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Prólogo
Caía ceniza del cielo.
Lord Tresting frunció el ceño, contempló el rojizo cielo de mediodía mientras sus criados corrían a ofrecerles un parasol a él y su distinguido invitado. Las lluvias de ceniza no eran extrañas en el Imperio Final, pero Tresting esperaba poder evitar mancharse su nueva túnica y su chaleco rojo, que acababan de llegar en barco por el canal desde la mismísima Luthadel. Por fortuna, no había mucho viento: el parasol probablemente sería efectivo.
Tresting se encontraba junto a su invitado en un pequeño patio elevado que dominaba los campos. Cientos de personas con saya marrón trabajaban bajo la lluvia de ceniza, cuidando las cosechas. Había torpeza en sus movimientos…, pero, naturalmente, así eran los skaa. Los campesinos eran una especie indolente e improductiva. No se quejaban, por supuesto: sabían cuál era su sitio. Se limitaban a trabajar con la cabeza gacha, realizando su labor con tranquila apatía. El látigo de algún capataz que pasaba los obligaba a acelerar durante unos momentos, pero en cuanto el capataz se marchaba, regresaban a su sopor.
Tresting se volvió hacia el hombre que lo acompañaba.
–Cabría pensar que mil años de trabajo en los campos los habrían vuelto un poco más efectivos –advirtió.
El obligador se volvió, alzando una ceja en un movimiento hecho como para recalcar su rasgo más característico: los intrincados tatuajes que marcaban la piel que rodeaba sus ojos. Los tatuajes eran enormes y le llegaban hasta la frente y el puente de la nariz. Era un prelado absoluto, un obligador muy importante. Tresting tenía sus propios obligadores personales en la mansión, pero eran solamente funcionarios menores, con apenas unas pocas marcas alrededor de los ojos. Aquel hombre había llegado de Luthadel en el mismo barco que había traído el nuevo traje de Tresting.
–Debería ver los skaa de la ciudad, Tresting –dijo el obligador, volviéndose a contemplar a los trabajadores skaa–. Comparados con los de Luthadel, éstos son bastante diligentes. Aquí tiene… más control sobre sus skaa. ¿Cuántos dice que pierde al mes?
–Oh, media docena o así –respondió Tresting–. Algunos por azotes, otros por agotamiento.
–¿Fugitivos?
–¡Nunca! Cuando heredé esta tierra de mi padre, hubo unos cuantos fugitivos…, pero ejecuté a sus familias. Los demás perdieron rápidamente el valor. Nunca he comprendido a la gente que tiene problemas con sus skaa: a mí me resulta fácil controlar a las criaturas con una mano adecuadamente firme.
El obligador asintió en silencio. Parecía complacido, lo cual era buena cosa. Los skaa no eran en realidad propiedad de Tresting. Como todos los skaa, pertenecían al Lord Legislador; Tresting sólo alquilaba los trabajadores a su Dios, igual que pagaba por los servicios de sus obligadores.
El obligador bajó la mirada, comprobó su reloj de bolsillo, luego miró al sol. A pesar de la lluvia de ceniza, brillaba un fulgurante rojo carmesí tras la negrura ahumada de las alturas. Tresting sacó un pañuelo y se secó la frente, agradecido por la sombra del parasol que filtraba el calor de mediodía.
–Muy bien, Tresting –dijo el obligador–. Presentaré su propuesta a Lord Venture, como ha solicitado. Tendrá un informe favorable por mi parte sobre sus operaciones aquí.
Tresting contuvo un suspiro de alivio. Se requería un obligador como testigo para cualquier contrato o acuerdo comercial entre nobles. Cierto, incluso un obligador menor como los que Tresting empleaba podían servir como testigos…, pero era mejor impresionar al mismísimo obligador de Straff Venture.
El obligador se volvió hacia él.
–Volveré por el canal esta misma tarde.
–¿Tan pronto? – preguntó Tresting–. ¿Por qué no se queda a cenar?
–No –respondió el obligador–. Aunque hay otro asunto que deseo discutir con usted. No he venido sólo de parte de Lord Venture, sino para… investigar algunos asuntos para el Cantón de la Inquisición. Según los rumores le gusta a usted relacionarse con sus mujeres skaa.
Tresting sintió un escalofrío.
El obligador sonrió; probablemente sólo pretendía expresar seguridad, pero Tresting lo encontró extraño.
–No se preocupe, Tresting –dijo el obligador–. Si hubiera verdadera preocupación por sus acciones, habrían enviado en mi lugar a un inquisidor de acero.
Tresting asintió lentamente. Inquisidor. Nunca había visto a ninguna de esas criaturas inhumanas, pero había oído… historias.
–Quedo satisfecho en lo relativo a sus acciones con las mujeres skaa –dijo el obligador, contemplando los campos–. Lo que he visto y oído aquí indica que siempre sanea sus problemas. Un hombre como usted, eficiente, productivo, podría llegar lejos en Luthadel. Unos cuantos años más de trabajo, algunos contratos mercantiles inspirados… ¿y quién sabe?
El obligador se volvió y Tresting sonrió. No era una promesa, ni siquiera una recomendación (los obligadores eran más burócratas y testigos que sacerdotes), pero oír tales alabanzas por parte de uno de los servidores del Lord Legislador… Tresting sabía que algunos nobles consideraban a los obligadores inquietantes, algunos incluso los encontraban una molestia; pero en aquel momento hubiese besado a su distinguido invitado.
Tresting se volvió hacia los skaa, que trabajaban silenciosamente bajo el sol ensangrentado y los perezosos copos de ceniza. Siempre había sido un noble de campo que vivía de su plantación y soñaba con mudarse a la propia Luthadel. Había oído hablar de los bailes y las fiestas, el glamour y la intriga, y eso lo entusiasmaba.
Tendré que celebrarlo esta noche, pensó. Estaba aquella muchachita de la decimocuarta choza a la que llevaba observando desde hacía algún tiempo…
Volvió a sonreír. Unos cuantos años más de trabajo, había dicho el obligador. ¿Pero podría acelerar Tresting el curso de los acontecimientos si trabajaba más? Su población de skaa había aumentado últimamente. Tal vez si los apretaba un poco más pudiera producir una cosecha extra ese verano, cumplir con creces su contrato con Lord Venture.
Tresting asintió mientras observaba al grupo de perezosos skaa, algunos trabajando con sus azadas, otros de rodillas apartando la ceniza de la cosecha. No se quejaban. No tenían esperanzas. Apenas se atrevían a pensar. Así era como debía ser, pues eran skaa. Eran…
Tresting se quedó inmóvil cuando uno de los skaa alzó la mirada. El hombre lo miró a los ojos, con una chispa (no, un fuego) de desafío en su expresión. Tresting nunca había visto nada parecido, no en el rostro de un skaa. Dio un paso atrás por instinto y lo recorrió un escalofrío mientras el extraño y erguido skaa le sostenía la mirada.
Y sonreía.
Tresting apartó los ojos.
–¡Kurdon! – exclamó.
El fornido capataz subió corriendo la cuesta.
–¿Sí, mi señor?
Tresting se volvió para señalar…
Frunció el ceño. ¿Dónde estaba aquel skaa? Trabajando con la cabeza gacha, el cuerpo manchado de hollín y sudor, era muy difícil distinguirlos. Tresting se detuvo, buscando. Creía saber el sitio…, un punto vacío donde ya no había nadie.
Pero no. No podía ser. El hombre no podía haberse alejado del grupo tan rápidamente. ¿Adónde habría ido? Tenía que estar allí, en alguna parte, trabajando con la cabeza gacha. Sin embargo, aquel instante de aparente desafío era inexcusable.
–¿Mi señor? – volvió a preguntar Kurdon.
El obligador observaba a su lado, con curiosidad. No era aconsejable que supiera que uno de los skaa había actuado tan descaradamente.
–Dales un poco más fuerte a los skaa de la sección sur –ordenó Tresting, señalando–. Los veo lentos, incluso para ser skaa. Golpea a unos cuantos.
Kurdon se encogió de hombros pero asintió. No era un motivo de peso para golpear a nadie, pero tampoco necesitaba razones especiales para dar una paliza a los trabajadores.
Después de todo, no eran más que skaa.
Kelsier había oído historias.
Había oído susurros de la época lejana en que el sol no era rojo. Tiempos en los que el cielo no estaba cubierto de humo y ceniza, cuando las plantas no luchaban por sobrevivir y los skaa no eran esclavos. Tiempos anteriores al Lord Legislador. Esos días, sin embargo, estaban casi olvidados. Incluso las leyendas se volvían difusas.
Kelsier contempló el sol, siguiendo con los ojos el gigantesco disco rojo mientras se arrastraba hacia el horizonte occidental. Permaneció de pie en silencio un buen rato, solo en los campos vacíos. El trabajo del día había terminado; los skaa habían sido conducidos de vuelta a sus chozas. Pronto llegarían las brumas.
Al cabo de un rato, Kelsier suspiró y se volvió para regresar por socavones y trochas, abriéndose paso entre grandes montículos de ceniza. Evitaba pisar las plantas, aunque no estaba seguro de por qué se molestaba. Las cosechas apenas parecía que merecieran el esfuerzo. Débiles, con hojas marrones resecas, las plantas parecían casi tan deprimidas como la gente que las atendía.
Las chozas de los skaa se alzaban a la escasa luz. Kelsier vio que las brumas empezaban ya a formarse en el aire, dando a los edificios en forma de montículo un aspecto surrealista e intangible. No había guardia ninguna en las chozas: no había necesidad de vigilantes, pues ningún skaa se aventuraba fuera cuando caía la noche. Su miedo a las brumas era demasiado fuerte.
Tendré que curarlos de eso algún día, pensó Kelsier mientras se acercaba a uno de los edificios más grandes. Abrió la puerta y entró.
La conversación cesó de inmediato. Kelsier cerró la puerta, luego se volvió con una sonrisa hacia la treintena de skaa que había allí reunidos. Una hoguera ardía débilmente en el centro y el gran caldero que había a su lado estaba lleno de agua salpicada de verduras: el comienzo de una cena. La sopa estaría insípida, naturalmente. Con todo, el olor era agradable.
–Buenas noches a todos –dijo Kelsier con una sonrisa, depositando la bolsa a sus pies y apoyándose contra la puerta–. ¿Cómo os ha ido el día?
Sus palabras rompieron el silencio y las mujeres volvieron a sus preparativos de la cena. Sin embargo, el grupo de hombres sentados a una burda mesa continuó observando a Kelsier con expresión incómoda.
–Nuestro día ha estado cargado de trabajo, viajero –dijo Tepper, uno de los miembros del consejo skaa–. Algo que tú has conseguido evitar.
–El trabajo del campo nunca me ha llenado –dijo Kelsier–. Es demasiado duro para mi delicada piel. – Sonrió, alzando manos y brazos llenos de capas y capas de finas cicatrices. Cubrían su piel a lo largo, como si alguna bestia le hubiera pasado repetidamente las garras por los brazos.
Tepper hizo una mueca. Era joven para ser miembro del consejo, probablemente tenía poco más de cuarenta años: como mucho podía llevarle cinco años a Kelsier. Sin embargo, el hombrecillo se comportaba con el aire de alguien a quien le gusta estar al mando.
–Este no es momento para chanzas –dijo Tepper, severo–. Cuando acogemos a un viajero, esperamos que se comporte y evite levantar sospechas. El hecho de que te apartaras de los campos esta mañana podría haberles valido un azote a los hombres que te rodeaban.
–Cierto –respondió Kelsier–. Pero a esos hombres también podrían haberlos azotado por encontrarse en el sitio equivocado, por detenerse demasiado o por toser cuando pasaba un capataz. Una vez vi darle una paliza a un hombre porque su amo dijo que había «parpadeado de forma inadecuada».
Tepper permaneció sentado, con los ojos entornados y envarado, el brazo apoyado en la mesa. Su expresión era firme.
Kelsier suspiró y puso los ojos en blanco.
–Bien. Si queréis que me marche, lo haré.
Se echó la bolsa al hombro y abrió la puerta tranquilamente.
Una densa bruma empezó a entrar inmediatamente por la puerta, se arremolinó perezosamente alrededor del cuerpo de Kelsier, se remansó en