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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 101
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los ojos lagrimosos y las excusas balbuceadas de la mujer expresaban su disposición a aceptar la visión del patrón. Las sirvientes se sobresaltaban siempre que Hake fruncía la frente, aun cuando dirigiera la vista a otro lado. Rand se preguntaba por qué consentían aquello.

Hake sonreía al mirar a Rand y Mat. Al cabo de un rato Rand advirtió que no les sonreía a ellos, sino que sus labios se arqueaban cuando posaba los ojos tras ellos, en el lugar donde se encontraba apoyada la espada con la marca de la garza. Cuando Rand depositó la flauta incrustada en oro y plata junto al taburete, el instrumento también le arrancó una sonrisa.

Aprovechó el cambio de turno con Mat para inclinarse y hablarle al oído. Aun desde tan cerca debía alzar la voz, pero con tanto alboroto dudaba que alguien fuera capaz de escucharlos.

—Hake va a intentar robarnos.

Mat asintió como si aquello no le sorprendiera.

—Tendremos que atrancar la puerta esta noche.

—¿Atrancar la puerta? Jak y Strom la romperían de un puñetazo. Larguémonos de aquí.

—Espera a que hayamos cenado al menos. Tengo hambre. No pueden hacernos nada aquí—agregó Mat. La gente que atestaba la sala gritaba, exigiendo que prosiguiera el espectáculo y Hake los observaba con furia—. Y, de todas maneras, ¿estás dispuesto a dormir fuera esta noche?—. Un relámpago especialmente potente hizo palidecer por un instante la luz de las lámparas.

—Sólo quiero irme con la cabeza intacta—contestó Rand. Mat, sin embargo, se disponía a sentarse. Con un suspiro, Rand acometió los primeros sones de El camino de Dun Aren. Al parecer, aquella canción complacía a la mayor parte del auditorio; ya la había tocado cuatro veces y todavía la solicitaban.

El problema era que Mat se hallaba en lo cierto. El también estaba hambriento y no veía de qué modo podía Hake infligirles daño alguno con el comedor lleno. La concurrencia era cada vez mayor y, por cada hombre que se iba u obligaban a marcharse Jak y Strom, entraban dos. Pedían a voz en grito juegos malabares o una melodía determinada, pero su atención se centraba en particular en las bebidas y en las camareras. Pero uno de los presentes era diferente.

Aquel hombre se distinguía de la muchedumbre congregada en el Carretero Danzarín, el cual no era un hostal apropiado para mercaderes. Su clientela iba vestida con ropas toscas y la piel atezada de los hombres que trabajan en contacto con el sol y el viento. El individuo era gordo y lustroso, tenía unas manos que parecían suaves y llevaba una chaqueta y una capa de color verde oscuro, ambas de terciopelo con rebordes adornados de seda azulada. Todo su atuendo era de lujoso corte. Sus zapatos, babuchas de terciopelo, no habían sido confeccionados para hollar las calles llenas de baches de Cuatro Reyes, ni ninguna otra calle, a decir verdad.

Había entrado después del anochecer; se sacudía la lluvia de la capa mientras miraba en torno a sí con una mueca de desagrado en los labios. Examinó la sala una vez y estaba ya a punto de girar para marcharse, cuando de súbito dio un respingo al percibir algo que Rand no alcanzó a ver y se sentó a una mesa que Jak y Strom acababan de despejar. Una criada se detuvo junto a él y después le sirvió una jarra de vino que él apartó a un lado y no volvió a tocar en toda la velada. La camarera parecía tener prisa por abandonar su mesa en ambas ocasiones, pese a que el hombre no hiciera ademán de querer tocarla y ni siquiera la mirase. La desconocida razón que inquietaba a la mujer, también producía el mismo efecto en otros. A pesar de su aspecto cuidado, siempre que un carretero de manos callosas decidía compartir su mesa con él, una ojeada bastaba para disuadirlo de su primer impulso e inducirlo a buscar otro acomodo. Estaba allí sentado como si no hubiera nadie más en la estancia aparte de él… y Rand y Mat; los observaba por encima de unas manos en las que relucían los anillos, con una sonrisa que denotaba un conocimiento previo.

Rand murmuró de nuevo algo al oído de Mat cuando volvían a cambiar de sitio.

—Ya lo he visto —musitó su amigo—. ¿Quién es? Tengo la impresión de que lo conozco.

A Rand también le había producido la misma sensación, removiéndole un poso en la memoria que no acertaba a atraer a la conciencia. Sin embargo, estaba seguro de que nunca había visto aquel rostro hasta entonces.

Cuando habían transcurrido dos horas desde que iniciaron la representación, Rand introdujo la flauta en la funda y él y Mat recogieron sus pertenencias. Mientras se apartaban del estrado, Hake se aproximó, con su enjuta cara congestionada por la rabia.

—Es hora de comer—dijo Rand, adelantándose a sus objeciones—y no queremos que nos roben nada. ¿Seréis tan amable de dar instrucciones a la cocinera? —Hake titubeó, todavía enojado; por más que lo intentaba, no podía apartar la vista de lo que Rand llevaba entre los brazos. Él movió los bultos para poder posar una mano en la espada—. También podéis intentar echarnos. —Puso énfasis deliberado en la frase y luego agregó—: Aún nos queda una larga velada de actuación. Debemos reponer fuerzas si hemos de trabajar para que esta multitud continúe gastando su dinero aquí. ¿Durante cuánto tiempo creéis que permanecerá lleno el comedor si nos desvanecemos de hambre?

Hake desvió los ojos hacia la sala abarrotada de hombres que le llenaban los bolsillos y después se volvió para asomar la cabeza por la puerta que daba a la parte trasera de la posada.

—¡Dadles de comer! —gritó. Dirigiéndose a Rand y Mat, gruñó—:No os paséis la noche cenando. Espero que os quedéis aquí hasta que se haya marchado el último cliente.

Una maciza puerta separaba el ala delantera del edificio de la cocina, en la cual, excepto cuando la abría una criada para pasar, el sonido de la lluvia que golpeaba el tejado era más intenso que la algarabía de la sala. Era una habitación grande caldeada por los fogones y hornos, con una enorme mesa cubierta de comida a medio preparar y platos listos para servir. Algunas de las camareras estaban sentadas en un banco próximo a la puerta trasera; se frotaban los pies y conversaban a un tiempo con la rolliza cocinera, la cual charlaba blandiendo una gran cuchara que le servía para dar énfasis a sus afirmaciones. Todas levantaron la mirada cuando entraron Rand y Mat, pero aquello no las hizo interrumpir la tregua que se habían tomado.

—Deberíamos marcharnos de aquí ahora que todavía tenemos posibilidad de hacerlo opinó Rand en voz queda. Mat, no obstante, sacudió la cabeza con los ojos fijos en los dos platos que la cocinera llenaba con carne de vaca, patatas y guisantes.

La rolliza mujer apenas si les dedicó una mirada, prosiguiendo su charla con las camareras mientras abría a codazos un espacio en la mesa.

—Después de comer —contestó Mat mientras se sentaba en un banco y empezaba a usar el tenedor como si de una pala se tratara.

Rand suspiró, pero siguió el ejemplo de Mat. Sólo había comido un pedazo de pan desde la noche anterior. Sentía el vientre tan vacío como el portamonedas de un mendigo y el olor a comida que impregnaba la cocina no contribuía a hacerle renunciar a la cena. Pronto tenía la boca llena, si bien Mat ya estaba pidiendo que volvieran a llenarle el plato cuando él aún no había dado cuenta de la mitad del contenido del suyo.

A pesar de que no quería prestar atención a la conversación de las mujeres, captó algunas frases al vuelo.

—Parece de locos.

—De locos o no, eso es lo que he oído. Ha recorrido la mitad de las posadas del pueblo antes de venir aquí. Simplemente entraba, miraba y se iba sin pronunciar una palabra, ni siquiera en la posada Real. Como si no estuviera lloviendo.

—Quizá pensó que ésta era la más acogedora —aventuró una, lo que provocó un estallido de risas.

—Según me han dicho, ha llegado a Cuatro Reyes entrada la noche, con los caballos resoplando como si hubieran ido al galope.

—¿De dónde debía de venir para que lo pillara la oscuridad en el camino? Nadie que no sea idiota o un loco viaja a un sitio calculando tan mal las distancias.

—Bueno, tal vez sea un idiota, pero es rico. Tengo entendido que incluso tiene otro carruaje para sus sirvientes y el equipaje. Tiene que tener mucho dinero, fijaos en lo que os digo. ¿Habéis visto la capa que lleva? No me importaría tenerla yo.

—Es un poco obeso para mi gusto, pero, como siempre digo, ningún hombre es demasiado gordo si está adornado con oro. —Prorrumpieron en risitas y la cocinera echó la cabeza atrás, emitiendo sonoras carcajadas.

Rand dejó el tenedor en el plato. Un pensamiento desagradable ocupaba su mente.

—Ahora mismo vuelvo —dijo. Mat asintió mientras se llenaba la boca con un trozo de patata.

Rand recogió al levantarse el cinto de la espada junto con la capa y se lo sujetó de camino hacia la puerta trasera. Nadie reparó en él.

Llovía a cántaros. Mientras se dirigía al patio, una cortina de agua le velaba la visión, salvo en los breves instantes en que refulgían los relámpagos, pero halló lo que buscaba. Los caballos estaban en las caballerizas, pero los dos carruajes lacados de negro relucían de humedad en el exterior. La luz de un rayo le permitió distinguir las letras doradas inscritas en las portezuelas: Howal Gode.

Sin tomar en consideración el aguacero que caía sobre él, permaneció inmóvil contemplando el nombre que ya no podía ver. Recordó cuándo había visto por última vez coches lacados de negro con nombres pintados en la puerta y lustrosos y sobrealimentados hombres vestidos con capas y escarpines de terciopelo: en Puente Blanco. Un mercader de Puente Blanco tal vez tuviese motivos legítimos para viajar a Caemlyn. «¿Motivos que lo induzcan a recorrer la mitad de las posadas del pueblo antes de elegir la misma en la que estábamos nosotros? ¿Motivos para mirarte como si hubiera encontrado lo que buscaba?»

Rand sintió un escalofrío y de pronto volvió a ser consciente de la lluvia que caía sobre su espalda. La capa era de tejido espeso, pero no era su cometido resistir un chubasco semejante. Regresó deprisa a la posada, hundiendo los pies en los charcos. Jak le obstruyó el paso al entrar.

—Vaya, vaya, vaya. Ahí fuera, solo en la oscuridad. La oscuridad es peligrosa, muchacho.

Rand tenía la frente cubierta de hilillos de agua que descendían de sus cabellos. No había nadie en el patio a excepción de ellos dos. Se preguntó si Hake o habría decidido que prefería la espada y la flauta a mantener el gentío reunido en la sala.

Se secó el agua de los ojos con una mano y llevó la otra a la espada. Aún mojado, el grueso cuero ofrecía un tacto firme a sus dedos.

—¿Ha decidido Hake que todos esos hombres se quedarán sólo por su cerveza en lugar de irse a otro local donde ofrezcan espectáculo? En ese caso, nos conformaremos con la comida por lo que hemos trabajado y nos iremos.

Seco bajo el dintel, el fornido individuo miró la lluvia y exhaló un bufido.

—¿Con este aguacero? —Sus ojos se centraron en la mano con que aferraba la empuñadura Rand—. ¿Sabes? Strom y yo hemos hecho una apuesta. Él se figura que le robaste eso a tu abuela, y yo que tu abuela te tiró de

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