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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 98
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— Perrin asintió; el hecho de que solicitara ayuda daba una idea del alcance de su preocupación—. Ogier, vosotros también tenéis una vista más aguzada de lo común.

—Oh, ah —exclamó Loial—. Bueno, supongo que también podría echar una ojeada. —Sus grandes ojos redondos enfocaron de soslayo a los dos Hombres Grises tendidos en el suelo—. Yo diría que no hay ninguno más allá afuera. ¿No os parece?

—¿Qué es lo que buscamos, semblante pétreo? —inquirió Zarina.

Lan se quedó mirándola un momento y luego meneó la cabeza como si hubiera desistido de decir algo.

—Lo que podamos encontrar, muchacha. Lo sabré cuando lo vea.

Perrin pensó en subir a buscar su hacha, pero el Guardián se dirigía ya a la puerta y no llevaba su espada. «Prácticamente no la necesita —pensó, malhumorado, Perrin—.

Es casi tan peligroso sin ella que con ella.» Salió manteniendo en la mano la pata de la silla y vio con alivio que Zarina seguía empuñando el cuchillo.

En el cielo viajaban espesos nubarrones. Las calles, oscuras como en la hora tardía del crepúsculo, estaban solitarias, sin duda por la inminencia de la lluvia. El hombre que cruzaba corriendo un puente fue la única persona que vio Perrin. Una alfombra volaba azotada por el viento y otra, enganchada bajo la punta de uno de los bloques de piedra adosados a la posada, se agitaba imitando el sonido de un aleteo. Los truenos se sucedían con estruendo. Perrin arrugó la nariz. El viento transportaba un olor a fuegos de artificio. «No, exactamente.» Era un olor como de azufre quemado. Casi.

—Eres verdaderamente fuerte, hombretón —apreció Zarina, dando un golpecito con la hoja de su cuchillo a la pata de silla que él asía—. Has despedazado esa silla como si fuera de papel.

Perrin emitió un gruñido y, al advertir que había enderezado el cuerpo, bajó deliberadamente los hombros. «¡Qué chica más estúpida!» Zarina rió en voz baja y de improviso no supo si erguir la espalda o conservar la posición adoptada. «¡Idiota!» Esa vez el insulto iba dirigido a sí mismo. «Se supone que debes estar buscando algo. ¿Qué?» No vio nada salvo la calle ni olió otra cosa que aroma a azufre quemado. Y el perfume de Zarina, naturalmente.

A juzgar por su ademán, Loial también se interrogaba sobre lo que debía mirar. Se rascó una de las copetudas orejas, miró hacia un lado de la calle, luego hacia el otro, y se rascó la otra oreja. Después alzó la mirada en dirección al tejado de la posada.

Lan apareció por la boca del callejón contiguo a la posada y se alejó por la calle, escrutando las sombras que bordeaban los edificios.

—Quizás ha pasado por alto algo —murmuró Perrin, aun cuando le pareciera harto improbable aquel supuesto, y se volvió hacia el callejón.

«Se espera de mí que mire y así lo haré. Quizás haya dejado de advertir algo.»

Lan se había detenido un poco más allá, con la vista clavada en las piedras del pavimento que tenía frente a sí. Luego volvió rápidamente sobre sus pasos, pero escudriñando la calle ante él como si siguiera algo. Fuera cual fuese, el rastro conducía a uno de los grises bloques situados casi al lado de la puerta de la posada, junto al que se detuvo mirando su cara superior.

Desistiendo de adentrarse en el callejón, que en primer lugar apestaba igual que los canales de esa zona de Illian, Perrin se acercó a Lan. De inmediato vio qué era lo que miraba el Guardián. En la piedra había impresas dos pisadas, como si un enorme sabueso hubiera apoyado sus patas delanteras en ella. El olor parecido al del azufre quemado era más intenso allí. «Los perros no dejan huellas en la piedra. ¡Luz, es imposible!» Distinguió, asimismo, el rastro que había seguido Lan. El perro había venido trotando por la calle hasta el bloque de piedra y luego se había marchado por el mismo camino, dejando la marca de sus pisadas en la piedra como si hubiera sido un campo labrado. «¡No es posible!»

—Un Sabueso del Oscuro —dijo Lan. Zarina exhaló una exclamación, y Loial gimió quedamente… para tratarse de un Ogier—. Los Sabuesos del Oscuro no dejan huellas en la tierra, herrero, ni siquiera en el fango, pero la piedra es otra cuestión. No se ha visto un Sabueso del Oscuro al sur de las Montañas Funestas desde la Guerra de los Trollocs. Yo diría que éste iba a la caza de algo. Y, ahora que lo ha localizado, ha ido a comunicarlo a su amo.

«¿Yo? —pensó Perrin—. ¿Hombres Grises y Sabuesos del Oscuro persiguiéndome? ¡Esto es una locura!»

—¿Estáis diciéndome que Nieda tenía razón? —preguntó con voz vacilante Zarina—. ¿Que el Viejo Siniestro está corriendo realmente con la Cacería Salvaje? ¡Luz! Siempre pensé que eran simples patrañas.

—No seas tan necia, muchacha —contestó Lan con brusquedad—. Si el Oscuro estuviera libre, a estas horas estaríamos más que muertos. —Desvió la mirada hacia la calle, por donde se perdían las huellas—. Pero los Sabuesos del Oscuro son reales. Casi tan peligrosos como los Myrddraal y más difíciles de matar.

—Ahora sacáis a colación a los Buscadores —murmuró Zarina—. Hombres Grises, Buscadores, Sabuesos del Oscuro… Más vale que me conduzcas hasta el Cuerno de Valere, campesino. ¿Qué otras sorpresas me deparáis?

—Nada de preguntas —le recordó Lan—. Todavía sabes lo suficientemente poco como para que Moraine te dispense de tu juramento, si prometes no seguirnos. Yo mismo te tomaré la promesa y podrás irte al instante. Darías muestras de buen juicio haciéndolo.

—No me vais a alejar asustándome, semblante pétreo —replicó Zarina—. No me asusto así como así. —A pesar de sus palabras, en su voz se traslucía temor, y también lo transpiraba su cuerpo.

—Tengo una pregunta que hacer —señaló Perrin—, y quiero una respuesta. No habéis percibido la proximidad del Sabueso del Oscuro, Lan, ni vos ni Moraine. ¿Por qué?

—La respuesta a eso, herrero —respondió lúgubremente el Guardián tras un momento de silencio—, supera posiblemente lo que tú, yo o cualquiera de nosotros desearía saber. Espero que la respuesta no suponga la muerte para todos. Dormid el rato que podáis. Dudo que acabemos de pasar la noche en Illian y preveo que nos aguarda, por desgracia, una dura cabalgata.

—¿Qué vais a hacer? —inquirió Perrin.

—Voy a ir en pos de Moraine. Para decirle lo del Sabueso del Oscuro. No puede enojarse porque la siga, puesto que ella ignoraría su presencia hasta que se le hubiera abalanzado a la garganta.

Las primeras gotas de lluvia salpicaban el pavimento cuando volvieron adentro. Bili se había llevado a todos los Hombres Grises y barría el serrín manchado de sangre. La chica de ojos oscuros cantaba una triste canción sobre un muchacho que abandonaba a su amada, una pieza que sin duda habría hecho las delicias de la señora Luhhan.

Lan subió corriendo la escalera y, para cuando Perrin llegó al segundo piso, el Guardián ya bajaba, abrochándose el cinto de la espada y con la capa de color cambiante colgada del brazo como si le tuviera sin cuidado que alguien la viera.

—Si lleva eso puesto en una ciudad… —El enredado pelo de Loial casi rozó el techo al sacudir la cabeza—. No sé si podré dormir, pero lo intentaré. Los sueños serán menos desasosegantes que la vigilia.

«No siempre, Loial», disintió para sus adentros Perrin mientras el Ogier se alejaba por el pasillo.

Zarina daba la impresión de querer quedarse con él, pero él la mandó a su habitación y le dio con la puerta entablillada en las narices. Observó con renuencia su propia cama al desvestirse.

—Debo averiguarlo —suspiró, y se echó en ella.

La lluvia tamborileaba afuera, acompañada por retumbos de truenos. Aunque la brisa traía hasta el lecho el frescor del ambiente de tormenta, no creyó necesario utilizar las mantas plegadas al pie de la cama. Lo último que pensó antes de conciliar el sueño fue que había olvidado de nuevo encender una vela, a pesar de que la habitación estaba a oscuras. «Una imprudencia. Debo tener cuidado. Los descuidos malogran el trabajo.»

Los sueños acudieron en tropel. Sabuesos del Oscuro persiguiéndolo; no los veía, pero oía sus aullidos. Fados y Hombres Grises. Un hombre alto y esbelto, vestido con una chaqueta lujosamente bordada y botas con remates dorados, arremetía contra ellos una y otra vez; la mayor parte del tiempo esgrimía algo parecido a una espada, resplandeciente como el sol, y reía triunfalmente. En ocasiones aquel individuo aparecía sentado en un trono, y los reyes y reinas se postraban ante él. Aquellos sueños resultaban extraños, como si no fueran los suyos propios.

Después las imágenes cambiaron y supo que se hallaba en el sueño de lobos que buscaba. Aquella vez no se había producido en contra de sus deseos.

Se encontraba en la achatada cima de una elevada espiral de piedra y el viento le agitaba los cabellos, transportando un millar de aromas secos y un tenue indicio de agua, inasequible en la lejanía a su mirada. Por un instante creyó que había adoptado la forma de un lobo y se palpó el cuerpo para cerciorarse de que lo que veía se trataba realmente de él. Llevaba su propia chaqueta, calzones y botas, y el arco y la aljaba colgados al costado. No había, sin embargo, rastro del hacha.

—¡Saltador! Saltador, ¿dónde estás? —El lobo no hizo acto de presencia.

Estaba rodeado de escarpadas montañas, y de otras altas agujas separadas por áridas llanuras, lomas dispersas y de algunas extensas mesetas cortadas en picado. La vegetación no era exuberante. Resistentes hierbas de poca altura, retorcidos arbustos espinosos y otros tipos de plantas que parecían tener espinas incluso en sus carnosas hojas, algunos árboles atrofiados, deformados por el viento. Los lobos podían hallar, no obstante, caza en ese terreno.

Mientras contemplaba aquel desolado paisaje, se formó de improviso un círculo de oscuridad en una parte de las montañas. No distinguía si ésta se hallaba delante de su cara o lejos, pero tenía la sensación de ver, a su través, lo que había más allá: Mat, agitando un cubilete de dados. Su contrincante lo miraba con ojos de fuego. Mat no parecía ver al hombre, pero Perrin sabía quién era.

—¡Mat! —gritó—. ¡Es Ba’alzemon! ¡Luz, Mat, estás jugando con Ba’alzemon!

Mat tiró los dados, y éstos giraron; la visión se esfumó y el retazo de tinieblas volvió a ser nuevamente tierra de resecas montañas.

—¡Saltador!

Perrin se volvió lentamente, mirando en todas direcciones. Dirigió la vista incluso al cielo —«Ahora sabe volar»— donde las nubes prometían una lluvia que el suelo que se extendía mucho más abajo de la cúspide de la aguja absorbería con avidez.

—¡Saltador!

Entre las nubes se formó otra esfera de oscuridad, un agujero abierto a otro lugar. Egwene, Nynaeve y Elayne observaban una gran jaula metálica con una puerta levantada que sostenía un grueso resorte. Entraron adentro y las tres alargaron la mano para descorrer el pestillo. La puerta bajó de golpe tras ellas. Una mujer con el pelo distribuido en multitud de trenzas se rió de ellas, y otra toda vestida de blanco se rió, a su vez, de ella. El orificio se cerró en el cielo y sólo quedaron las nubes.

—Saltador, ¿dónde estás? —llamó—. ¡Te necesito! ¡Saltador!

De repente el lobo gris se plantó a su lado, aterrizando en la cima de la espiral como si hubiera saltado desde un lugar más elevado.

Es peligroso. Ya te avisé, Joven Toro. Demasiado joven. Demasiado tierno aún.

—Necesito conocimientos, Saltador. Dijiste que había cosas que debía ver. Es necesario que vea más, que sepa más. —Titubeó, acordándose de Mat, de Egwene, Nynaeve

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