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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 10
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ojos del buhonero.

Con un estruendoso carraspeo, Fain se alisó su pesada capa.

—No, no será luego sino ahora —declamó el buhonero— cuando os lo diga. —Su discurso iba acompañado de ampulosos gestos que abarcaban a toda la multitud—. Pensáis que habéis tenido problemas en Dos Ríos, ¿no es así? Pues bien, todo el mundo padece desgracias, desde la Gran Llaga al Mar de las Tormentas, del Océano Aricio en poniente al Yermo de Aiel en oriente, e incluso más lejos. ¿Que el invierno ha sido más crudo que ninguno de los anteriores, tan frío que habría podido helaros la sangre y haceros crujir los huesos? ¡Ahhh! El invierno ha sido frío y severo por doquier. En las tierras fronterizas considerarían primavera el invierno que habéis tenido vosotros. ¿Pero la primavera no llega, decís vosotros? ¿Los lobos han devorado vuestras ovejas? ¿Tal vez los lobos han atacado también a la gente? ¿Ha ocurrido eso? ¿Sí? Pues bien, la primavera se hace esperar en todo el continente. Hay lobos por todas partes, todos anhelando carne en la que hincar el diente, sea carne de cordero, vaca u hombre. Pero hay cosas peores que los lobos o el invierno. Muchos estarían contentos de tener únicamente vuestros pequeños contratiempos. —Acalló su voz con ademán inquisitivo.

—¿Qué otra cosa hay peor que el hecho de que los lobos ataquen a los corderos y a las personas? —preguntó Cenn Buie.

Se oyeron bisbiseos de apoyo.

—Que los hombres se maten entre sí.

La respuesta del buhonero, modulada en portentosos tonos, levantó murmullos de estupefacción que se incrementaron al retomar éste la palabra:

Es a la guerra a lo que me refiero. Hay guerra en Ghealdan, guerra y locura. Las nieves del Bosque de Dhallin están manchadas de rojo por la sangre de los hombres. El aire está henchido de cuervos y del graznido de los cuervos. Los ejércitos avanzan hacia Ghealdan. Las naciones, las grandes casas y los grandes hombres envían sus huestes a luchar.

—¿Guerra? —Maese al’Vere pronunció con extrañeza aquella palabra insólita. Ningún habitante de Dos Ríos había tenido nunca nada que ver con la guerra—. ¿Por qué han entrado en guerra?

Fain esbozó una sonrisa y a Rand le asaltó la impresión de que se mofaba del aislamiento de los pueblerinos respecto al mundo, de su ignorancia. El buhonero se inclinó hacia adelante como si estuviera a punto de confesar un secreto al alcalde, pero su susurro fue pronunciado con intención de llegar a oídos de todos los presentes, como así fue.

—El estandarte del Dragón se ha alzado y los hombres se reúnen para hacerle frente. Y para unirse a él.

Un último jadeo unánime brotó de las gargantas, y Rand se estremeció a su pesar.

¡El Dragón! —musitó alguien—. El Dragón no es el Oscuro y, de todas formas, éste es un falso Dragón.

—Escuchemos lo que tiene que decirnos maese Fain —aconsejó el alcalde. Sin embargo, no era fácil apaciguar a la gente. Se oían gritos por todos lados que se superponían y se sofocaban entre sí.

—¡No sería peor si fuera el Oscuro!

—El Dragón desmembró el mundo, ¿no es cierto?

—¡Él fue quien comenzó! ¡Fue él quien provocó la Época de la Locura!

—¡Ya conocéis las profecías! ¡Cuando el Dragón nazca otra vez, vuestras más horribles pesadillas os parecerán un sueño encantador!

—Sólo es un falso Dragón más. ¡No puede ser de otro modo!

—¡Eso no cambia nada! ¿Recuerdas el último falso Dragón? También inició una guerra. Murieron miles de personas, ¿no es así, Fain? —Sitió Illian. —¡Son tiempos demoníacos éstos! No había surgido nadie con la pretensión de ser el Dragón Renacido y ahora aparecen tres en cinco años. ¡Malos tiempos! ¡Fijaos en el tiempo!

Rand intercambió miradas con Mat y Perrin. A Mat le brillaban los ojos de excitación, pero Perrin fruncía preocupado el entrecejo. Rand recordaba todas las historias acerca de los hombres que se habían autodenominado el Dragón Renacido y, pese a que todos habían demostrado ser falsos dragones al morir o desaparecer sin haber cumplido las profecías, sus actos habían acarreado siempre malas consecuencias. Naciones enteras devastadas por las batallas, y ciudades y pueblos arrasados por las llamas. Los muertos eran tan numerosos como las hojas caídas en otoño y los refugiados atestaban los caminos igual que las ovejas un aprisco. Eso era lo que contaban los buhoneros, y los mercaderes, y nadie de Dos Ríos con suficiente capacidad de juicio lo ponía en duda. En opinión de algunos, el mundo tocaría a su fin cuando volviera a nacer el verdadero Dragón.

—¡Basta ya! —gritó el alcalde—. ¡Callad! Parad de estrujaros el cerebro y la imaginación. Maese Fain nos informará acerca de ese falso Dragón.

La gente comenzó a calmarse, pero Cenn Bufe rehusó guardar silencio.

—¿Es éste un falso Dragón? —preguntó cáusticamente el anciano.

Maese al’Vere parpadeó como si lo hubiera tomado por sorpresa y luego le espetó:

—¡No te comportes como un viejo estúpido, Cenn!

Sin embargo, Cenn había exasperado nuevamente los ánimos de la multitud.

—¡No es posible que sea el Dragón Renacido! ¡Que la Luz nos asista, no es posible!

—¡Eres un viejo insensato, Buie! Quieres llamar a la mala suerte, ¿eh?

—¡Sólo te falta pronunciar el nombre del Oscuro! ¡Estás poseído por el Dragón, Cenn! ¡Tratas de hacernos daño a todos!

Cenn miró desafiante a su alrededor, en un intento de que bajaran las furiosas miradas que le asestaban, y alzó la voz.

—¡Yo no he oído que Fain dijese que éste era un falso Dragón! ¿Acaso lo habéis escuchado vosotros? ¡Pensad con la cabeza! ¿Dónde está la hierba que ya debería llegarnos a las rodillas o más arriba? ¿Por qué todavía es invierno cuando hace un mes que debería haber llegado la primavera? —La gente profería gritos airados, instando a callar a Cenn—. ¡No voy a quedarme callado! A mí tampoco me gusta hablar de esto, pero no voy a esconder la cabeza debajo de un cesto hasta que algún habitante del Embarcadero de Taren venga a degollarme. Y no voy a permanecer en ascuas sólo para darle placer a Fain, no señor. Habla claro, buhonero. ¿Qué has oído? ¿Eh? ¿Es este hombre un falso Dragón?

Si a Fain le perturbaban las noticias que traía o el desasosiego que había provocado, no dio señales de ello, sino que se limitó a encogerse de hombros mientras se llevaba un huesudo dedo a un lado de la nariz.

—Acerca de eso, en este momento, ¿quién puede decir algo hasta que todo haya finalizado? —Hizo una pausa esbozando una de sus misteriosas sonrisas y recorrió a la muchedumbre con la vista como si calculara su reacción, que auguraba divertida—. Lo que sí sé —dijo, con demasiada ligereza—es que puede manejar el Poder único. Los demás no podían, pero él puede canalizarlo. La tierra se abre bajo los pies de sus enemigos e imponentes murallas se derrumban en respuesta a su grito. Los rayos acuden a su llamada y se descargan donde quiera que él lo indique. Eso es lo que he oído, y es de buena fuente.

Un desconcierto unánime selló las gargantas. Rand miró a sus amigos. Perrin parecía contemplar algo que no era de su agrado; sin embargo, Mat todavía parecía excitado.

Tam, con el semblante algo menos sereno que de costumbre, atrajo al alcalde junto a sí, pero antes de que pudiera hablar Ewin Finngar exclamó:

—¡Se volverá loco y morirá! En las historias, los hombres que canalizan el Poder se vuelven locos y después se destruyen y mueren. Sólo las mujeres pueden tener contacto con él. ¿Acaso no lo sabes? —Se agachó para esquivar una bofetada de maese Buie.

—Basta ya de tonterías, muchacho. —Cenn blandió un nudoso puño apuntando a la cara de Ewin—. A ver si muestras más respeto y dejas que hablen los mayores. ¡Largo de aquí!

—No te sulfures, Cenn —gruñó Tam—. El muchacho siente simple curiosidad. No es necesario que te desmandes tú.

—Haz honor a tu edad —añadió Bran—y recuerda, al menos por una vez, que eres miembro del Consejo.

El rostro arrugado de Cenn fue ensombreciéndose con cada palabra pronunciada por Tam y el alcalde hasta adquirir un color casi purpúreo.

—Sabéis bien de qué tipo de mujeres estaba hablando. Para de mirarme con esa cara, Luhhan, y tú también, Crawe. Éste es un pueblo honrado de gente decente y ya es bastante desgracia tener que escuchar las explicaciones de Fain acerca de cómo utilizan el Poder los falsos Dragones para tener que oír a este muchacho alocado, poseído del Dragón, sacar a colación a las Aes Sedai. Hay cosas de las que no se debe hablar y me da igual si vais a permitir que ese juglar imprudente cuente todas las historias que él quiera. No es correcto ni es decente.

—Las Aes Sedai ya están involucradas en ello —anunció, retomando la palabra el buhonero—. Un grupo de ellas ha salido de Tar Valon en dirección sur. Dado que puede esgrimir el Poder único, no puede ser derrotado más que por las Aes Sedai, por más ejércitos que se le opongan o por más tratos que hagan con él cuando tenga que afrontar una derrota. Suponiendo, claro, que tenga que afrontar una derrota.

Algunos de los presentes se lamentaron en voz alta, e incluso Tam y Bran intercambiaron miradas inquietantes. Grupos de parroquianos se apiñaban aún más estrechamente y otros se arrebujaban en sus capas, aun cuando el viento hubiera amainado.

—Por supuesto que será derrotado —gritó alguien. —Al final siempre han vencido a los falsos Dragones.

—Tienen que vencerlo, ¿no es así?

—¿Y qué pasaría si no lo hicieran?

Tam había conseguido por fin decir algo a oídos del alcalde y éste, que asentía de tanto en tanto sin hacerse eco del alboroto reinante, esperó hasta que hubiera terminado antes de elevar su propia voz.

—Escuchad todos. ¡Calmaos y escuchad! —El griterío se redujo nuevamente a un murmullo—. Esta cuestión es de una naturaleza que supera a una mera novedad y debe ser deliberada por el Consejo del Pueblo. Maese Fain, si sois tan amable de reuniros con nosotros en la posada, os formularemos algunas preguntas.

—Una jarra de aromática cerveza caliente no me vendría nada mal en estos momentos replicó el buhonero, riendo entre dientes. Bajó de un salto del carro y se ajustó la capa—. ¿Me vigilaréis los caballos, por favor?

—¡Yo también quiero escuchar lo que dice! —protestó más de uno.

—¡No podéis llevároslo! ¡Mi mujer me ha encargado comprar alfileres! —Aquél era Wit Congar, quien tuvo que hundir la cabeza entre los hombros al advertir las miradas fijas en él. Sin embargo, no dio ni un paso para alejarse.

—También nosotros tenemos derecho a hacerle preguntas —vociferó alguien desde la parte más alejada del gentío—. Yo…

—¡Callad! —tronó el alcalde, provocando un silencio asombroso—. Cuando el Consejo haya terminado, maese Fain estará de regreso para explicaros las noticias. Y para venderos sus pucheros y alfileres. ¡Hu! ¡Tad! Llevad los caballos de maese Fain al establo.

Tam y Bran se situaron a ambos lados del buhonero, los restantes miembros del Consejo se reunieron tras ellos, y la totalidad del grupo entró en la Posada del Manantial y cerró vigorosamente la puerta en las narices de aquellos que intentaban seguirlos en avalancha. Los golpes en la puerta únicamente lograron arrancar un grito de boca del alcalde.

—¡Idos a casa!

La gente, arremolinada delante del establecimiento, comentaba entre murmullos lo que había dicho el buhonero, se interrogaba sobre su sentido y sobre las preguntas que estaría haciéndole el Consejo, y argüía acerca de los motivos por los que deberían permitirles escuchar y formular sus propias demandas. Algunos miraban por las ventanas de la posada y varios llegaban incluso a preguntar a

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