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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 99
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y Elayne—. Las extrañas escenas que presencio aquí, ¿son reales?

Saltador tardó en responder, como si aquello fuera tan simple que él no veía la necesidad ni la manera de contestar. Pero al fin dio su explicación.

Lo que es real no es real. Lo que no es real es real. El cuerpo es un sueño, y los sueños tienen cuerpo.

—Eso carece de sentido para mí, Saltador. No lo comprendo. —El lobo lo miró como si hubiera dicho que no entendía que el agua fuera mojada—. Dijiste que debía ver algo, y me mostraste a Ba’alzemon y Lanfear.

Colmillo del Corazón. Cazadora lunar.

—¿Por qué me los enseñaste, Saltador? ¿Por qué debía verlos?

La Última Cacería está próxima. Su mensaje estaba impregnado de tristeza y fatalidad. Ineludiblemente se producirá.

—¡No entiendo! ¿La Última Cacería? ¿Qué Última Cacería? Saltador, esta noche han venido unos Hombres Grises con intención de matarme.

¿Los Muertos Vivientes te persiguen?

—¡Sí! ¡Hombres Grises! ¡Iban tras de mí! ¡Y había un Sabueso del Oscuro justo fuera de la posada! Quiero saber por qué me persiguen.

¡Hermanos en la Sombra! Saltador se agazapó, mirando a ambos lados casi como si previera un ataque. Hace mucho que no veíamos Hermanos en la Sombra. Debes irte, Joven Toro. ¡Corres grave peligro! ¡Huye de los Hermanos en la Sombra!

—¿Por qué me acosan, Saltador? Tú lo sabes. ¡Sé que lo sabes!

Huye, Joven Toro. Saltador tomó impulso y con sus patas delanteras golpeó el pecho de Perrin, empujándolo hacia el precipicio. Huye de los Hermanos en la Sombra.

El viento silbaba en sus oídos mientras caía. Saltador y el borde de la cúspide iban empequeñeciéndose arriba.

—¿Por qué, Saltador? —gritó—. ¡Debo saberlo!

La Última Cacería se aproxima.

Iba a estrellarse, estaba seguro. El suelo estaba cada vez más cerca, y se tensó con la aprensión del impacto que…

Despertó, con la vista fija en la vacilante llama de la vela que ardía en la mesilla contigua a la cama. Por la ventana entraba la luz de los relámpagos, seguidos del retumbar de los truenos.

—¿Qué querría decir con lo de la Última Cacería? —murmuró. «Yo no he encendido ninguna vela.»

—Hablas solo. Y te revuelves dormido.

Dio un salto, maldiciéndose por no haber percibido el perfume a hierbas en el ambiente. Zarina estaba sentada en un taburete en el linde de la zona iluminada, acodada en las rodillas, con la barbilla apoyada en la mano, observándolo.

—Eres ta’veren —dijo como si iniciara una enumeración—. Semblante pétreo piensa que esos curiosos ojos tuyos son capaces de ver más que los suyos. Varios Hombres Grises intentan matarte. Viajas con una Aes Sedai, un Guardián y un Ogier. Liberas a un Aiel enjaulado y liquidas a varios Capas Blancas. ¿Quién eres, campesino? ¿El Dragón Renacido? —Su voz daba a entender que aquélla era la respuesta más ridícula que podía ocurrírsele, pero, aun así, se movía inquieta en su asiento—. Seas quien seas, hombretón —añadió—, no te sentaría mal un poco más de pelo en el pecho.

Se volvió, exhalando imprecaciones, y se tapó hasta el cuello con una manta. «Luz, me hace saltar igual que una rana sobre una piedra ardiente.» Zarina tenía la cara a oscuras y sólo podía verla claramente cuando los relámpagos arrojaban su cruda luz por las ventanas, recortando su prominente nariz y elevados pómulos. De repente recordó que Min le había aconsejado que huyera de una hermosa mujer. En cuanto había reconocido a Lanfear en aquel sueño de lobos, había pensado que Min se refería a ella, pues no creía posible que hubiera una mujer más bella que Lanfear, pero ella era sólo alguien que había visto en sueños. Zarina estaba sentada allí mirándolo con

aquellos oscuros ojos almendrados, reflexionando, ponderando. —¿Qué haces aquí? —preguntó—. ¿Qué quieres? ¿Quién eres?

—Soy Faile, campesino —contestó con una carcajada ella, echando la cabeza hacia atrás—, una cazadora del Cuerno. ¿Quién crees que soy, la mujer de tus sueños? ¿Por qué te has sobresaltado así? Cualquiera diría que te he pinchado. Antes de que hallara las palabras para responderle, la puerta se abrió de golpe y Moraine apareció en el umbral, con una lúgubre palidez de muerta.

—Tus sueños de lobos son tan certeros como los de una Soñadora, Perrin. Los Renegados están libres, y uno de ellos gobierna Illian.

CAPÍTULO 44 Persecuciones

Perrin saltó de la cama y comenzó a vestirse, sin importarle si Zarina miraba o no. Tenía muy claro lo que él iba a hacer, pero de todos modos consultó a Moraine. —¿Nos vamos?

—A menos que quieras profundizar tu contacto con Sammael —repuso secamente ésta.

Un trueno bramó en el cielo como para dar realce a su frase. La Aes Sedai apenas había dedicado una ojeada a Zarina.

Mientras se remetía el faldón de la camisa en los pantalones, echó de menos no llevar puestas la chaqueta y la capa. La mención concreta del nombre del Renegado parecía haber enfriado la atmósfera de la habitación. «No teníamos bastante con Ba’alzemon que ahora andan sueltos también los Renegados. Luz, ¿tiene siquiera sentido ahora que encontremos a Rand? ¿Será demasiado tarde?» De todas formas siguió vistiéndose. La otra opción era sucumbir al desaliento, y la gente de Dos Ríos no se daba por vencida así como así.

—¿Sammael? —dijo débilmente Zarina—. ¿Uno de los Renegados gobierna…? ¡Luz!

—¿Todavía deseas acompañarnos? —inquirió con suavidad Moraine—. En las presentes condiciones no te obligaría a permanecer aquí, pero te daré una última oportunidad de jurar que tomarás un camino distinto del mío.

Zarina titubeó y Perrin se quedó inmóvil a medio ponerse la chaqueta. Nadie elegiría sin duda ir con personas que habían provocado la ira de uno de los Renegados. Y menos ahora que ya sabía algo acerca de los peligros a que se enfrentaban. «A no ser que tenga una buena razón para ello.» Definitivamente, cualquiera que acabara de oír que uno de los Renegados estaba libre debería estar corriendo ya en busca de un barco de los Marinos con intención de comprar un pasaje para ir al otro lado del Yermo de Aiel, en lugar de estar sentado reflexionando.

—No —rechazó al cabo Zarina, y él comenzó a relajarse—. No, no juraré tomar otro camino. Tanto si me conducís al Cuerno de Valere como si no, ni siquiera el que lo encuentre vivirá una hazaña como ésta. Estoy convencida de que esta gesta se perpetuará a lo largo de varias eras, Aes Sedai, y yo seré partícipe de ella.

—¡No! —espetó Perrin—. Éste no es un motivo suficiente. ¿Qué quieres?

—No tengo tiempo para riñas —los interrumpió Moraine—. Lord Brend se enterará de un momento a otro de que uno de sus Sabuesos ha muerto. Tened por seguro que deducirá que hay un Guardián tras ello y vendrá en busca de la Aes Sedai del Gaidin. ¿Pensáis quedaros aquí hasta que descubra dónde estamos? ¡Moveos, chiquillos insensatos! ¡Moveos! —Se esfumó por el pasillo sin darles tiempo a abrir la boca.

Zarina no se hizo de rogar y se fue corriendo a su habitación sin llevarse la vela.

Perrin recogió apresuradamente sus cosas y se precipitó hacia la escalera trasera abrochándose el cinto del hacha. Allí se encontró con Loial, que intentaba introducir un libro de tapas de madera en las alforjas al tiempo que se ponía la capa. Perrin lo ayudó con la capa mientras bajaban a toda prisa, y Zarina les dio alcance antes de que salieran por la puerta.

Perrin encogió los hombros para protegerse de la lluvia y se dirigió corriendo al establo por el patio, oscurecido a causa de la tormenta, sin perder tiempo en subirse la capucha. «Debe de tener un buen motivo. ¡Sólo una loca consideraría una razón de fundamento el ser copartícipe de una gesta!» Antes de llegar a las caballerizas, ya tenía el pelo empapado y los rizos le caían, aplastados, en la frente. Moraine estaba adentro, con una capa de hule perlada de gotas de lluvia, y Nieda sostenía una linterna para alumbrar a Lan, que acababa de ensillar los caballos. Había uno de más, un caballo castrado bayo con un hocico aún más imponente que la nariz de Zarina.

—Enviaré palomas todos los días —prometía la gruesa posadera—. Nadie sospechará de mí. ¡La Fortuna me valga! Si hasta los Capas Blancas tienen un elevado concepto de mí.

—¡Escuchadme bien, mujer! —espetó Moraine—. No estoy hablando de un Capa Blanca ni de un Amigo Siniestro. Vais a abandonar esta ciudad y llevaros con vos a toda persona a quien estiméis. Me habéis obedecido durante doce años. ¡Obedecedme ahora! —Nieda asintió con desgana, y Moraine emitió un gruñido de exasperación.

—El bayo es para ti, muchacha —comunicó Lan a Zarina—. Sube. Si no sabes montar, aprenderás sobre la marcha.

Apoyando una mano en la alta perilla, la joven se instaló con ligereza en la silla.

—Ahora que me acuerdo, semblante pétreo, fui una vez a caballo. —Se volvió para atar su bolsa detrás.

—¿A qué os referíais, Moraine? —preguntó Perrin al tiempo que arrojaba su alforja a lomos de Brioso—. Habéis dicho que averiguaría dónde estoy. Lo sabe. ¡Los Hombres Grises! —Nieda soltó una risita, y él se preguntó con irritación hasta qué punto estaba informada o creía en las cosas que aseguraba no creer.

—Sammael no mandó a los Hombres Grises. —Moraine montó con una fría y erguida precisión, casi como si no tuviera prisa alguna—. El Sabueso del Oscuro era, sin embargo, suyo. Creo que siguió mi rastro. Él no habría enviado a los dos. Alguien te persigue, pero me parece que Sammael ignora incluso tu existencia.

Perrin se quedó parado mirándola con un pie en el estribo, pero ella consideró más urgente acariciar el arqueado cuello de su yegua que responder a los interrogantes planteados en su rostro.

—Tanto mejor que yo haya ido tras de ti —dijo Lan.

—Ojalá fueras una mujer, Gaidin —bufó la Aes Sedai—. ¡Así podría enviarte a la Torre como novicia para que aprendieras a obedecer! —Él enarcó una ceja, tocó la empuñadura de su espada y luego subió a caballo. Moraine suspiró—. Quizás haya sido mejor que desobedecieras mi orden. A veces es preferible. Además, no creo que ni Sheriam y Siuan Sanche juntas fueran capaces de inculcarte la virtud de la obediencia.

—No comprendo —reconoció Perrin. «Por lo visto repito mucho esto últimamente y ya estoy harto. Quiero una respuesta comprensible.» Subió a caballo para que Moraine no siguiera mirándolo desde arriba; ya tenía bastante ventaja sobre él sin añadir aquello—. Si no fue él el que mandó a los Hombres Grises, ¿quién fue? Si un Myrddraal u otro Renegado… —Calló para tragar saliva. «¡OTRO Renegado! ¡Luz!»—. Si lo envió alguien más, ¿por qué no se lo dijeron? Todos son Amigos Siniestros, ¿no es así? ¿Y por qué yo, Moraine? ¿Por qué yo? ¡Rand es el maldito Dragón Renacido!

Hasta que no oyó las exclamaciones de Zarina y Nieda, no advirtió el alcance de lo que había dicho. La mirada de Moraine parecía desollarlo con tanta eficacia como la más acerada hoja. «Maldita lengua. ¿Cuándo dejaré de pararme a pensar antes de hablar?» Tuvo la impresión de que aquello había ocurrido la primera vez que había sentido los ojos de Zarina clavados en él. Ahora estaba mirándolo, boquiabierta.

—A partir de ahora estás inextricablemente unida a nosotros —comunicó Moraine a la muchacha—. No tienes posibilidad de echarte atrás. Nunca. —Parecía que Zarina quería decir algo y no se atrevía, pero la Aes Sedai ya había dejado de prestarle atención—. Nieda, huid esta noche. ¡Sin perder ni un minuto! Y refrenad la lengua aún más de lo que lo habéis hecho en todos estos años. Hay quien os la cortaría por lo que pudierais decir,

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