uno de los estantes. Dos cuñas de leñador, cubiertas de orín y polvo. Las cogió sonriente.

Las colocó aprisa bajo la puerta y, cuando el estallido de un nuevo trueno resonó sobre la posada, las apretó con dos rápidos puntapiés. A Rand le temblaban las piernas antes de que la hoja de la ventana cediera; chirriaba con cada milímetro. Cuando la abertura fue lo bastante ancha para pasar por ella, se encorvó y luego se detuvo.

—¡Rayos y truenos! —gruñó Mat—. No me extraña que Hake no temiera que escapásemos.

Unas barras de hierro soldadas a un marco del mismo material relucieron a la luz de la lámpara. Rand las empujó; eran sólidas como una piedra.

—He visto algo —murmuró Mat.

Manoseó apresurado la basura que ocupaba la estantería y regresó con una herrumbrosa palanca. Cuando apretó el marco de hierro con su extremo, Rand pestañeó.

—Recuerda el ruido, Mat.

Mat esbozó una mueca de protesta, pero aguardó. Rand agarró la barra de metal y trató de hallar un lugar donde asentar los pies en el charco de agua que iba formándose bajo la ventana. Empujaron encubiertos por el estallido de un nuevo trueno. Con un torturado chirrido de clavos que puso de punta los pelos de la nuca de Rand, el cerco se movió… cinco o seis milímetros como máximo. Sincronizados con los estampidos que seguían a los relámpagos, presionaron con la palanca una y otra vez. Nada. Medio centímetro. Un canto de una moneda. Nada. Nada. Nada.

De súbito Rand resbaló en el agua y ambos se desplomaron en el suelo, la palanca chocó contra los barrotes y produjo un ruido similar al tañido de un gong. Permaneció tumbado sobre el charco, alerta, con la respiración contenida. Aparte de la lluvia, el silencio era absoluto.

—A este paso no saldremos nunca de aquí —auguró Mat.

La separación que mediaba ahora entre la barra de hierro y la ventana no bastaba para deslizar dos dedos por ella. Además la angosta rendija estaba flanqueada por decenas de clavos.

—Tenemos que continuar intentándolo —contestó Rand, poniéndose en pie.

Cuando situaba la punta de la palanca bajo el hierro, la puerta crujió como si alguien tratara de abrirla. Las cuñas la mantuvieron cerrada. La puerta crujió de nuevo. Rand respiró hondo y procuró hablar con tono imperativo.

—Idos, Hake. Queremos dormir.

—Me temo que me confundís. —La voz era tan meliflua que delataba su procedencia: Howal Gode—. Maese Hake y sus… secuaces no nos molestarán. Están durmiendo y por la mañana sólo podrán preguntarse por dónde desaparecisteis. Permitidme entrar, mis jóvenes amigos. Debemos hablar.

—No tenemos nada de qué hablar con vos —replicó Mat—. Marchaos y dejadnos dormir.

La risita que emitió Gode tenía un tono desagradable.

—Por supuesto que sí. Lo sabéis tan bien como yo. Lo he visto en vuestros ojos. Sé quiénes sois, tal vez mejor incluso que vosotros mismos. Siento cómo lo emanáis en oleadas. Ya pertenecéis a medias a mi amo. Dejad de correr y aceptadlo. Se os facilitarán mucho las cosas. Si las brujas de Tar Valon os encuentran, desearéis cortaros las gargantas antes de que acaben con vosotros, pero no os será permitido hacerlo. Sólo mi amo puede protegeros de ellas.

—No sabemos de qué estáis hablando —contestó Rand después de tragar saliva—. Dejadnos tranquilos.

Las planchas del suelo rechinaron. Gode no estaba solo. ¿Cuántos hombres podían viajar en dos carruajes?

—Dejad de comportaron como unos insectos, mis jóvenes amigos. Lo sabéis muy bien. El Gran Señor de la Oscuridad os ha marcado como vasallos suyos. Está escrito que, cuando se despierte, los nuevos Señores del Espanto se encontrarán allí para aclamarlo. Debéis ser dos de ellos o de lo contrario no me habrían encargado vuestra búsqueda. Pensad en ello. Vida eterna y poderes ilimitados. —Su voz expresaba su propio anhelo de recibir él mismo aquellas prebendas.

Rand echó una ojeada a la ventana en el instante en que un rayo surcó el cielo, y casi soltó un rugido. El breve resplandor alumbró a unos hombres que se hallaban afuera, haciendo caso omiso de la lluvia que los empapaba mientras permanecían parados mirando por la abertura.

—Me estoy cansando de esto —anunció Gode—. Os someteréis a mi amo…, a vuestro amo…, u os obligaremos por la fuerza. Eso no os complacería. El Gran Señor de la Oscuridad gobierna la muerte y puede otorgar vida a la muerte o muerte en vida, según elija. Abrid esta puerta. Sea como sea, vuestra huida está pronta a su fin. ¡Abridla, os digo!

Debió de haber añadido algo, puesto que de pronto un pesado cuerpo se abalanzó contra la puerta. Ésta se estremeció y las cuñas cedieron una fracción de centímetro con un chirrido de herrumbre al raspar contra la madera. La puerta tembló una y otra vez ante los repetidos embates de los acompañantes de Gode. Las cuñas los contenían en ocasiones, pero en otras recorrían un kilométrico trecho, que poco a poco iba franqueándoles inexorablemente la entrada.

—Someteos —exigía Gode desde el otro lado—, ¡o pasaréis la eternidad deseando haberlo hecho!.

—Si no tenemos más remedio… —Mat se mordió los labios ante la mirada que le asestó Rand. Tenía los ojos saltones como un tejón apresado en una trampa, el rostro pálido y el aliento entrecortado—. Podríamos aceptar y escaparnos más tarde. ¡Rayos y truenos, Rand, no tenemos ninguna alternativa!

Las palabras parecían llegar a Rand a través de un ovillo de lana que tapara sus oídos. «Ninguna alternativa.» Un trueno murmuró sobre sus cabezas. «Hay que encontrar una alternativa.» Gode los llamaba, conminándolos; la puerta se deslizó otro poco. «¡Una alternativa!»

Una luz cegadora inundó la habitación; el aire rugía y crepitaba. Rand se sintió alzado e impulsado contra la pared. Aterrizó de cuclillas, con un martilleo en los oídos y todos los pelos de su cuerpo erizados. Aturdido, se levantó tambaleándose. Le temblaban las rodillas y hubo de apoyar una mano en la pared para recobrar el aplomo. Miró en torno a sí con asombro.

La lámpara, de costado en el borde de uno de los estantes todavía prendidos al muro, aún despedía luz. Todas las barricas y cajones, algunos ennegrecidos y ardiendo sin llama, se amontonaban en el rincón donde habían sido arrojados. La ventana, con las barras de hierro, y gran parte de la pared se habían desvanecido, dejando una brecha de contornos irregulares. El techo, combado, despedía hilillos de humo que desafiaban la lluvia alrededor de los rebordes de la abertura que se había producido en él. La puerta colgaba de sus goznes, atrancada hacia fuera.

Con una sensación de sopor irreal puso la lámpara en pie. Se le antojaba que lo más importante del mundo era asegurarse de que no se rompiera.

De pronto una pila de cajones se desparramó y de ella brotó Mat. Éste se irguió y hubo de parpadear y tocarse para cerciorarse de que todo su cuerpo continuaba unido. Miró en dirección a Rand.

—¿Rand? ¿Eres tú? Estás vivo. Creí que los dos estábamos… —se interrumpió y se mordió los labios, estremecido.

Rand tardó un minuto en caer en la cuenta de que se reía; estaba al borde de un ataque de nervios.

—¿Qué ha sucedido, Mat? ¡Mat! ¿Qué ha sucedido?

Mat se agitó con una última convulsión antes de recobrar la calma.

—Un relámpago, Rand. Estaba mirando de frente la ventana cuando cayó sobre el hierro. Un relámpago. No veo cómo… —calló, escrutando la puerta inclinada, y luego su voz sonó con dureza—. ¿Dónde está Gode?

Nada se movía en el oscuro corredor. De Gode y sus compañeros no se percibía señal ni sonido, aun cuando hubiera podido agazaparse cualquier cosa en aquella lobreguez. Rand abrigó la esperanza de que estuvieran muertos, pero no habría asomado la cabeza para asegurarse de ello aunque le hubieran ofrecido una corona, Más allá del espacio que había ocupado la pared reinaba igual inmovilidad. Sin embargo, de los pisos superiores de la posada llegaban gritos confusos y el repiqueteo de pies que corrían.

—Marchémonos ahora que podemos —dijo Rand.

Tras separar deprisa sus pertenencias de la basura, agarró a Mat del brazo y lo guió, tirando de él hacia el agujero que se abría a la noche. Mat se aferraba a él y, en su esfuerzo por ver algo, con la cabeza inclinada hacia adelante, tropezaba una y otra vez.

Cuando las primeras gotas de lluvia le golpearon la cara, un rayo se descargó en el cielo, y Rand se paró en seco. Los hombres de Gode todavía estaban allí, tendidos con los pies encarados hacia el orificio.

—¿Qué es? —inquirió Mat—. ¡Válgame la Luz! ¡Casi no veo ni mi propia mano!

—Nada —respondió Rand. «Suerte. La misma gracia de la Luz… ¿no es cierto?» Turbado, condujo con cuidado a Mat entre los cadáveres yacientes—. Sólo el rayo.

Sin más iluminación que la que descargaba de forma intermitente el cielo, tropezaba en los baches mientras se alejaban tambaleantes de la posada. Dado que Mat casi pendía de él, cada trompicón amenazaba con derribarlos a ambos, pero, a pesar de su precario equilibrio y sus jadeos, corrían.

Miró una vez atrás. Una vez, antes de que la lluvia arreciara y formara una ensordecedora cortina que ocultó la imagen del Carretero Danzarín. Un relámpago dibujó la silueta de un hombre apostado en la parte trasera de la posada, que blandía el puño hacia ellos, o hacia el cielo. No sabía si era Gode o Hake, si bien no habría podido decidir cuál de ellos era peor. El aguacero se convirtió en un diluvio: los aislaba con una pared de agua. Apresuró el paso en la noche, alertando el oído entre el fragor de la tormenta para detectar el sonido de una posible persecución.

CAPÍTULO 33: La oscuridad acecha

La lluvia no había cedido un instante desde que habían huido del Carretero Danzarín. Eran auténticos cántaros de agua arrojados sobre ellos con la misma contundencia que los truenos y relámpagos que surcaban la negrura del cielo. Las ropas quedaron empapadas en pocos minutos; al cabo de una hora Rand también sentía la piel macerada, pero había dejado atrás Cuatro Reyes.

Mat caminaba como un ciego en la oscuridad. Entrecerraba penosamente los ojos ante el súbito fulgor de los rayos que iluminaban durante unos segundos las desnudas siluetas de los árboles y, pese a que Rand lo llevaba de la mano, tanteaba el suelo con incertidumbre a cada paso. Si Mat no recobraba la vista, no habría

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